─Martina, despierta ¡hoy es Domingo de Ramos!
─Tengo sueño ─digo─. Déjame un ratito más.
Me doy la vuelta y me cubro con la sábana hasta arriba. Mamá me ha interrumpido, soñaba con la bisabuela. Íbamos andando por un sendero recogiendo tomillo y mejorana para las infusiones que ella hace, pero de pronto nos encontramos una colmena. Así nos llevaremos también miel, dice, pero al levantar la tapa del panal salta una abeja y pronto muchas más que nos envuelven con un zumbido sordo. No tengas miedo, son amigas, me tranquiliza. Las abejas son como los recuerdos, en cuanto aparece una, detrás viene el enjambre completo.
─Anda que es tarde, y ni te imaginas lo que te espera─ insiste mamá con voz prometedora.
Tantea la almohada hasta llegar a la cara. Me acaricia, me besa, parece que está contenta. Yo me dejo mimar, pero me hago la dormida.
─Verás que sorpresa.
La curiosidad me puede y abro los ojos. Una raya de luz se cuela entre las maderas de la ventana y llega hasta mis pies transportando puntos diminutos y seres quizás más diminutos aún. Me decido y tomo impulso. Estoy a punto de abrir pero el pasador se resiste, hasta que mamá se acerca a ayudarme. El sol entra como un tornado, me deslumbra, no puedo ver nada. Un olor intenso a campo y jazmín me envuelve, colándose entre la tibieza del camisón. Me restriego los ojos. Atado a la reja con un lazo rojo hay un gran ramo de flores. Detrás, medio escondida, aparece la bisabuela, con su pelo tan blanco recogido en un moño, con sus ojos chispeantes, como siempre que quiere sorprenderme.
─¡¡¡Bisa, qué bonito…!!!
Salgo corriendo para abrazarla, beso sus arrugas, que parecen hechas de plastilina, mientras mamá me persigue para que me calce. La blusa negra de la bisabuela, su delantal, la toquilla de lana, hasta las mismísimas gafas, toda ella huele a jazmín. Examino el ramo, rozo suavemente los lirios morados que acaba de cortar y que dejan sobre mis dedos un rastro de polen dorado. Saludo a las margaritas silvestres, que he visto crecer junto a la acequia, a las gotitas brillantes de rocío mañanero posadas sobre una rama de albaida, cuento las varas de mimosa… ¡Es mi primer ramo de flores, ya soy mayor, pronto cumpliré nueve! grito para que los demás se enteren. Salto y palmoteo, quiero que todos vengan a verlo, sobre todo mi amiga Dorita, a la que le va a dar mucha, mucha envidia, no tener flores en un día como este….
─Sabía que te haría ilusión ─dice Bisa satisfecha─. Más que flores, quería regalarte un momento así. Ahora las cosas cambian de un día para otro. A lo mejor cuando tengas edad de que te pongan un ramo las costumbres son otras. Y yo no estaré para verlo.
Que los mozos pongan flores en la ventana a sus novias, o a la chica que quieren conquistar es una tradición antigua, me cuenta Bisa. Puede ser una declaración de amor, y puede servir para pedir matrimonio. A veces el ramo lleva escondida una joya. En ese caso el novio debe vigilar toda la noche para que nadie lo robe. Porque hay aprovechados que cogen las flores de una ventana y las llevan a otra, igual que pasa en el cementerio con las coronas.
─Sobre todo, el novio no se puede perder la cara que pone la muchacha al encontrar el regalo por la mañana, ni que le dé las gracias, ─dice Bisa sonriendo con picardía─.
Claro que las flores no sólo son motivo de alegría, también pueden dar disgustos, y hasta causar desgracias. La bisabuela recuerda el caso de su amiga Virginia, que cuando cogió el ramo se le cayó encima un sapo muerto que alguien había escondido dentro. Era la venganza de un pretendiente al que le había dado calabazas. Bisa conoce casos para todos los gustos. En una ocasión un mozo le puso flores a una muchacha que ya tenía novio y claro, se pelearon. Uno llevaba una navaja y se la clavó al otro, así que uno acabó en la cárcel y el otro en el cementerio. Y la chica se quedó para vestir santos. Yo prefiero que Bisa deje los conflictos ajenos y me cuente cosas suyas.
