El sol se oculta por la línea del horizonte y las últimas luces tiñen de tonos fríos la dorada playa. El crepúsculo, capaz de esculpir las más bellas imágenes, toma el testigo.
Las olas se estrellan sobre las rocas. Da la impresión de que entre ellas hay una pugna por saber cuál va a llegar más lejos. La última en romper sube por la arena, como si lo efímero de su existencia pudiera afectar a su determinación. Sabe que sus compañeras han fracasado por no tener la fe suficiente, pero ella, de ser necesario, está dispuesta a llegar hasta la mismísima cumbre del Everest.
Karen y Milton esperan tumbados en la orilla, tensos y expectantes. En los últimos veinte minutos ninguna ola ha cumplido con los mínimos exigidos por Zinnemann. El austríaco ha hecho varios intentos pero no está satisfecho. Busca algo diferente. De repente, una voz se alza sobre el rumor de las aguas quebrando el tenso silencio: ¡esta! ¡esta! ¡esta es la buena! y la pareja se apresta a la acción. La ola arremete con fuerza y su ímpetu los levanta en vilo. Ellos, metidos de lleno en el papel, se besan sin poner demasiada pasión. Pero ese beso no es más que un calentamiento, un preludio de lo que vendrá después, como si a una imaginaria caldera hubiese que añadirle más mineral para que desarrolle toda su potencia. Mientras la ola que los ha mojado se retira jubilosa hacia el mar, Karen se yergue, se aleja corriendo y vuelve a tumbarse más arriba. Su cara, de expresiva, es un poema. Milton la ha seguido porque sabe que esa pequeña carrera forma parte del juego y que es solo una toma falsa, una bala de fogueo, como si pretendiese huir dando vueltas en círculo para volver al mismo sitio. Nada se mueve en el improvisado plató. Un silencio sepulcral reina en la escena. Solo las olas se atreven a quebrantar el silencio decretado por Zinnemann.
Por fin Milton parece darse cuenta de lo que Karen le está pidiendo. Su cuerpo se acomoda al lado del de ella. No paran de decirse cosas con la mirada. Se suplican con ese lenguaje corporal al que le sobran las palabras. Al final se besan apasionadamente como si no hubiese un mañana. Apenas cinco segundos ¡pero qué segundos! ¡por Dios! Las uñas de Karen semejan querer dejar su sello en la piel de Milton.
–¡Corten! –la sonrisa de Zinnemann lo dice todo. La toma es definitiva.
Abajo, en las rocas, las olas siguen con su pelea por llegar más y más lejos, aunque ya no importe el resultado. Solo una se mantiene al margen sin participar en el juego. Una imaginación sin límites diría que está aplaudiendo el desenlace de la escena.
J. S. Bach. Suite para violonchelo número 1. Preludio.
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