Un beso entre mil

Un beso entre mil

David se lo encontró acurrucado en un rincón, justo a la entrada del trabajo. Estaba tiritando de frío y empapado por una lluvia que insistía en mostrar orgullosa su última pieza musical «Sinfonía de viento alegre, con percusión de gotas traviesas sobre letrero de chapa del Centro de reciclaje y gestión de residuos». Lo cogió con cuidado y lo colocó sobre la carnosa cuna que había improvisado en la palma de su mano. 

Moussa, su compañero de trabajo, pasó cerca de él montado sobre una vieja Orbea que se quejaba a cada pedalada. Con tono algo lastimero, David le dijo «Vaya diita para ir en bici», a lo que el otro hombre, sin dejar de pedalear, contestó «No te preocupes amigo mío, la lluvia moja las manchas del leopardo, pero no se las quita» y sonrió con tanta luz que los grises del día se incomodaron sobre sus majestuosos tronos nublados.

David se dirigió a las taquillas de los vestuarios, y en una toalla doblada colocó a su pequeño y delicado hallazgo, como hacía de niño, cuando se entregaba a la honorable tarea de socorrer a los inquietos gorriones con boqueras caídos de sus nidos «Tranquilo chiquitín, yo cuidaré de ti», susurró, aunque aun no sabía cómo. Esta era la primera vez que se encontraba con un beso perdido. 

A pocos metros Moussa se colocaba su ropa fluorescente mientras entonaba, con voz serena, una canción aprendida en los días de su infancia en Senegal.

Antes de abandonar el lugar, en un arranque de ternura, David acercó sus labios para dejar un beso sobre aquel pequeñín que reposaba exhausto sobre la confortable toalla. 

Entonces ocurrió.

Al incorporarse, David miró hacia el interior de la taquilla y, para su sorpresa, allí ya no había nada. Sin embargo, ahora un extraño hormigueo recorría sus labios. Miró a Moussa, que todavía cantaba, y sin saber por qué, movido por una extraña y poderosa fuerza, se acercó hasta él, se subió a una de las banquetas para salvar la altura que los separaba y sin poder remediarlo, besó a Moussa en una de sus mejillas.

En un primer gesto, los ojos del Senegalés parecían no querer seguir siendo parte del resto del conjunto de su rostro, pero al poco esos mismos ojos se tornaron vidriosos y, otro poco después, las lágrimas brillaban sobre la hermosa oscuridad de su piel.

«Reconocería este beso entre mil» dijo Moussa emocionado. David advirtió que el cosquilleo de sus labios había desaparecido. 

 Dos días antes, a más de tres mil kilómetros de allí, un niño corre hasta una pequeña colina situada a las afueras de Keur Momar Sarr. Llega con el pecho agitado por la carrera sabiendo que en ese momento, el viento sopla hacia el Norte y eso siempre ayuda. Con la mirada soñando en el horizonte, lleva sus pequeños dedos hasta los labios y libera allí un beso, y extendiendo el brazo hacia adelante, sopla con fuerza sobre la palma de su mano diciendo «Vuela, vuela y encuéntralo. No dejes de volar hasta que encuentres sus mejillas».

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