A pesar de las arrugas, seguía pareciendo una actriz de Hollywood recién salida de alguna película de los años 40. Mantenía la sonrisa intacta, a pesar de esos dientes de menos que no conseguían desmerecer en nada la belleza pasajera de quien lleva mucho tiempo en esta Tierra. Destacaba entre el conjunto de los ancianos por esa mirada penetrante, tan diferente al resto de ojos perdidos que la observaban desde todos los rincones.

Malena se acercaba dubitativa hasta el banco en el que descansaba la hermosa protagonista de una historia interminable. Cada paso hacia adelante, se acompañaba de un pequeño retroceso. No sabía si quería llegar o alejarse. Se sentía atraída por la presencia de aquella mujer, aun ignorante del efecto que provocaba, y a la vez deseaba salir corriendo hacia un terreno más próspero y seguro que el barro estriado de aquel jardín.

Sin darse cuenta, había alcanzado el lugar donde la estrella relucía.

– ¡Pero mira quién ha venido a verte, Matilde!

Aquella enfermera la había delatado. La imponente señora se percató al fin de su inquieta presencia, con un gesto amable que invitaba a acercarse. Aquello no significaba, sin embargo, que supiera identificar a la persona que tenía en frente.

– Hola, bonita. ¿Te sientas conmigo?

Malena nunca podría negarse. Se colocó al borde del asiento, con el torso flexionado hacia ese cuerpo quejumbroso posado a su derecha. Se quitó las gafas de sol en un intento por despertar su consciencia, y permaneció en silencio a la espera de que ella iniciara la conversación. Estaba ansiosa por averiguar lo siguiente que diría.

– Hoy tengo muchas ganas de charlar con alguien – aseguró Matilde – ¿Sabes por qué?

Negó con la cabeza para que continuara su historia.

– Verás, ayer me visitó mi madre. Hacía mucho tiempo que no hablábamos. Me contó que ya tiene terminado mi vestido para las próximas fiestas. Le ha costado mucho, y no hablo sólo de dinero. Ella es una profesional, y le gusta que todo esté perfecto, hasta la última puntada. Yo no sé si me quedará bien, ya no tengo el mismo tipo de antes, pero no quiero parecer desagradecida después de todo el esfuerzo. La tela es preciosa. Las flores son del mismo color, ¿lo ves?

Extendió la mano como si quisiera que se la besaran, y vio que temblaba de manera casi imperceptible. Tenía las uñas pintadas de un rojo oscuro, un tanto granate, pulcro a la par que elegante.

– Esto lo ha hecho mi nieta. Se le dan muy bien…las cosas para ponerse guapa – sonrió con nostalgia, como si recordara – Ella tiene el pelo rubio oscuro que siempre se la aclara con el Sol. Le gusta mucho recogerlo en una trenza. Es muy coqueta.

Malena lamentaba de veras haberse teñido hacía poco. Entre la mascarilla ahora permanente y ese aspecto de pelirroja falsa, parecía que fuera de incógnito a una cita incómoda.

– Mi madre también me contó que Jaime Vargas ha preguntado por mí esta semana.

Después de las últimas palabras, notó que se sonrojaba. Los ojos le brillaban de una manera especial, como si fuera una joven enamorada a la que ronda el muchacho más apuesto del pueblo.

– Ella me lo dice porque quiere que no me precipite – prosiguió Matilde – Estas cosas hay que hacerlas bien, que son para toda la vida. Yo creo que él tiene intenciones serias, ya me lo ha insinuado alguna vez. En el fondo es una buena persona, y no tiene la culpa de lo que hiciera su familia.

Malena estaba de acuerdo. Jaime Vargas había sido un gran hombre; y lo que era más importante, aunque Matilde todavía no lo sabía, también había sido un marido atento y cariñoso, que nunca se separaría de su lado.

– Tendrás que perdonarme. A veces soy una maleducada. Me pongo a darle a la húmeda, y ya no paro. Cuéntame algo tú. Creo que no nos han presentado.

Había practicado esta misma escena en miles de ocasiones, pero todavía le costaba aprenderse el papel. Nunca se le había dado bien la actuación. Se ponía nerviosa en los momentos de tensión y no era capaz de colocar dos palabras juntas. No estaba segura de poder contestar ni a las cuestiones más sencillas. De hecho, ahora tuvo que pensar en su nombre como un término recién inventado.

– Me llamo Malena.

– ¡Qué bonito! Yo tenía una tía que se llamaba así. Murió hace muchos años, claro. Siempre quise llamar a mi hija en su honor.

Sin embargo, nunca pudo cumplir su sueño. Matilde no estaba segura, pero había sido una orgullosa madre de tres hijos varones. En la actualidad, sólo dos quedaban con vida. El tercero había desaparecido hacia tan solo un par de meses, sin que ella hubiera podido despedirse. El nuevo virus no dejaba espacio para el adiós. De todas formas, quizá era mejor de este modo. Así, ni siquiera se había enterado de que su corazón se había roto en mil pedazos.

– ¿Y a qué te dedicas, Malena? – Indagó Matilde – ¿No serás peluquera?

Tenía una mueca extraña en la cara. Por supuesto, no le gustaba demasiado el estilo de su corte de pelo, aunque quisiera parecer amable.

– En realidad soy enfermera. Trabajo en un hospital, cerca de aquí.

– ¡Vaya! Es una profesión muy bonita. En mi casa, también hay alguna. La chica que te ha saludado antes, creo que ella también lo es. ¿Te gusta lo que haces?

