«¡Qué rebelde fuiste de niño!», le dijo la abuela María a Joel, su nieto. Era el primer día en que fue a visitarla a la residencia. Joel se quedó asombrado de la apreciación de su abuela. La abuela María se reclinó ayudado por el nieto hasta quedarse erguida en la cama para observarlo mejor. Solo esas cinco palabras bastaron para turbarle a Joel la mente y hacer que sus pensamientos revolotearan en su cabeza como mariposas. Luego, la abuela, de repente, se calló y se tumbó sin energía, se dejó caer como una hoja marchita.

La verdad es que la abuela María no había hilado una frase desde hacía cinco meses con nadie. En ese casi medio año siempre se encontraba sumida en un mutismo de Gioconda. Por eso le extrañó a Joel que se refiriera a su niñez, ya tan lejana para ambos. Por más que la observara y esperara a que dijera algo más, cualquier expresión consecuente, no salía una sílaba de su boca. Parecía estar postrada a perpetuidad en un oscuro silencio cavernoso. Al nieto le sorprendió esa afirmación tan rotunda, categórica. No iba mal encaminada, ya que en su familia estaba tachado de haber sido, a todas luces, un niño muy rebelde. «¿Y si la abuela, en esta fase de paulatino olvido, entrara en un ápice de razón, la justa para llegar a tal afirmación? ¿Y si en ese estado de obnubilación, una meridiana claridad repentina se le hubiera aparecido entre las sinapsis responsables de esa parte del cerebro reservada a los recuerdos a largo plazo? ¿Podía ser posible estar todo ese tiempo sin hablar para, ahora, de buenas a primeras, soltar esa frase que le llegó a lo más hondo del corazón de Joel?», preguntas que el nieto se hacía, sin encontrar respuesta plausible a esos interrogantes que le ofuscaban la razón.

Joel no se desesperó por ello, alguna interpretación sensata debían de tener esas palabras, algo que a él se le escapaba. No era ni mucho menos neurólogo, pero conocía bien a su abuela María y ella, por lo que parecía, a él también.

Estaba claro que la abuela no había dicho esa frase por decir, de lo contrario hubiera hecho otra observación cualquiera, algo más general, hablar por hablar sin un sentido concreto, por ejemplo.

Sí, le constaba a Joel que de niño fue rebelde.

¿Y?

Y cuando el nieto iba a diario a ver a su abuela María, tras esa recurrente frase que le causó sorpresa, esperaba encontrarla con un mínimo de lucidez como aquella vez. Quería que le sorprendiera al oírla pronunciar su nombre, Joel, con las cuatro simples letras, o que le dijera qué había comido, o cualquier cosa pertinente. Sin embargo, a petición de las auxiliares, no debía de hacerle demasiadas preguntas ya que eso lograría alterarla y la cansaría.

Lo dejó estar.

Cierto día, el nieto llegó temprano, más o menos eran las cuatro de la tarde. La habitación de su abuela, la encontró vacía. Ni siquiera una pieza de ropa encima de la cama. No quiso pensar en lo peor y preguntó a una auxiliar por su paradero. Joel respiró tranquilo al responderle que había recibido la visita de un familiar. Afuera llovía. Los podía encontrar en la sala de visitas. En dicha sala, una espaciosa estancia en mitad de un largo pasillo, se reunían en esos días desagradables los pacientes charlando con su familia, el que podía hacerlo.

Allí fue Joel, y encontró a su hermana con la abuela María, calladas las dos como en un sepelio. De su abuela se lo esperaba, no así de su hermana. El nieto, que todos los días le decía algo al verla y le contaba historias de la familia, no entendió la pasividad verbal de su hermana. Pero Joel, como siempre, la saludó con cariño, le besó las dos mejillas y le acarició las manos ásperas, se interesó por cómo había descansado, a pesar de saber que no le respondería.

Para sorpresa de Joel, su hermana adujo que se debía ausentar con urgencia. «¿Urgencia? ¿Qué es más importante que la abuela María? ¿Solo se merecía media triste hora? ¿Para esto ha venido?», se preguntó el nieto, y su hermana le dio dos besos a su abuela y se marchó aprisa, dejándolos solos. Joel era consciente que ahora podía estar más tiempo en su compañía a solas en espera de otra frase que le explicara por qué era tan rebelde. Solo de mirarla le asaltaban nostálgicas evocaciones: su infancia y adolescencia en su casita al borde del mar, su época de estudiante en la que era agasajado con fascinantes e inesperados regalos que le hacía en cada curso aprobado. Hasta el que le adelantó cuando se independizó, un viejo aparador de roble macizo, «Para que tengas mi herencia en vida, luego ya se verá», le dijo.

Las tardes soleadas, el nieto la peinaba a conciencia su cabello lacio y canoso. Le echaba su perfume preferido, Amor Amor de Cacharel, y salía con ella en una silla de ruedas a uno de los dos miradores del exterior, a ambos lados de las escaleras de la entrada principal, a solearse. Los miradores eran utilizados por la mayoría de los usuarios, sobre todo, en los días radiantes de cielo raso y de buena temperatura, donde se agradecían las caricias del sol y se divisaba el batir de las olas del mar. Entonces, Joel aprovechaba para leerle esa poesía que tanto le agradaba. Algo de Lorca, de Machado o de Bécquer. Para admiración del nieto, en uno de los versos de Lorca preferidos por la abuela María, esbozó una ligera sonrisa con la comisura de los labios. Le animó a Joel a continuar hasta el siguiente poema, decidido a sacarle un gesto más. Sin embargo, fue en vano. El nieto lo interpretó ahora no tanto como una mueca, sino como un acto reflejo. Solo le quedaba en la mente la frase que le oyó por primera vez, la que le aturdió, a la que se aferraba con todos los sentidos.

