Era diciembre…

Era diciembre…

Vero Bert

18/04/2021

Era diciembre y muy temprano. Comenzaban a escaparse de la cocina los primeros aromas y sonidos del día: vahos con olor a leche tibia y delicioso café; el ruido inconfundible de un fuerte chorro de agua escurriéndose por el drenaje del fregadero; el musical entrechocar de platillos, cucharas y tazones; chapoteos de trapo de piso que alguien sumergía con gran ímpetu dentro de un balde; el suave perfume de un producto de limpieza…

Cálida y dorada como nunca, la mañana comenzó a colarse, atrevida, por las rendijas de la persiana. Sobre la pared del humilde cuarto, el sol proyectaba decenas de alegres lucecitas bailarinas que enseguida comenzaron a jugar con las sombras. Poco a poco, fueron ganando espacio y, pronto, llegaron hasta la almohada sobre la que dormía plácidamente una persona.

Al sentir la tibieza del rayo de sol sobre su rostro, Juan Pablo se despertó. Dio media vuelta sobre la cama y se restregó los ojos repetidamente. El sueño había llegado muy tarde… A decir verdad, tenía la sensación de haber permanecido despierto casi hasta la madrugada. Estaba muy cansado. De pronto, recordó: ¡Hoy es el gran día!

Una incontenible felicidad comenzó a desbordar su corazón adolescente, fluyó a través de sus venas, recorrió todo su cuerpo y asomó finalmente por sus ojos de desvaído gris. Se quedó un rato más en la cama, sonriendo e imaginando cómo sería el devenir de ese día tan esperado. Luego de unos minutos, se puso los anteojos, retiró sábana y cobertor hacia un costado y se levantó.

Ya en el cuarto de baño, se aseó y afeitó con el mayor detalle. Volvió a la habitación. Levantó la chirriante persiana de madera, deslizó ambos paños de la cortina hacia los lados y abrió de par en par las hojas de la ventana para recibir la brisa y el cálido sol sobre la cara. Cerró los ojos durante unos segundos e inhaló profundamente el aire fresco. Se dirigió hasta la silla donde estaba su ropa y terminó de vestirse: camisa celeste, pañuelo al cuello y pantalón planchado, de raya perfecta. Se calzó la gorra y, al fin, enfiló hacia el comedor silbando la vieja cancioncilla de su padre.

Siempre, en los momentos más felices, la música lejana de su querido aita despertaba en su memoria y resonaba en su mente. Podía verse a sí mismo, muy pequeño, embelesado por el rústico semblante de ese endeble y flaquísimo hombre de bigote y boina, de semblante sombrío y de mirada esquiva, que silbaba para el hijo y también para sí mismo aquella triste melodía euskalduna.

De pequeño, podía percibir algo, no sabía qué… un sentimiento que entonces no llegaba a descifrar. Pero ahora, que veía con nitidez a su padre en el recuerdo, comprendía que aquella canción tenía, sin duda, la propiedad de transportar al pobre hombre hasta la aldea de su niñez. Rodeado de montañas boscosas y poblado de ovejas, el mínimo y agreste caserío salpicaba las piedras. Allí, los habitantes veían pasar los años entre el humo del horno de ladrillos y el trabajo agotador que, en aquel tosco lugar en donde el rezo estaba siempre presente y el mendrugo era escaso, no encontraba pausa.

En su ensueño, el hombre, esqueje en tierra extraña, añoraba su pobrísima y castigada infancia pastoril, dichosa y despreocupada a la vez. Tiempos de felicidad y sacrificio que evocaba en las escuetas historias que, solo en contadas ocasiones, compartía con los hijos. Ahora pensaba que quizás, de manera inconsciente, el padre pretendía no dejar al descubierto cuánto extrañaba sus raíces, a la esposa muerta, su patria y sus costumbres… Quizás. 

Cuando falleció, Juan Pablo todavía no había cumplido los 10 años. ¡Cómo había llorado su partida! Con el paso del tiempo, había comprendido que algunas personas jamás se van del todo… Mantienen viva su presencia en los rincones de las casas y se presentan, de pronto, en un chirriar de puerta que se abre, en el olor de la menta y del tabaco, en el sabor de un pobre caldo de verduras, en el incesante piar de las avecillas que asoman sus ávidos picos en los nidos.

Hoy, en especial, era uno de esos días en que sentía muy de cerca la presencia de su aita. Contento, entró al comedor. Se ubicó en el lugar de siempre y bebió despacito el humeante tazón de café con leche. Comió una rebanada de pan con manteca y luego, con el diario bajo el brazo, partió rumbo al parque que la siempre atenta primavera había perfumado con las más diversas fragancias. Embriagado de emoción, buscó un banco sombreado, se sentó y simuló —en un gesto infantil— leer con atención.

En sintonía con la singularidad de ese día en particular, el tiempo se había tomado muy en serio su acaso de eternidad. Las agujas del reloj se movían de forma lenta y minuciosa, como saboreando, en cada espástico desplazamiento sobre la esfera del reloj pulsera, hasta la última milésima de segundo. 

Por su parte, la mañana no podía ser más hermosa. El astro rey se había esmerado y lucía en todo su esplendor. Solo unas pequeñísimas nubes se habían animado a romper el azul plácido del cielo para surcarlo con deliberada parsimonia, como si hubiesen planeado ese fugaz pasaje con el único objeto de espiar la escena que, en breve, acontecería en aquel quimérico vergel.

