Señor, esto es para usted

Señor, esto es para usted

Luis Gentile

19/04/2021

No lo ví sonreír en toda la noche.

Iba y venía entre las mesas del bar con una actitud de mozo profesional tan servicial que compensaba su falta de simpatía. Todo el secreto estaba en el estilo con que se desplazaba y en la eficiencia con la que limpiaba las mesas y tomaba las órdenes. Noté que nunca tenía que confirmar nada. Aunque los clientes sólo murmuraran lo que querían, él jamás dudaba. Ni se inquietaba cuando los comensales cambiaban de opinión, o discutían entre ellos sobre el pedido. Aún en ese caso, apenas parecía haber consenso, el mozo se perdía con paso seguro hacia la barra. Y lo más extraño era que llamaba a todos por el nombre de pila, como si conociera a cada uno de los parroquianos, aunque muchos se sorprendían cuando el viejo camarero los nombraba.

Yo estaba solo. Era uno de esos sábados en los que uno tiene todo el tiempo del mundo. Noches propensas a la melancolía, a veces. Para colmo el bar era el de Gaona y Boyacá al que, por una casualidad, volvía después de muchos años. Pero ¿Sería realmente una casualidad? ¿Qué oscuro impulso hace que entre uno en un bar que puede estar lleno de recuerdos, cuando la ciudad misma está todavía llena de bares?

Lo cierto es que tampoco noté nada especial al hacer el pedido. Al menos al principio fue todo normal; pedí mis porciones de pizza y mi cerveza sin que el viejo camarero quisiera confirmarlo. Pero pasó algo que no había ocurrido en las demás mesas: por un segundo se quedó parado, mirándome. Fue solo un segundo. No lo habría notado jamás de no haber observado su comportamiento previo. Era algo sin la menor importancia, sin dudas. ¿Sería posible que fuera un antiguo camarero de hacía veinte años, y que me hubiera reconocido después de tanto tiempo?

En eso estaba pensando cuando llegaron los brasileros. La atmósfera del bar se transformó completamente. Eran unos veinte. Hombres y mujeres más o menos jóvenes, que ya entraron a los gritos. Atacaban a los empleados con preguntas, pedidos, gestos grandilocuentes y risas. Pero el mozo viejo ni se inmutó ni sonrió. En un minuto, no me explico cómo, dio instrucciones a su compañero y juntos unieron varias mesas, para armar una que los contuviera a todos. Incluso logró, con ademanes austeros pero firmes, que se mantuvieran sentados por un rato, cosa de ir tomando los pedidos de bebidas; misión que pese a gritos, protestas y discusiones; logró completar sin problemas. Y sin anotar absolutamente nada, les dio la espalda y se fue. Los brasileros hicieron silencio por un segundo, luego se miraron y comenzaron a reír y a gritar al doble del volumen inicial.

A esta altura, yo no era el único en observar este comportamiento. En la barra, un tipo que tomaba moscato con soda le hizo un gesto al de la caja señalando al mozo, pero el cajero ni lo miró; se limitó a asentir con la cabeza, como habituado a estos sucesos. A los más extraños prodigios nos acostumbramos si forman parte de nuestra rutina diaria.

-Señor, esto es para usted.

No lo había visto venir. El mozo estaba a mi lado, depositando en la mesa la bandejita con las porciones de pizza. Y hubiera jurado que, ahora sí, había sonreído por un instante.

Entonces comprendí. En algún lugar de mi inconsciente dormía ese recuerdo, pero esa frase terminó por refrescar mi memoria. Al fin y al cabo, uno no conoce mucha gente que pueda memorizar todo de esa forma, ni que pueda llamar a todo el mundo por su nombre, sólo por estar atento y oír las conversaciones. La típica frase de los árbitros al mostrar una tarjeta amarilla, me ayudó a encontrar aquello escondido en el fondo de mi memoria.

-Pero, vos sos… -intenté recordar.

