Isabela nunca fue normal, eso lo sabían todos, incluso ella. No sólo era su forma de andar, a zancadas pesadas, que parecían golpear el suelo a cada paso. Ni su forma de mirar, por encima de esas gafas redondas, a lo Jonh Lennon, que usaba desde los catorce. Ni su peculiar manera de fumarse un pitillo, con desgana, calada larga, agarrando el cigarrillo fuerte, como si fuera el lápiz que siempre, o casi siempre tenía entre los dedos. Más de una vez  llamaron desde el colegio a los padres de Isabela, para advertirles que una vez más había hecho creer a sus compañeros, a veces también a la profesora, alguna historia inverosímil. Isabela era única, y no de esa manera forzada en la que ahora pretenden aparentar ser especiales algunas personas. Ella era simplemente así.

Juan era el más común de los mortales, alto, delgado, de carácter noble y bonachón, con un sentido del honor que pocas personas alcanzarían a tener en mil vidas.

Isabela y Juan coincidieron muchas tarde en el tranvía de las seis, casi el mismo recorrido, desde el barrio de las delicias a la av. Mediterráneo. Pero ellos no lo sabían. Una de esas tardes. Isabela se sentó en el único sitió que quedaba libre, al lado de Juan. El ya no prestó atención a nadie más que a ella. El mundo, repentinamente se había empequeñecido. Solo existía esa desconocida de pelo enmarañado y piel blanquecina, que ensimismada asía firmemente un lápiz y escribía en su libreta llena de tachones. Isabela, ajena a todo, se bajó como siempre en la siguiente parada. Pero, desde ese momento, la vuelta a casa para Juan ya no fue igual. Todos los días esperaba a Isabela y todos los días la encontraba. Juan descubrió que lo con tanta ansía escribía Isabela, era el penúltimo capítulo de su segunda novela, Isabela supo que Juan tocaba la guitarra en un grupo de rock. Y una tarde cualquiera Isabela le dijo a Juan que ese sería su ultimo trayecto, que al día siguiente se mudaba a otra ciudad. Juan no supo que contestar y se limitó a balbucear un «que te vaya bien». Pero, casi cuando ya iban a cerrar las puertas del tranvía se bajó y la siguió, Isabela se dio la vuelta por un repentino presentimiento y  vio a Juan, y sintió estremecida, algo así como un «deja vu», un ver pasar la vida, pero hacia delante y la más absoluta certeza de que ese hombre iba a estar siempre en su vida.

Juan que había besado a una sola mujer, aunque más bien había sido al contrario, besó a Isabela. Isabela, que había vivido a través de millones de besos, millones de aventuras, devolvió ese beso, más con amor que con pasión, más con dulzura que con deseo, y por primera vez en su vida no pensó en nada.

Como Isabela supo desde el principio, ese fue solo el primero de millones de besos.

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