Mientras tanto, Juan Pablo rememoraba una a una las simplezas de su vida, desde su niñez hasta el momento en que había llegado a este lugar donde ahora se encontraba…

Por cierto, el día de la mudanza no estaba dentro de sus mejores recuerdos. Había tenido que dejar su casa de tantos años, sus gastados utensilios de cocina, su mesa, su plato, su pequeño ropero de cedro, su cama… Se había despedido de sus vecinos de toda la vida, con quienes solía compartir cordiales conversaciones por encima del cerco. Le había dicho adiós a su adorada huerta, a sus malvones, a sus preciosos jilgueros… ¡Oh, sus jilgueros!

Luego del accidente y después de aquellas insípidas, tristes semanas de hospital que habían desequilibrado y agotado a la poca familia que le quedaba, sus sobrinos, entendió que, claramente, había llegado la hora de tomar una determinación. Esta implicaba todo un cambio de vida que aceptaría sin chistar, pues sabía que, tarde o temprano, debería afrontar el hecho de que ya no podría bastarse por sí mismo. De modo que, una tarde, acomodó sus pocas pertenencias en la vieja valija, dio por última vez llave a la puerta, pidió un taxi y dejó atrás, de un solo golpe, toda su existencia. Un dolor como este pensó—habrá sentido aita al alejarse el barco

Tenía que reconocer, sí, que todos lo habían recibido con cariño. Si bien al principio había extrañado horrores su rutina de carpir la tierra, quitar las malas hierbas, cosechar las verduras de estación y, sobre todo, alimentar y mimar a sus jilgueros, pronto encontró su espacio en el nuevo lugar. De a poco, comenzó a vincularse con los demás residentes. Las reuniones frente al televisor de la sala principal, donde siempre surgían picantes comentarios políticos y se ponían al día con las noticias de actualidad, se le hicieron agradables. También disfrutaba de las picardías propias de las partidas de mus que, después de la merienda, animaban sus tardes y las de sus nuevos amigos.

Siempre había sido un solitario. De niño, y después de joven, el sufrido trabajo rural le había acostumbrado a gozar de muy pocos momentos de descanso y nula actividad social. En algún momento, frecuentó con sus hermanos los bailes pueblerinos. Aun así, se mantenía más bien apartado de los demás jóvenes y se retiraba temprano para volver al tambo. Más adelante, un desengaño amoroso lo había llevado a desestimar cualquier ilusión de formar una familia. A partir de entonces, dejó de lado las salidas y se volcó de lleno a sus quehaceres en el campo. Compró un terreno, levantó una pequeña casita en el pueblo, se instaló allí y entregó la vida entera a su huerta y a sus aves. Después sobrevino la caída y la fisura en la cadera. Pronto entendió  que la vida en soledad se tornaría insostenible y decidió, sin más, su ingreso al establecimiento actual.

No fue fácil. En algún punto, todo se volvió otra vez una rutina. Hasta que, un día, llegó ella… Ana. Ana, la mujer más bella del mundo. La más dulce, la más buena, la única capaz de conmover el casto corazón de alguien que, como él, había aceptado con resignación su sino de ermitaño y pasaba por la vida de forma poco menos que invisible, sencilla, despojada; casi como un penitente. 

Con ella, el mundo era diferente. Ana lo escuchaba y comprendía. Tenía el oído atento y el don de la palabra justa, la palabra que calma, que acaricia. Conversaban todas las mañanas bajo la glorieta. En esas charlas interminables viajaban por el mundo, descubrían maravillas y reían como niños. También suspiraban mucho… Mucho. Pero allí estaban los dos, en aquel pequeño universo, pendientes el uno del otro, deshilvanando alegrías y tristezas que, compartidas, adquirían un mayor encanto, o quizás algún alivio.  

Pero hoy… había llegado el gran momento. Se encontraba allí, ahora, esperándola inquieto en el banco del parque.

Cuando al fin Ana abrió la puerta de la galería y se encaminó hacia la florida magnolia, Juan Pablo creyó escuchar en el canto de los pájaros la sinfonía de amor más maravillosa jamás compuesta. La reina de las mujeres —¡qué bien lo había proclamado el poeta enamorado…!— paseaba entre las flores del jardín con un andar lento y majestuoso, disfrutando del escenario que la naturaleza, cómplice, había decorado especialmente para la ocasión.

Aguardó unos minutos. Cuando el momento le pareció oportuno, dejó el diario sobre el banco y se acercó a su amada, acompañándola en su paseo matinal. Le habló largamente de su amor por ella; abrió el cofre de su corazón y, volteándolo, dejó que cayeran desde su aterciopelado interior los sentimientos más preciosos y delicados, cual finísimas perlas de un desgranado collar. Cuando ya no hubo más tesoros con que ofrendar a la sorprendida Ana, le pidió ilusionado que se convirtiera en su esposa.

Ella lo miró un instante. Sin pensarlo demasiado, le respondió incrédula:

—Por favor, don Juan… ¡Déjese de pavadas…! ¡A nuestra edad!

La anciana se alejó pausadamente, mientras que para Juan Pablo —o don Juan, como lo conocían en el asilo— la gloria se trocaba en desconsuelo. Volvió arrastrando el alma a su austera habitación de geriátrico estatal y, quitándose las pobres zapatillas, se tendió sobre la cama.

Cuando la mucama pasó a buscarlo para el almuerzo lo encontró sin vida, las manos sobre el pecho, el rostro bañado en lágrimas, la mirada perdida.

—Murió el viejito de la catorce… —avisó.

En el parque, los zorzales y los jilgueros interrumpieron su canto y se posaron en silencioso duelo sobre la magnífica magnolia que, atribulada, esparcía los pétalos de sus níveas flores sobre el cuidado césped.

En tanto, el inescrupuloso viento decembrino volaba una a una las hojas del diario que, olvidado, agonizaba sobre el banco despintado del jardín. 

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