Historia de dos besos tristes y desesperanzados.

Historia de dos besos tristes y desesperanzados.

El beso triste

Caminaba junto a él por los pasillos del aeropuerto Internacional Simón Bolivar,  su mirada cabizbaja seguía con atención el juego cinético del cruz diez en el suelo. Estaba nerviosa, ya se acercaban a la puerta de embarque, tan solo estaban a metros. Un silencio pesado se cernía sobre ellos; ella quería tocarlo antes de que se desvaneciera en el flujo migratorio que se llevaba a los venezolanos lejos de su tierra. Se iba, para vivir y su vida era la muerte de lo que eran, quizás era la muerte del futuro juntos, nadie lo sabía. De lo que ella estaba segura era de que su beso de despedida marcaría el inicio del duelo, del camino de la ausencia como única evidencia de que alguna vez él estuvo presente.

Habían llegado a la puerta, él tenía que confirmar su llegada y transitar por la pesada burocracia. Se miraron un instante con ojos empapados, sus bocas se unieron en un beso hambriento y salado por las lágrimas, un beso lleno de jadeos, causados no por la excitación sino por el ahogamiento que les producía el adiós. No, definitivamente no fue un beso suave, fue un beso desesperado, mojado, triste, de vez en cuando entrechocaban sus dientes, de vez en cuando se separaban para respirar. Este beso era la despedida, el funeral, el cortejo, el entierro, de lo que eran hasta hoy. Así se reencontraran ya nada sería igual. Se separaron llevándose el sabor a sal. Ahora cada uno iniciaría el luto a su manera.

El beso desesperanzado.

Estaba acostada en el diván de la sala de estar, su santuario, su sitio seguro, ese que hoy no podía protegerla de las inclemencias de la vida. El aire acondicionado rozaba su piel aumentando el dolor. Cómo dolía vivir el final, sus manos estaban débiles y respirar era un auténtico esfuerzo. Iba a morir, el Dr había sido claro, el cáncer avanzaba a pasos agigantados y nada podía detenerlo, sentía como corroía. Sus dos hijos se acercaron al diván sigilosamente, Lucy, la más pequeña le acarició la cabeza. Leo el mayor le tomó la mano

 Ella contenía con valentía el mar de lagrimas que amenazaba con desbordarse desde su interior. Iba a morir, pero eso no era lo peor, lo verdaderamente angustiante era que los dejaría, no podría verlos crecer, no conocería nietos, nueras o yernos; no aconsejaría, no protegería. Tomo con dificultad sus manos pequeñas y haciendo gala de todas sus fuerzas las acercó a sus labios, suavemente, un beso en cada mano, un acercamiento cariñoso que intentaba ocupar el lugar de todos los besos que jamás podría darles, era un beso leve, pero muy potente, un beso ardoroso de esos que queman el alma y marcan la memoria de quien los recibe, de esos que salen como producto de un amor que ha perdido toda esperanza de ser, que solo pretende inmortalizarse en la memoria. Era un beso para toda la vida.

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