La casa tenía un enorme jardín en el centro de Kyoto donde todos los febreros florecían cerezos que enmarcaban con colores y aromas al poblado.

Un día de febrero en ese marco nacía una niña a la que nombraron ( o nombro su abuela) Chong Wu. De grande pensaría que su preferencia por las fragancias provenía de haber olido en el mismo parto los dulces cerezos en flor.

Su padre era un apasionado de la música clásica, sometido a los caprichos de su esposa, su hermano un ser bondadoso y tierno atrapado toda su vida en la tela araña de su madre y ella que desde que nació tuvo la costumbre de dejarse llevar por su instinto, no tomo leche del pecho materno cuando vino al mundo, fue la hija no querida, pero a diferencia de lo que se cree habitualmente, esta condición de no ser amada por su madre, en lugar de destruirla, la ayudo a liberarse, pero al mismo tiempo sumergirse en un casi eterno laberinto por donde se perdería hasta la vejez.

Habían transcurridos muchos años desde el momento en que Chong Wu supo de esas zonas oscuras, fue a los 12 años cuando sintió por primera vez que aquello que suponía de una manera era lo opuesto, secretos, mentiras que circulaban como agua en el rio, sin parar, fantasmas ocultos.

Ahora se encontraba en posición de sentarse a ser la observadora de como todo se iba des-construyendo.

Su padre muerto hacia años, su madre longeva viviendo con su hermano en una burbuja apenas penetrable en Otsu, a unos 25 minutos en tren, la distancia era corta aunque parecía que los separaba un mundo entero.

Nunca dejo de comunicarse, hablaban cotidianamente en cortos llamados telefónicos, algo de esa familia primaria, un lazo de afecto quedaba. Le daba alegría y cierta tranquilidad escuchar la voz de su hermano y muy pocas veces la de su madre que estaba envejeciendo sin que ella pudiera acompañar el pasaje de la vida hacia la muerte, las excusas para no verla ya no dolían, lo que dolió en algún momento se trasformó en aceptación y en cierta compasión, otorgándole la paz que nunca había tenido.

Transcurrían tiempos difíciles, una pandemia azotaba al mundo entero, gente que enfermaba y muchos morían en soledad sin poder escuchar siquiera, como lentamente se apagaba el ritmo de la respiración del ser amado.

Tiempos de guardapolvos blancos que caminaban apurados, casi corriendo por los pasillos de los hospitales, exhaustos e impotentes de atender el dolor de los que ya no eran ajenos, no había pacientes desconocidos, porque la pandemia hizo que de alguna manera terminaran siendo una familia, compartiendo el gran duelo de la humanidad, entre barbijos y distancia.

Chong Wu sabía con certeza que nada iba a poder ser igual, algo de la espontaneidad se había perdido para siempre, nada regresa a estados anteriores, penaaba, solo quedaría el recuerdo, como paso con sus antepasados en Nagasaki, el recuerdo de lo que parecía haber sido otra vida, una vida donde el brillo de las miradas era luminoso y los niños se tiraban a nadar al rio desnudos.

Otra vida, musitaba, mientras vivía el duelo de sí misma.

Irónicamente en medio del desastre, se sentía cada día más creativa, no solo salía a caminar por los jardines, cruzando puentes y templos, sino que también leía, escribía, de vez en cuando abría alguna partitura y deslizaba sus largos dedos sobre el teclado del viejo piano, ya desafinado.

Por fin pudo salir del gigante laberinto en donde se había encontrado encerrada. Paradojas de la vida.

Ella también podía ser una víctima más, era conciente, pero el sufrimiento en lugar de deprimirla y subyugarla, la ponía desafiante y a pesar de sus años, recobraba fuerzas y aun podía vislumbrarse el brillo en sus ojos, la postura de su cuerpo era consistente y erguida, con cierta dejadez de melancolía, casi imperceptible.

La pandemia no dejaba de matar gente, desde hacía más de un año, pero a la vez regalaba energía a la naturaleza, era increíble que lo cerezos se renovaban cada tres meses, en lugar de dos veces al año, su aroma se potenciaba en dulzura, al amanecer la despertaba cantos de pájaros desconocidos y hasta los rayos del sol parecía darle una luminosidad distinta, unificando cada rincón armoniosamente, rompiendo con la ambigüedad que reinaba entre vacunas y diferentes cepas que invalidaban todo lo previsto, vida-muerte unificadas, tiempos de incertidumbre, un circulo sin salida aparente.

Chong Wu, se encontraba fuera, abierta y ayudando a todos aquellos que recurrían a su sexto sentido, a estas alturas muy desarrollado, siempre con una escucha atenta, conservaba la intuición como herramienta de comprensión, era raro que existiera algo que pudiera sorprenderla, todo era diáfano y agradable, en medio del Gran sufrimiento.

Una tarde de agosto observando el Koyo (colores de otoño), desde su jardín casi hipnotizada veía como todo se transformaba en paisajes rojizos de los arces, amarillo de los Ginkgos, junto con el verde de las hojas perennes, en algo que en su conjunto era indescriptible con palabras.

Cada otoño en agosto el mismo ritual. No era ajeno esa forma para ella de recordar el dolor que causo la muerte de sus abuelos, tíos, gran parte de su familia, de niños, de desconocidos que se encontraban viviendo en Nagasaki, arriba, en las montañas, que cada día, bajaban al centro para ir a trabajar, los niños al colegio los enfermos a los hospitales, fue el fin de la segunda guerra.

