Antonio y Ricardo se conocían de toda la vida y llegaron a los cuarenta habiendo seguido rumbos diferentes, pero manteniendo su amistad intacta. Arquitecto exitoso, mujeriego y soltero de vocación el uno; marido y padre, maestro de día y poeta de noche, el otro. Ricardo se sentía más cerca al pulso de la vida cuando salía de copas con Antonio, aventurero sin frenos. Este, cuyo único motivo para ocultar su homosexualidad era proteger su lazo con Ricardo, simplemente agradecía poder sentirlo cerca y gozar en secreto la fiebre de un amor imposible.
– ¡Me cago en las mujeres equilibradas, Antonio! -, estalló Ricardo en una de esas noches de tragos y confesiones.
-¡Quiero una que amanezca a mi lado con resaca y el maquillaje corrido, desquiciada! ¡Quiero una Marisa Paredes estampando sus labios sobre las tablas, de mirada lasciva y gestos dramáticos… quiero una Musa! ¡Se me está secando la fuente, coño! – sollozó. Antonio abrazó a su amigo esforzándose por hacer de ese un momento de vulnerabilidad masculina. Lo consoló con el discurso estudiado del conquistador cínico, lo distrajo de su pena, lo animó a compartirle su último poema y aplaudió su talento.
Antonio sufría.
Algunas semanas más tarde Ricardo esperaba a su amigo sentado en la barra de uno de esos antros escondidos del centro, con ambiente un poco sórdido de película de Lynch, que Antonio descubría solo para Ricardo y que sabía le servirían de inspiración. Después de aburrirse un rato revisando los mensajes en su móvil levantó la mirada y la paseó por el lugar: paredes tapizadas de rojo, mesitas redondas con lámparas Tiffany y sillones de felpa violetas creaban pequeñas islas discretas.
La descubrió en una de las mesas de atrás: cabellera rubia y abundante que caía con desenfado sobre sus delgados hombros desnudos, ojos almendrados de un azul intenso, labios sensuales pintados de rojo peligro, envuelta en una seda negra que ceñía su cuerpo, sus largos brazos cargados de pulseras que tintineaban cual cascabeles con el mas leve movimiento.
Se acercó a su mesa y le preguntó si la podía invitar a un trago. -Champán –, le respondió con un ademan teatral y una sonrisa sugerente, sus largas pestañas negras enmarcando una mirada seductora. No le preguntó su nombre y él no le dio el suyo. Apenas hablaban, pero cada palabra que intercambiaban los acercaba en lo más íntimo, sus cuerpos rozándose casi imperceptiblemente.
– ¿Eres de verdad? – le susurró Ricardo al oído.
– ¿De verdad? – le devolvió ella la pregunta con cautivadora malicia. – La verdad es la muerte, cariño. La vida… la vida está en la ilusión – continuó, sonriente, mientras lo tomaba con suavidad de la barbilla y lo atraía hacia sí para besarlo con la intensidad de quien no tiene nada que perder. Ricardo percibió una familiaridad que no lograba identificar, pero que azuzó su deseo y, palpitando, estrechó a la Musa en sus brazos, decidido a vivir.
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