─¿A ti también te ponían ramo, Bisa?
─¡Claro que sí, yo tuve muchos pretendientes! Pero las mejores flores que me han regalado en toda mi vida, que ya es muy larga, fueron las de tu bisabuelo. Todavía huelo el perfume al recordar la mañana del Domingo de Ramos, al principio de nuestra relación, cuando me encontré toda la ventana cuajadita de rosas, sin dejar ni un hueco libre. El pueblo entero desfiló por nuestra calle para verlo, y yo tan orgullosa, tan enamorada. Luego vino el casamiento, nuestra vida juntos, pero por desgracia me dejó sola pronto, con mis dos niños pequeños. Ya sabes, aquel accidente… Pero no quiero recordar cosas tristes, sólo lo bueno. La vida es como una baraja, depende de las cartas que te toquen.
La vida, los pequeños sucesos que le dan color y sabor, eran la lana con la que tejía sus relatos. Cuando empezaba uno se le iluminaban los ojos, como si reviviera cada detalle. Se convertía en narradora y me trasladaba a otros escenarios y otros tiempos. En los arcones de su memoria acumulaba historias en las que casi siempre era la protagonista, y siempre mi heroína. El suyo era un mundo mágico, lejos de la realidad, un mundo de cuento y de aventuras.
Como en su casa había muchos libros, me dejaba hojearlos, leerlos, ver las ilustraciones, y a veces, como ella ya no veía bien, me pedía que le leyera. Muchos eran sobre vidas de santos, otros eran novelas de caballerías, y algunos de romances. Se los sabía al dedillo y los recitaba, como aquel de Pasó un día y otro día/ un mes y otro mes pasó/ y de Flandes no volvía/ Diego que a Flandes marchó…
─¿Sabes que yo nunca fui a la escuela? Entonces en el pueblo no había. Si una familia quería que los hijos aprendieran tenía que contratar un profesor que les diera clases en casa. El que venía a la nuestra, fíjate de qué cosas me acuerdo, cobraba un costal de trigo al año por alumno.
─Y ese fue el que te enseñó, claro.
─Sí y no. Lo llamaron por mis hermanos. Yo era la única niña, pero decidieron que con aprender a bordar y a llevar una casa era suficiente para mí. El cura le dijo a mi madre que si una muchacha aprendía a leer y a escribir podría enviar o recibir cartas de cualquiera sin permiso, y sería difícil de controlar cuando fuera una joven casadera. ¡Menuda tontería, ya ves! El consejo no les sirvió de nada ¿sabes? porque yo hice siempre mi voluntad. Menos mal que ahora las cosas no son así, tú vas a la escuela, y si más adelante quieres estudiar, hasta podrías ser maestra.
─Pero entonces, Bisa, ¿cómo aprendiste a leer?
─Pues yo solita. Me escondía detrás de una cortina cuando el profesor daba las clases, y luego hacía todo lo que él les mandaba a mis hermanos. A veces hasta le ayudaba a alguno a hacer los deberes, así aprendí. Eso sí, me reía de ellos cuando el maestro los castigaba dándoles palmetazos en las manos. Era un hombre de poca paciencia. A mí lo que me enseñaban era oraciones, historia sagrada, o la vida y milagros de los santos.
