Ana fue mi único amor femenino. Nunca había compartido una relación con una mujer hasta que ella apareció. Íbamos a la misma clase universitaria, era brillante, su textura discursiva era su mayor atractivo. Aunque mi vida sentimental siempre estuvo rodeada de rostros masculinos, la sensación que ella despertó en mi fue grata. Recuerdo la vez que por azares de la vida coincidimos en la misma fiesta.
El bar se llamaba El Café e izaba la bandera de la comunidad LGBTQI. Mi gran amigo de clase me llevó como gancho ciego, no me dio oportunidad de pensarlo. Cuando entramos al sitio, él la saludó de forma afectuosa y con la soltura de su personalidad; al mismo tiempo, ella se me acercó y dijo: ¿hola, me llamo Ana y tú? Con mi torpeza por manifestaciones tan directas, dije ¡hola!, ¡el gusto es mío! Era evidente que mi respuesta no respondía su pregunta, pero ella no insistió, todo siguió con ambiente fiestero.
Con la primera cerveza, mi amigo le dijo entre risas: ¡déjala que entre en calor y sabrás cómo se llama! Yo solo me reí mientras que ella me miraba. Después de Madonna y Lady Gaga, sonó una de mis canciones favoritas de Shaggy. Entre el movimiento de mis piernas y el sorbo de la segunda pola, ella tomó mi mano para sacarme a bailar; yo solo pensaba cómo íbamos hacerlo, pensamientos que quedaron disueltos cuando ella puso su mano en mi cintura y me llevó hasta su pecho.
En la tercera tanta de tragos que pidieron ya andábamos más cercanas. Hablamos de temas en general, nos reímos de las clases y compartimos una autora feminista; recuerdo que empecé a temblar cuando ella sin pensarlo se me acercó lentamente, puso su mano en mi mejilla y me besó. El primero fue lento, saboreamos toda esa energía contenida; el siguiente sabía a mentol y a ganas de no soltarnos.
Fue el momento más perfecto de la noche, no volvimos a ser las mismas, estábamos todo el tiempo juntas. En momentos tímidas, en otras ocasiones apasionadas, pero siempre unidas por los besos. El de saludarnos que era muy formal, el de los encuentros que estaba repleto de clandestinidad y el de despedida. Había besos por doquier: contados, señalados, aplaudidos, envidiados.
Besarla era distinto en cada recuerdo que tengo de ella. Si caminaba tomada de su mano, ella me halaba para robarme un pico; si íbamos por un callejón poco transitado, la besaba arrinconada. Eran besos de juventud, repletos de vigorosidad y con ganas de vivir con la mayor convicción. Fuimos felices.
Un día dejamos de besarnos. Nunca habíamos peleado tan fuerte; sus razones eran obvias pero mis motivos fueron tercos, ambas ancladas en lados extremos, con profunda impotencia por romper aquel espacio en el que estábamos siendo Ana, siendo yo. Recuerdo que, entre llanto y discusión, decidí tomarla por última vez, verla a los ojos, abrazarla y besarla dejándome ir entre la multitud de chapinero. Nunca más volvimos a vernos.
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