Tres cerillas (Historia de un beso)

Tres cerillas (Historia de un beso)

María Jesús

07/02/2021

―Cierra los ojos.

Obedezco. Me he cansado de seguir el movimiento del péndulo. No estoy dormida, tampoco despierta. Oigo la voz, masculina, un poco ronca, dentro de mi cabeza, tomando el control y liberándome de todo pensamiento inoportuno.

―¿Qué ves?

―Oscuridad. Las paredes de una cueva.

―¿Puedes tocarlas?

―Sí. ―Mi mano tantea una superficie fría, irregular y viscosa, y siento asco―. Están húmedas.

―Imagina que tienes tres fósforos. Enciende uno.

En mi gabardina palpo y reconozco el sobre de cerillas, propaganda de un hotel de playa, que guardé mucho tiempo; luego desapareció; ahora, milagrosamente, está en mi bolsillo. Solo quedan tres cerillas. Froto la cabeza del fósforo contra la lija y estalla la breve luz de una puesta de sol efímera; yo conduzco por la carretera del acantilado y Luis, a mi lado, fuma de perfil.

La cerilla se consume rápidamente. El eco de unos ladridos y el hálito frío de la cueva me matan. Corazón y respiración se agitan, apenas oigo. Ya sé qué viene a continuación, las manos frías, el dolor en el pecho…

―Solo es oscuridad, no temas, no vas a morir. Avanza.

Siento pánico, quiero salir de la cueva. Lloro, gimo, no veo la salida. La voz está al mando y me dice que respire: «uno, inspira; dos, espira». Uno, inspiro; dos, espiro… Me sosiego. Avanzo.

―Enciende otra cerilla. Piensa cuánto deseas volver a verlo, cuánto lo quieres.

Si alguien murió y no podemos, por mucho que queramos, recordar su rostro intacto, ¿seguimos amándolo? ¿He bajado a los Infiernos, como Orfeo, en busca de un simulacro?

La luz del segundo fósforo se expande hasta iluminar la cueva entera, convertida en un dormitorio de paredes blancas, donde una pareja desnuda se demora a mediodía en caricias leves como alas de pájaro. ¿Cómo puedo ser tan inconscientemente feliz? El calor que me arde chisporrotea en el fósforo hasta quemarme el dedo y se extingue.

Pero la oscuridad ya no apaga mi coraje. No esquivo su gesto de dolor, ni su imagen sangrienta; al contrario, me apresuro a buscar su cuerpo destrozado, cubierto de muerte entre los hierros.

―Vamos a encender la última cerilla.

―¿Eres tú quien habla, Luis?

La luz cremosa de una película en blanco y negro transforma la cueva. Camino por la pantalla atravesando un prado de asfódelos, bajo un cielo luminoso, y distingo tu silueta, esperándome. Paso a paso se dibuja la frente, la sonrisa de tus ojos, la determinación de tu boca. Cuando alcanzo a abrazar el calor de tu camisa, te digo: «He venido para salvarte de la muerte». Tú entonces me miras como si estuvieras vivo y enamorado y te inclinas para darme un beso suave de perdón, apenas un roce de labios, como el primero de aquella otra tarde en que los besos se fueron ahondando poco a poco en la penumbra del cine.

―La película se acaba, mira―, dices señalándome el cartel “THE END”.

Después, desvaneciéndote, susurras:

―Abre los ojos.

                                          Cuadro de Roberto Ferri

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