El mar no quiso
Tiempo atrás, una pitonisa había clavado un cuchillo en la paloma que ella le entregó como parte de un pacto con los dioses y, tras observar detenidamente las entrañas, le atravesó la vida con una frase que tenía estas palabras: “Conocerás a un hombre que no morirá jamás”.
Desde entonces, los días de la mujer cuyos brazos tenían una belleza comparable a los de la Venus de Milo transcurrían siguiendo algo que tenía mucho de ritual y un poco de brujería.
Cada mañana primero retiraba, con leche, la mascarilla que había usado durante la noche. Luego se lavaba con agua de rosas y aceite, sin mirarse ni una sola vez al espejo. Y por último, antes de vestirse con una sencilla túnica y calzarse unas sandalias, cubría todo su cuerpo de blanco de plomo. Pero no lo hacía para que este realzara su belleza, que era notable, sino porque esta sustancia es venenosa para cualquier mortal que se la lleve a los labios.
Hasta que, el segundo día de un otoño particularmente frío, encargó a un joyero brazaletes y pulseras de plomo con los que vistió sus muñecas y sus hermosos tobillos. Con el cuerpo teñido del blanco de una luna desnuda caminó de noche hasta una playa que ni conocía ni amaba, y con un miedo que no parecía tal sus huellas se fundieron sin ruido con el cántico –triste- del oleaje.
En ese instante dudó de la pitonisa -de la sangre en sus manos, de su único ojo, del hedor irreconocible de la estancia-, y se sintió desorientada al no ver la recta infinita del horizonte que había grabado día tras día en su memoria. Para cuando trató de volver a tierra, la corriente la alejaba de la costa hacia aguas aún más frías y profundas, hasta alcanzar las proximidades de otra isla en la que los hombres se afanaban desde el alba en recoger los tesoros que el mar, que ruge desde hace millones de años como si fuera inmortal, alimenta y protege. Oculta y brinda.
Viendo las pesadas joyas con las que hubiera deseado entregarse al mar, el marinero que sacó a la mujer del agua con la piel temblorosa y al borde de las lágrimas, le preguntó a su compañero qué veneno habría ingerido ese corazón para hacer algo así. El otro calló un instante, miró a la mujer y respondió con tristeza: “Es seguro que sabe muy poco del mar.”
Aunque el dialecto que usaron esos dos hombres apenas era conocido en el archipiélago, de algún modo ella lo entendió todo.
Creedme.
Debe ser así, porque si no esta historia no merece ser contada y yo habría envenenado vuestros oídos igual que se envenenaron mis labios.
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