Para la bisabuela los santos eran como de la familia. En su casa había un cuadro del arcángel San Miguel con las alas desplegadas, una espada en la mano, y un pie aplastando la cabeza de Satanás, al que la bisabuela llamaba el Maligno. También tenía un cuadro con las almas asándose en el purgatorio, antes de subir al cielo. Pero lo que más me llamaba la atención era un altar con la Sagrada Familia. Era una capillita de madera con la imagen dentro y unas puertas que se abrían. Antes de la guerra la imagen iba de casa en casa hasta que algunos locos empezaron a quemar santos, así que la bisabuela la enterró en el jardín y nadie supo donde estaba. Cuando todo acabó dijo que de su casa no salía. Día y noche, siempre le tenía una lucecita encendida. A veces rezábamos la oración de la Sagrada Familia: Jesús que Niño tan bello/ Jesús qué hermosa mujer/ Jesús qué hombre tan bueno/ Jesús, María y José…
─Y tú Bisa, ¿qué le pides a Dios cuando rezas?
─Pido por la familia, que hay para rato, con tantos nietos y bisnietos que tengo.
─Ya, pero digo para ti.
─Yo solo le pido a Dios una cosa, tener una buena muerte.
Eso de la buena muerte lo oí muchas veces. A ella no le daba miedo dejar este mundo, decía que ya estaba preparada, que cuando la llamaran se iría, pero mejor sin sufrimiento, eso era la buena muerte. Tener la conciencia tranquila y tener todo en orden le correspondía a ella, y eso ya estaba hecho. Tan preparada estaba que hasta tenía la mortaja guardada en un arcón. Un día me la enseño. Era una blusa y una falda negra como las que solía llevar, pero de una tela más elegante, con más cuerpo, quizás para ir bien arreglada al más allá.
─Me la regaló mi madre cuando iba a tener a mi primer hijo, tu abuelo. Era una mujer muy previsora.
─¿Por qué Bisa, es que te ibas a morir?
─Eso no podía saberse, a veces el parto venía mal y algunas mujeres no se salvaban.
Eran costumbres muy primitivas, dijo mamá cuando le pregunté si ella también tenía ya su mortaja, y hasta se enfadó al saber que Bisa me contaba esas cosas. Pero yo tenía curiosidad por saber cómo era la vida primitiva y seguí indagando. Un día la maestra nos explicó en clase la Prehistoria, y a mí me sorprendió saber que las primeras casas eran chozas hechas con ramas. Como la bisabuela era la persona más vieja que yo conocía, pensé que ella quizás vivió esa época y podía darme más detalles, así que quise saber dónde vivía cuando era como yo.
─Pues dónde iba a vivir, con mis padres en nuestra casa.
─Ya Bisa, pero intenta recordar. Nuestros antepasados vivían en chozas, lo dice la maestra.
─Pues no, mira, dile de mi parte que serían sus antepasados los que se criaron en chozas, porque los míos siempre tuvieron su propia casa, y de lo mejorcito del pueblo.
─Despierta, Martina, tienes visita.
Miro desorientada, no sé dónde estoy. Las paredes tan blancas, todo tan frío, quizás sea la residencia. La mujer parece una cuidadora, su cara me suena. nuevo los ojosCierro los ojos para ubicarme. ¿Soñaba o acunaba recuerdos?
─Mira quién tienes aquí.
Abro de nuevo los ojos. Los colores inundan mi retina en un baile de rojos, verdes y amarillos.Son flores, un bonito ramo en unas manos preciosas. Miro con
atención a su propietaria, tiene la piel tersa, la cara sin arrugas, sonrisa
radiante. Vuelvo a la realidad, es Mara.
─Abuela, te traigo flores. ¿Te gustan? Voy a ponerlas en un jarrón.
─¿Hoy es Domingo de Ramos? ─pregunto─. Ya ni sé el día en que vivo. Entonces el ramo te lo habrán regalado. No sabía que tuvieras novio.
─Que no abuela, no tengo novio, ni ganas. Estas flores las he comprado yo para ti.
Oigo una abeja revolotear a mi alrededor y sé que enseguida me rodeará el enjambre. Tengo que contárselo ahora, la veo poco y no sé si habrá otra oportunidad.
─¿Sabes que cuando yo era pequeña el Domingo de Ramos era un día muy especial? Anda siéntate a mi lado y deja el móvil. Según la tradición, ese día los novios adornaban con flores las ventanas de las muchachas. Yo todavía era una niña cuando recibí mi primer ramo…
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