Nunca supieron que los estuve observando; ni siquiera me veían –pues esos ojos, tan tiernos, solo los tenían para ellos–. Y así es como trascurrió la historia de «nuestro» beso:

Estaban casados, pero con otros, y lo que a los tres nos unía era el centro de trabajo. Ella me atraía y él, reconozco que era muy majo; pasábamos los días juntos y ellos los pasaban revueltos y tímidamente arrimados.

Yo solo hablaba conmigo mismo, cosa que no era difícil, pues soy un gilí-géminis genuino que, hasta tengo dos lenguas y dos vocabularios, y mis conversaciones las ensayo en el urinario, aunque al espejo nunca me miro, ni borracho.

Como yo conocía su estado, mostraban un cierto recato y solamente se tomaban de la mano bajo la mesa o rozaban sus piernas y, al dedo gordo del pie, a veces, le daban algún trabajo. Pero no sé que les sucedió aquel día, que, sin pudor, se estrecharon en sus brazos, se miraron con más intensidad de lo que siempre lo hacían y, esquivando el unicornio de sus narices, sus temblorosos labios acercaron.

Unos interminables segundos, así, muy quietecitos, se quedaron, y poco a poco sus mofletes se fueron ondulando acompasados a esa lucha, adivinada, de dos lenguas en un recinto cerrado. Esos segundos se estiraron, de sesenta en sesenta, hasta ser «minutizados» y yo empecé a sentirme, irremisiblemente, con ellos mimetizado. Su beso ya era mi beso; el de los tres. Yo me había desdoblado y, como me suelo hablar con dos lenguas, fui, a un tiempo, besador y besado.

Mis neuronas comenzaron a sentirle a ella, a sus húmedas papilas, pues soy un hetero acomplejado, que con «los ellos» no se atreve, por si acaso, por si me pudieran pinchar con sus pelos mal afeitados y porque sé muy bien lo que mi padre me diría, si me viera en ese trago de babas y salivas, con sabor a tabaco.

Ella era muy dulce y blanda y sus piernas le temblaban, por lo que yo intentaba sujetarla en el vacío y mis brazos, gran fuerza derramaban, cual esfuerzo baldío, pues ella, solo a él, se agarraba. Su beso era lánguido, suave y abandonado, perenne e inmortalizado, era el beso de mi vida, era el único beso que yo he dado; el único que me han dado.

Y aunque ya han pasado los meses y los años, yo duermo cada día a mi almohada abrazado, cual si fuera ella la abrazada; ella, mi única amada, a la que no hace mucho me crucé por la calle, con su marido y su prole, tan atareada que ni siquiera me veía –como de costumbre–, pero que, en un fugaz instante, sus ojos cruzó con los míos y entonces fue a mí, a quien le temblaron las piernas.

Ah! permitirme una pequeña maldad como posdata:

Pues resulta que tras aquel, «nuestro» beso, ellos se habían traspasado los virus de alguno de sus cónyuges y menos mal que, en aquellos tiempos, solo teníamos catarros.

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