Los sueños en un beso

Los sueños en un beso

Mariam Corrs

29/01/2021

Ana llega todos los domingos, se sienta en las sillas del bulevar del rio con ansias de volver a verle…recuerda esa escena desde hace cincuenta años como si fuera hoy cuando se despidió de Robert. Eran unos adolescentes queriendo jugar al amor, justo cuando empezaban a descubrir sus emociones y a sentir las mariposas en la panza de ese amor de los primeros años, aquel que no tiene pasado y que se idealiza con príncipes y princesas.

Robert era un chico musical, tocaba el piano en la iglesia, tenía ojos grandes, pestañas largas y arqueadas que adornaban sus ojos vivos de mirada dulce, justo hacían juego con su piel trigueña y su cabello rizado, así lo describe Ana en el cuento de cada domingo al pasear en el bulevar con sus hijas, pues una parte de él se quedó con ella, detenido en el tiempo. Se conocieron desde niños, lo recuerda cuando llegaba a la iglesia y ella siempre escogía la mejor silla para verlo, alimentaban su amor con miradas y sonrisas desde lejos mientras llegaba el domingo, día en el que pasaban la tarde en las banquitas del bulevar, disfrutando de un helado y planeando sus vidas de cuando fueran grandes, como aquella tarde en que Robert le dijo -cuando tengamos 20 años nos casamos- relata Ana-. Así lograron que creciera un amor que se enraizó en sus almas…almas que guardaron el recuerdo de aquellas tardes, que tenían de fondo las puestas de sol, el viento susurrando en sus oídos y las palmeras moviéndose al mismo son. En aquel entonces todo era paisaje, incluso las charlas de los transeúntes, o las parejas que se sentaban en cada banca a expresarse sus amores, contarse sus historias y tal vez a ponerse al día sobre el último acontecimiento del pueblo.

Así pasaron la vida de chiquillos hasta llegar a la adolescencia, cosechando un amor que crecía como la espuma del rio, el mismo que en tantos momentos les sirvió de inspiración, como en ese atardecer cuando se despidieron con un dulce beso, con la certeza que el próximo domingo se volverían a ver, pero justo en esos días los padres de Robert decidieron abandonar el pueblo, no hubo tiempo para despedirse-cuenta Ana-. Ella supo del viaje el siguiente domingo, Robert no acudió a la cita en el bulevar, tampoco había ido esa semana a la iglesia como de costumbre, estaba desconcertada, permaneció sentada allí por horas, viendo la puesta del sol, esta vez sin Robert, con miles de preguntas y sin una sola respuesta. 

Fue así como en adelante sus tardes de domingo se convirtieron en recuerdos, sueños rotos y lamentos, pues su corazón voló con él a otros aires, la vida les había escrito ese final que sellaron con un beso, soñando que su amor era para siempre, y tal vez lo fue al quedar eternizado en esa tarde de verano, o en los escritos de una vieja carta contando su historia de amor detenida en ese tiempo…dejando los sueños en un cálido y dulce beso.

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