Joel, por motivos de trabajo, había espaciado las visitas a su abuela. Muy a su pesar ya no eran diarias, sino que se remitían a los días festivos. La abuela María lo recibía inmutable, sin un gesto que denotara ni alegría ni tristeza, solo un rostro cargado de ambigüedad. Cada semana que la veía la notaba más envejecida, las arrugas le comían la frente y el dorso de las manos, pero para él seguía siendo su abuela.

Si la climatología era desapacible para salir en silla de ruedas al mirador, su nieto se sentaba en una silla de escay a los pies de la cama junto a su abuela María y le leía amparado en la intimidad alguna que otra revista de cotilleo. A la abuela siempre le habían gustado las noticias que cubrían a famosos del cine, desde actores hasta directores. Joel le leía imperturbable una noticia tras otra sin obtener resultado alguno en el comportamiento de su abuela. Ni un gesto complaciente, ni un movimiento de los labios, ni un parpadeo.

Nada.

Pero no por ello el nieto dejaba de leerle las revistas. Le mostraba fotografías de yates frente a islas paradisíacas y de chalés en la montaña; de salones con chimeneas y de vestíbulos llenos de lámparas relucientes; de bautizos, de bodas y de funerales. A todas y cada una de esas fotos su abuela María no mostraba respuesta alguna, ni siquiera un ligero pestañeo. Aun así, a Joel, en el fondo, le quedaba la ilusión de ver algún signo de coherencia en su abuela.

La abuela María no estaba en condiciones de reconocer a nadie, por más que hubiera hilvanado una frase congruente aquella inesperada vez. A pesar de ello, el día de su octogésimo séptimo cumpleaños le dieron una sorpresa. Le llevaron a que conociera a su primer biznieto, el nieto con un solo mes del hermano mayor de Joel, al menos para que le acariciara su carita de porcelana o sus suaves piececitos.

El día amaneció radiante, y la tarde fue preciosa, por lo que salieron con la abuela al mirador. Las auxiliares sabían el día tan especial que era para la abuela María. La vistieron para la ocasión: un vestido estampado de flores de colores pálidos y una rebeca de punto morada. Cuando aparecieron sus allegados con una tarta, al nieto, que la había observado durante meses, desde el día de las convenientes palabras que le dejó atónito, le pareció ver en la cara de su abuela un rictus de placidez. Solo le pareció, ya que enseguida se le demudó el semblante.

Una vez en su habitación, se reunió toda la familia frente a la abuela María, ahora bisabuela de un bebé precioso, encendieron los dos números que indicaban su edad, apagaron la luz y le cantaron al unísono «Cumpleaños feliz». Al terminar la canción, todos esperaron a que soplara las velas, y lo único que hizo fue meter un dedo en la tarta y chupárselo. Encendieron la luz y, mientras le ponían a la abuela una ración en su plato, obviaron ese gesto infantil y su incapacidad para los actos más simples. Este incidente, Joel lo siguió con desazón, pues se esperaba alguna reacción positiva por parte de su abuela María. Algo tan sencillo para él como apagar los dos dígitos de un soplido. Pero la mente de la abuela no era como la de él, y eso tenía que reconocerlo.

Se derretía el año como un copo de nieve en un charco y con él la esperanza del nieto de oírle a su abuela una palabra, solo una, que le indicara que no era un vegetal, que tenía, a pesar de no hablar, sus pensamientos. Joel no quería imaginarse que su deterioro cognitivo avanzara a zancadas.

El último domingo de finales de año, víspera de los Santos Inocentes, el nieto madrugó. Fue a la carrera a la residencia para ver a su abuela María antes de que le dieran el desayuno. Esperaba verla aunque fuera una hora tan temprana. Había tenido el presentimiento de que iba a oírla hablar por segunda vez. Lo deseaba. Y no podía esperar a la tarde en que ya estaría cansada. Tenía que ser pronto, muy pronto, por si se acordaba de algún sueño sobre él. Pero como salió de forma alocada de casa, cerca de su destino, se percató de que se había dejado olvidado el móvil en la mesa del comedor, y no era cuestión de volverse atrás a por él.

Eran las ocho de la mañana, y en el pasillo, a dos pasos de la habitación de la abuela, le paró en seco una auxiliar a Joel, y no le dijo nada de que esas no eran horas de visita, sino que debía hablar con la directora. La amable auxiliar le acompañó hasta su despacho, tocó en la puerta y la directora abrió. La auxiliar desapareció. La directora le mandó pasar y fue al grano: «A las cinco y media de la madrugada ha fallecido su abuela». Al nieto, con esta fatídica noticia, le entró un ardor de estómago y unas náuseas repentinas. Le asfixiaba cada respiración. Joel se interesó por el paradero de su abuela María. La directora le dijo que la habían llevado al tanatorio, que ya se lo habían comunicado a toda la familia salvo a él, que no cogió la llamada del móvil por tenerlo fuera de cobertura o apagado. Le sugirió al nieto que podía llevarse todas sus pertenencias. La directora le dio sus más sentidas condolencias, y eso fue todo por su parte. Entonces, Joel se dio media vuelta y abandonó el despacho con la mirada clavada en las puntas de sus zapatos por miedo a que le vieran cómo le afloraban las lágrimas.

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