El extraño caso de John Watson

El extraño caso de John Watson

Cuando empujé la puerta, junto al fuego de tres veladoras me esperaba aquella Venus semidesnuda. Podría afirmar que entre todos los amoríos que tuve, nunca vi mujer tan hermosa. Ella era un oleaje de carnes frondosas y torneadas que demandante esperaba entre los velos perfumados de la noche. Hasta ese momento creí que se trataba de una meretriz, pero cuando busqué dinero en el abrigo, lo arrebató y lanzó por la ventana. Deliré entre su boca y el ensueño de una piel que me quitaba la vida, tal como hace el mar con quien osa sumergirse para escuchar los cantos de sirena.

Nos habíamos conocido minutos antes. Luego de una larga travesía en ferrocarril, salí de la habitación para relajarme. Iniciaba el ocaso cuando tomé asiento en la barra del hostal. Me agradaba hospedarme en aquella construcción medieval. 

A pesar de las dificultades de idioma, conversé desenfadado con el barman. Nos hicimos amigos con facilidad, por ello me sorprendí cuando, repentinamente, como si se tratara de vida o muerte, me sugirió retirarme a la alcoba. Lo tomé a broma y ordené otra copa de palinka. Con desasosiego en el rostro insistió, pero calló de súbito cuando aquella mujer se sentó justo a mi lado.

La joven coqueteó sutilmente haciendo gestos elegantes, yo por mi parte, envalentonado y sublimado por el alcohol, saludé invitándola una copa. La magia de la seducción es irresistible cuando la ejerce un ser hermoso. Se llamaba Ruxandra, era del sur de Hungría y hablaba un inglés fluido. Tenía elegancia en las manos, viento en la cabellera, una piel muy blanca y caderas exquisitas. Una extraña sensualidad a pesar de tener una mirada tan fría.

De pronto susurró algo en mi oído. Poniéndose de pie se dirigió hacia la puerta. Mientras yo pagaba la cuenta, el barman intentó disuadirme, pero cuando vio que yo no estaba dispuesto a razonar, renunciando a la propina me entregó una discreta cajita de madera. Esto te puede salvar la vida, dijo. Sin hacer caso guardé la cajita en el abrigo y salí deprisa atravesando el pasillo hasta llegar a la habitación.

Al día siguiente una escalofriante nota ocupó la primera plana del diario local: dentro de la habitación de un conocido hostal, desangrado y con marcas en el cuello, encontraron el cuerpo de un ciudadano inglés. En el jardín se halló el abrigo del occiso, una cajita de madera que contenía una pistola, balas de plata, un crucifijo, agua bendita y ajo molido. Las autoridades dieron parte al consulado, pero nadie en Reino Unido reclamó el cuerpo. Fue sepultado en el panteón local. Era el 12 de noviembre de 1967 en Brașov, Transilvania. 

El barman por su parte envió un telegrama al Vaticano, necesitaría refuerzos. Un Papa preocupado confirmaba su sospecha: la estirpe del Conde Drácula no había sido del todo erradicada.

Siete noches después, en mi propia cripta, iluminada por una luna inmensa, con un velo de amor entre sus labios infinitos, Ruxandra me besaba con la fuerza de la noche, devolviéndome la vida, la vida eterna.

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