-¿Quién soy yo? –preguntó el mozo, divertido, pero serio.

-¡Vos sos el árbitro Martínez!

-¿Vos decís?– El viejo prolongó por un segundo el suspenso, pero luego, palmeándome el hombro primero y señalándome después, agregó –Buena memoria, Diego.

Y era como Sinatra diciéndole a Palito Ortega que tenía linda voz.

Mientras comía mis porciones y bebía mi cerveza lo empecé a recordar (salvo que tampoco tengo derecho a emplear ese verbo). Como árbitro de liga amateur, ya a los veinte minutos del primer tiempo se sabía los nombres o sobrenombres de los veintidós jugadores. Así, si daba ley de ventaja o decidía no cobrar una falta, decía “siga, Chelo”, o para desestimar una mano casual: “¡siga! Claudio no la quiere tocar”. Y así era todo el partido. Si había un tiro libre y le pedías distancia de la barrera, el tipo te decía: “bueno, Turco, no juegues”, al tiempo que los hacía retroceder, llamándolos a cada uno por su nombre o apodo: “Cacho y Pablo, dos pasos más atrás, por favor”. En sus últimos años había desarrollado una tendencia a dirigir todo el partido desde el círculo central, así que de lo que pasaba cerca de las áreas no tenía la menor idea. Pero había jugado tantos partidos, que en su imaginación, más o menos tenía clara la jugada y sancionaba en consecuencia. Si alguien protestaba, procedía a explicarle la acción llamándolo por su nombre e incluyendo en el relato todos los de aquellos involucrados. Cuando el jugador, desconcertado, quería volver a la carga, Martínez ya había ganado ese par de segundos que necesitaba y había gritado: “¡Juegue!”, o “¡Siga!”, agregando el correspondiente nombre.

Un griterío me devolvió al bar: los brasileros estaban realizando el pedido de su larga mesa. Entre gritos y risas, todos parecían tener una pregunta. Uno incluso se paró, caminó hacia el mozo y señaló repetidamente algo en su propio menú, al tiempo que improvisaba un pequeño discurso en portugués. Pero cuando el barullo llegó a su máxima expresión, Martínez juzgó que ya había registrado todos los pedidos y se marchó hacia la barra. El que estaba parado a su lado lo siguió, convencido de que aún no lo habían escuchado lo suficiente, pero el mozo no le hizo caso; ya estaba pasando la orden a la cocina. En la mesa, otra vez, por un momento todos se callaron, y luego estallaron en carcajadas.

Su técnica, según habíamos reconstruido entonces entre los pibes del equipo, era oír con atención todos los gritos y conversaciones de los jugadores durante el partido. De ahí obtenía los nombres y apodos. Su memoria hacía el resto y, con el tiempo, ya recordaba los nombres de todos los jugadores de la liga.

También alguna vez habíamos compartido un trago. Es que siempre que organizábamos algún encuentro amistoso, Martínez era el árbitro obligado, si estaba disponible. Y en alguna de esas ocasiones, seguramente, fue que se quedó después del partido tomando algo con nosotros. Le gustaba el vino, creo recordar, y se volvía más locuaz tras un par de copas. De hecho, debía ser un tipo callado, salvo cuando tomaba o cuando dirigía un partido.

Yo quería evitar caer en la melancolía, pero esta serie de casualidades (pasar por el viejo bar y decidir entrar, encontrar allí a un viejo conocido), no estaban ayudando a lograrlo. Uno añora los viejos tiempos, casi siempre, porque representan la propia juventud. Eso no era malo. El peligro era que por esa pendiente se terminara en recuerdos de nombres y rostros queridos de los que el tiempo nos había separado. A veces un par de tragos logran que demos ese desgraciado paso. Claro que si hubiera seguido de largo en lugar de entrar al bar, no estaría en ese peligro. Por eso dudaba siempre de las casualidades.