Volvía a quedarse sin palabras. Cuando terminó el instituto, ya se había percatado de que no podría elegir cualquier otra carrera. Lo suyo era vocacional. Además, era muy buena en lo que hacía, y todo su equipo avalaba esa afirmación. Siempre se había sentido respetada y apreciada por su labor.

Pero el último año había sido el peor de todos, no cabía duda. Estaba muy cansada, tanto física como emocionalmente. Dormía mal por las noches y tenía pesadillas recurrentes. Se encontraba en un estado de alerta continua que no le dejaba pensar con claridad, y por ello, empezaba a cometer más errores de los que nunca se había permitido. Esto también minaba su moral, ya que era muy consciente de que, al trabajar con personas, debes ser lo más concienzuda posible. Ahora, los cuidados eran algo más que precarios, y Malena se veía a sí misma sobrepasada por la situación.

– No pareces muy feliz. ¿Te pasa algo, niña?

– Estoy algo cansada. Eso es todo.

Con una alta probabilidad, ni la olvidadiza de Matilde era capaz de tragarse una mentira tan poco creíble. De todos modos, no quiso insistir. Eso habría sido muy poco educado, y valoraba el saber estar por encima del resto de cualidades humanas.

– Cuando yo era joven, también estaba cansada muy a menudo. Teníamos un negocio. Abríamos muy temprano, para hacer el pan, y luego cerrábamos tarde para aprovechar los últimos clientes antes de que se fueran a casa. Siempre cargando peso. Por eso me duele tanto la espalda. Cuando nacieron mis hijos, siempre los llevaba conmigo porque les encantaba que les paseara en brazos por los pasillos de la tienda.

A Malena le sorprendía como aquella mujer podía navegar de forma tan irregular por los recovecos de su memoria. Hacía viajes astrales por los pasadizos de sus recuerdos, y conseguía que compartieran el mismo espacio y tiempo personajes que nunca habían coincidido en la vida real. Un momento podía ser joven soltera, y al siguiente, madre de familia numerosa.

No siempre había sido así. Al comienzo de su enfermedad, tenía largos instantes de lucidez que aprovechaba para impartir órdenes a diestro y siniestro. Con esos aires de diva, siempre había logrado que el mundo se pusiera a sus pies. Era como una reina conquistadora que se olvidaba de sus antiguos éxitos militares, a los cuales se había entregado en cuerpo y alma.

– ¿Y de amores? – Preguntó esperanzada – Esos dan más alegrías.

– Para algunos, tal vez. Yo estoy divorciada – Comprendió que ahora Matilde se sentía algo violenta, y quiso tranquilizarla – Pero ahora me encuentro mucho mejor.

– Sí, es raro pero eso ocurre. No quiero molestarte; eres una chica tan simpática. Pero a mi cuesta entender esas historias. Las cosas han cambiado tanto, y yo en el fondo me alegro. Si tuviera una hija…

– ¿Qué le dirías?

Tuvo que detenerse unos segundos para poder pensar.

– Que no hiciera lo mismo que yo. Un día eres una tienes toda la vida por delante, y al siguiente te encuentras en el tiempo de descuento. Y no eres consciente de cómo ha ocurrido.

– ¿Qué harías diferente? – Ahora estaba genuinamente interesada. Matilde siempre había defendido ser muy feliz con sus elecciones vitales. ¿De qué se arrepentía?

– Volvería a la escuela. ¡Era tan feliz en el colegio! Y no se me daba nada mal. Mis profesores decían que tenía mucho talento para los números, y eso me sirvió durante los años que estuve en la tienda. Pero, ¿quién sabe? Quizá habría sido enfermera, como tú.

Malena casi podía imaginarla tal y como ella se describía. A su mente, llegaron miles de imágenes en las que percibía a la mujer que tenía delante como alguna de sus compañeras. Codo con codo, salvando vidas.

– Sobre todo, habría tenido mi propio dinero. Porque la tienda no era mía, ¿sabes? Todo se lo debías a otra persona. Me gustaría que mi hija no se sintiera así. Pero creo que hay que ser feliz con lo que se te ha dado, que nunca es poco. Ahora tenéis más oportunidades, y todavía cuesta ver lo afortunados que somos de estar hoy aquí.

Malena echó un vistazo a su alrededor buscando esa mismo inspiración, y en seguida notó que había demasiado movimiento en el jardín. Llamaron a la cena.

– Bueno, Matilde. Tenemos que irnos – La misma cuidadora volvía a separarla de su nueva amiga – ¿Has disfrutado de la visita?

– Mucho. Por favor, vuelve a verme pronto – continuó, dirigiéndose a Malena – Me recuerdas tanto a mi nieta. Deberíais ser amigas. Hasta pronto.

Se despidió con ese aire de heroína de novela que busca nuevos escenarios en los que poder demostrar todo su talento. La gente saludaba su estela, agradecidos de poder participar por unos instantes en su historia, aunque ella se encontrara ya en un lugar más allá del bien y del mal.

– Yo creo que aquí se encuentra muy feliz.

Malena permanecía en silencio, tras las cariñosas palabras de alivio del personal de la residencia. Siempre había confiado en ellos. De alguna manera, se sentía reconfortada por el ambiente tranquilo y apacible del lugar, como si ya se hubiera marchado la tormenta, y pudieran descansar.

Dio las gracias, y fue con paso seguro hacia la salida. De camino, tenía que sobrepasar la cristalera del comedor. Ante sus ojos, una última y veloz imagen de Matilde. Esta también miraba en su dirección. Habría jurado que, por una milésima de segundo, había reconocimiento en sus ojos.

– Hasta pronto, abuela – Y se alejó con calma por el sendero del jardín.

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