Antes de empezar quinto año, Juan se tuvo que cambiar de escuela por algún incidente medio turbio del que fue responsabilizado, aunque nunca quedó claro si participó o no del hecho, pero eso no importa ahora. Lo cierto es que empezó su último año de secundaria en una escuela nueva, con compañeros desconocidos, ya todos amigos entre sí. Es por eso que el primer día no sabía qué hacer; todos se saludaban y él estaba ahí sólo, formado en una de las cuatro filas que correspondían al quinto año, según le habían indicado. Miraba disimuladamente hacia los costados, tratando de no parecer tanto el nuevo; allí la vio. En realidad lo primero que vio (en otra de las filas) fueron sus piernas morenas, largas, interminables… Mientras subía con la mirada esperaba no decepcionarse, y de hecho no fue así. Una chica hermosa (casi una niña, tenían dieciocho años) reía despreocupada de cualquier cosa. Juan se enamoró al instante. «Si esa mina está en mi clase» —se dijo— «estoy en deuda con el cielo».

Luego de las formalidades de rigor; himno, menciones, advertencias y demases, los fueron acomodando en las distintas aulas, él entró casi último y allí la vio, sentada en uno de los bancos de la primera doble hilera, unas filas hacia atrás, riendo nuevamente con una compañera, adelante había un chico sentado solo. Juan ganó terreno y se zambulló en esa banca vacía, al lado del muchacho:

—¿Está libre? —preguntó.

El muchacho asintió y Juan se ubicó por delante de Carla, no sin antes mirar para arriba en señal de agradecimiento. Así, con las semanas, se fueron haciendo «amigos» (era claro que se atraían) pero sólo eso porque ella andaba noviando con un chico de otro quinto. Como un tigre al acecho, él sólo esperaba su momento para arremeter, pero el momento no llegó nunca, o en realidad sí, pero cuando era un poco tarde; Carla terminó con su chico del otro quinto justo cuando Juan ya andaba con una chica de otro quinto también, entonces siguieron siendo amigos. Así terminó el año, y los dos siguieron sus caminos; a sus facultades, a sus nuevos amigos, a sus sueños y frustraciones, pero el beso no llegó nunca.

Muchos años después Juan vivía en un departamentito en Flores, separado ya de su segunda mujer y con dos hijos de sendos matrimonios, trabajaba en un estudio de fotografía. Un viernes, al salir del trabajo, volvió caminando al departamento, ya pensando en qué iba a hacer esa noche que tenía libre. En un banco de la plaza, dibujando, vio a una mujer muy bella, sentada tan despreocupadamente como aquella chica de la escuela, tantos años atrás. Al ir acercándose comprobó lo que esperaba; era Ella, que con esa mirada propia del descreimiento lo veía acercarse sonriendo. Se paró justo cuando él se frenó a su lado; unos segundos de silencio (no necesitaron decirse nada, hablaron las miradas) y se fundieron en un beso interminable, como quienes esperan veinte años, por un beso.

 

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