Pero ahora el tipo de la barra, el que tomaba moscato, cambiaba de posición para mirar la mesa de los brasileros. Al igual que yo, había tomado la actuación de Martínez como si fuera un espectáculo gratuito, y se venía el momento culminante en que la orden de la mesa grande se estaba por entregar. Y allá fue el viejo árbitro, entregando platos y bandejas, pronunciando nombres en portugués, no equivocando nunca ni el plato, ni el nombre, ni la conexión entre ellos. Iba despachando uno por uno; los nombres exactos, casi murmurados.

– Salette… Joao… Maria…

Eran como veinte, pero Fernández dijo todos los nombres o apodos. Con uno sólo pareció no acertar.

– Eu náo sou Ronaldo –dijo el brasilero.

– Ya sé –le contestó en seguida Martínez. –Pero te parecés al gordo Ronaldo.

Era lo que todos estaban esperando. La mesa brasilera quedó en silencio unos segundos. Luego algunos comenzaron a aplaudir. De a poco todos los brasileros se sumaron, también el del moscato, que ahora miraba en torno como buscando complicidad, porque el de la caja seguía en lo suyo y no hacía el más mínimo gesto.

De ahí hasta el final fue un paseo de Martinez; los brasileros se peleaban para sacarse selfies con él. Incluso resultó que algunos estaban vinculados con la delegación del Inter, que había venido a jugar contra Boca por la Libertadores, así que uno hasta obsequió un banderín al viejo referí. Por un momento la pizzería se había descontrolado. Los brasileros y las brasileras iban de un lado a otro, hablando con gente de otras mesas. El tipo del moscato comenzó a comentar el partido contra Boca, y terminó también metido en medio del grupo.

Pero así es la cambiante rutina de los bares. Una hora después los brasileros ya se habían ido, y quedaban sólo unas pocas mesas ocupadas.

Aproveché para pedir otra cerveza.

– La casa invita –me dijo Martínez cuando me la trajo.

– ¿Vos podes…? –dije, señalándole la mesa, como invitándolo a sentarse.

– Sí, claro –dijo el viejo árbitro haciendo un gesto al tipo de la caja –ya está tranquilo. ¿Cómo andás, Conejo, tanto tiempo?

Ahora era mi turno de reírme. No lo podía creer.

-¿Te acordás el sobrenombre, también?

Martínez se encogió de hombros, como restándole importancia al asunto. Me preguntó, rutinariamente, si veía a alguno de los muchachos. Hablamos un poco de las ligas amateurs en general, un poco de fútbol profesional, también. Por supuesto, recordaba a todos los jugadores de todos los clubes, así que la conversación podía durar horas; era como estar con una enciclopedia del deporte.

Pero él debía volver a su trabajo, así que comenzamos a despedirnos. Martínez ya se levantaba para irse. A pesar de mis temores, había sido un buen momento, después de todo. El recuerdo de viejos compañeros de equipo, e incluso el recuerdo del viejo bar, no habían estado tan mal.

Así debió terminar. Al fin y al cabo, Martínez ya se estaba poniendo de pie.

Cuando de repente, sentí la imperiosa necesidad de desafiarlo. Justo a él, el referí más memorioso de la historia, el que contratábamos para los amistosos, el que se quedaba a beber con nosotros.

-Pero, Martínez –le dije, tratando de captar su atención, porque ya se iba -¿Vos te acordás para qué equipo jugaba yo?

El no hizo un solo gesto. Tal vez hasta se había ofendido por mi duda. Terminó de incorporarse, se acercó a mí y, con la mano en mi hombro, me dijo casi al oído:

-Conejo, vos jugabas para Ateneo Sarandí, al 6 le decían el Mariscal, y vos eras el dos. Y estabas muy enamorado de una chica, Karina.

Hizo una pausa, como sopesando el último comentario. Luego se decidió:

– ¿La seguiste viendo a esa chica?

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