Hoy viendo los colores rojizos de los arces se le venía a la mente recuerdos no vividos pero si sentidos en el inconciente colectivo, del mar de fuego rojo que en un segundo invadió el Koyo transformándolo en un infierno.

Suspiraba Chong Wu, profundo y largo, varias veces hasta sentir que salía esa opresión de su pecho y volvía a conectarse con la hermosura, mientras fumaba un cigarrillo, en su jardín cargado de hojas que iban cayendo de a una, formando diferentes dibujos, parecía un cuadro de espesa alfombra, que daba pena pisar.

Era el único cigarro que fumaba en el día, no siempre.

Ese otoño en particular el clima aún estaba tibio, por lo que decidió salir a caminar, como lo hacía casi todas las mañanas, esta vez más temprano, tomo un café, se puso un jogging suave de color gris oscuro, hacía mucho tiempo que ya no usaba colores vivos, sus piernas apuraban los pasos y en un momento se encontró casi corriendo, paro, no por cansancio, sino porque le vino a la mente el recuerdo de su abuela, cuando miro a su alrededor descubrió cantidad de akizakura, de todos los colores, llamadas también flores del cosmos, y los rojizos higanbana, lirios arañas, ella identificaba los momento por los aromas y ese aroma le dibujo la imagen de quien le había regalado su nombre.

La abuela se llamaba Akiko, que significa mujer que brilla con luz propia y así era ella…cuando Chong Wu veía venir a Akiko, sentía que todo a su alrededor se iluminaba, no hablaban mucho, su comunicación era como una especie de complicidad en las miradas con risas espontaneas que las contagiaban, jugaban siempre con varios juegos pero había uno preferido por las dos, se llamaba Fukuwarai, o cara de la risa, confeccionada de cartón duro tenía por separado sus partes y se trataba que sin mirar, el jugador coloque los ojos, la boca, la nariz etc….cuando se destapan los ojos y veía en que lugares aparecían las partes de la cara, provocaba risas…muchas veces la boca se encontraba en la nariz, y viceversa.

Era sagrado en su estadía en Kyoto ir por las mañanas a caminar para visitar viejos templos, la llevaba de la mano, en silencio, solo se detenía en algún jardín para hacerle explorar a la niña los aromas de las flores e identificarlas con su nombre….

Esa mañana Chong Wu estaba haciendo el mismo recorrido, se emocionó y con tristeza imagino esa gran bola de fuego que la había convertido en absolutamente nada a esa mujer que vivía en las montañas de Nagasaki. A esa mujer que amaba como nunca pudo a su madre.

No continuo caminando, la nostalgia la tomo por la espalda, el pecho, la cabeza, por todo su cuerpo y sentía que no podía dar un paso mas, estaba atada al dolor.

Llego exhausta al umbral de su casa donde dejo sus zapatillas, entro descalza a tirarse en el sillón hamaca que aún conservaba, hasta quedarse dormida mientras los nudos de penas se fueron desatando entre sueños de mares gigantes que descansaban sus olas a las orillas de los pies de una niña sin cara.

Chong Wu desde hacía tiempo no pensaba en tener relaciones románticas, eso pertenecía a otro momento, lejano de su vida, le causaba hasta cierta obscenidad solo imaginarse íntimamente con un hombre.

Una noche sumida en la oscuridad, escuchaba el ruido de la lluvia cuyas gotas golpeaban el alero del techo, cerro sus ojos y su mente se traslado al viaje que de joven había hecho a Tokio, con la idea seguir sus estudios de música, pero quedo cautivada por esa inmensa ciudad con luces de Neón, teatros, música moderna, descubrió un mundo distinto, amplio. Abrió los ojos y todo recuerdo desapareció, no le gustaba vivir en el pasado le causaba cierto temor que apareciera lo que ya tenía doblegado y no podía salir a la luz.

En Tokio había conocido a su único amor, Hiroshi, un hombre que la deslumbro apenas lo vio en una reunión que se hizo en la casa donde estaba parando por unos días, no habían hablado en toda la noche, solo cruzaron una mirada de complicidad ante el aburrimiento que ambos sentían, Hiroshi se acercó y la invito a salir, ella no dudo ni un segundo, algo la había atravesado como un rayo, fue mutuo, luego lo confesaron, no se separaron durante toda la estadía de Chong Wu en Tokio, que se fue haciendo cada vez más extensa con la excusa de diferentes cursos que jamás tomaba…encontrarse con ese olor, esa piel suave, esa mirada perdida, la embriagaba, le producía un estado de nerviosismo que no podía manejar, comenzó a invadirla cada vez más el miedo, miedo a perderlo, a que la dejase de amar, a no sentirse bella para él, fue tan inmenso ese amor que no supo que hacer, regreso a Kyoto. Huyo.

Durante más de 30 años no supo nada de Hiroshi, que había quedado destruido de dolor por el abandono y su desconcierto.

Un día , visitando el Templo de Kiyomizo-dera, lugar que iba por las vistas al valle y a la ciudad de Kyoto, se sento Chong Wu a meditar, ya con sus cabellos plateados y su tez suave como la seda, distraída levanto la mirada hacia el templo y vio a Hiroshi parado tan cerca, que casi podía tocarlo, sintió que su corazón se detenía y se aceleraba al mismo tiempo, igual que cuando lo conoció, hubiera querido gritar su nombre, abrazarlo, pedirle perdón… algo la detuvo.

Hiroshi se perdió entre la gente.

Chong Wu, volvió despacio hacia su casa, sus pies parecían que no tocaban el piso de tan liviana que se sentía, su corazón lleno de gratitud agradecía ese amor eterno, intocable, que llevaría para si como lo más preciado.

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