Mis abuelos borrador

Mis abuelos borrador

Justo, hace una semana, veía en Maite, la emoción en sus ojos. Un arrebato de alegría, entrando en su alma y su cuerpo.

Se le hacía largo el viaje, de las diez lunas, qué había emprendido su hija. Pero llegó el momento de convertirse en abuela.

Se acabó el chantaje de las últimas semanas, en vilo. Tantos falsos avisos, de la vida llamando a la puerta. La inestable intriga, de que todo saliera bien, en el último instante. El indeciso logro, de conseguir ese título, como mujer, después de esposa y madre.

Sonríe tranquila, pasado aquel escándalo de besos en las mejillas de la recién nacida Pasados los primeros santiamenes, dando gracias.

Sonríe como los niños, mientras se saca de la cabeza, el recelo de lo que podía haber ocurrido.

Sonríe entre la emoción, de los dos grandes problemas, del hombre: Cuando empezar y cuando parar.

Había tomado contacto con la nieta tan esperada. Y no sabía, cuando parar de demostrarle la maravilla que era. No sabía, cómo entregar tanto amor, qué estuvo esperándola.

Como madre, conoce el logro, de la experiencia. De eso, hacía prensa entre los conocidos. Eran momentos, qué revivían en ella, ese afecto, qué profesa, por la vida.

Todos se encontraban bien. Abuela, madre y nieta.

No sé, cómo serán los abuelos, que se van formando, con los faroles de la edad, de mi generación. Conocí a los míos, y a muchos, afiliados a aquella época, qué supieron hacer un sayo, de su existencia.

Habían negociado, con la vida, de otra manera. Traían el alma cohibida, pero abrigada de esperanzas.

Un hilo, -de aquella mocedad, llena de ilusiones, qué les hizo crecer con la edad-, les seguía atando, no sin nostalgia, al momento presente.

El poderoso mundo, -infeliz-, les había pasado revista, mientras atravesaban el siglo y dos guerras, Los años del hambre y las pestes.

El poderoso mundo, truncó sus ilusiones de juventud. Muchos, ni tan siquiera, tuvieron tiempo de tenerlas.

Es así, como puedo entender, el agrio carácter, de mi abuela Catalina, tan diferente a Mamá Tomasa. Así la llamaba mi madre y la llamábamos todos en la familia.

Catalina padeció 13 embarazos, en la soledad que le procuraba un marido, tratante de animales, siempre lejos del hogar.

De los trece, llegaron a buen término once. Dos abortos segaban el mismo número de existencias, de forma prematura. Las otras se las llevó la guerra, hasta un total de los siete, que yo pude conocer vivos.

Tomasa, por el contrario, le vivieron los seis hijos de las seis preñeces. Siempre acompañada de sus padres en la posada, y de un marido escayolista, qué antes de salir el sol, salía de casa, con su hatillo, montando la cabalgadura.

Siempre tuve una extraña simpatía por la gente mayor.

Recuerdo, no divertirme en juegos, como los otros niños, hasta pasados los diez años. Aún y así, pasada esa edad, siempre estuve dispuesto a sentarme entre los abuelos, camino a casa, de vuelta del instituto.

Siempre estuve dispuesto a escuchar sus historias. Quizás buscando respuestas, a lo invisible de la vida, qué de vez en cuando, te atrapa en ciertas circunstancias o coyunturas.

Quizá, porqué hasta los ochos años, Mamá Tomasa y yo fuimos uña y carne.

Ella, tomó sus alas de ángel, sentada en el sillón verde, donde tejió, tantos kilómetros, de hilo y de de lana, qué seguro, le llevaron de un tirón al cielo.

La recuerdo menuda, con sus sayas negras y su pelo de nácar, recogido arriba, hacia atrás, con un pequeño moño, en lo alto. Sacando, de su bolsita de ganchillo, sus anteojos de pasta marrón, cada vez que se sentaba bajo la ventana, en su sillón verde, de lino.

La recuerdo, llevándonos de la mano, de paseo, a los campos elíseos, en aquellos años, en qué, todavía había un estanque con patos y cisnes, y barcas, y palomas blancas colipavas. Era un lujo ver tantas cosas, tanta luz, en un rato. Luego, nos conducía alterados, hasta el parque infantil y mientras nos estragábamos subiendo y bajando del «rasca culos» de cemento. (Hoy en día le llaman tobogán y son de plástico). Ella, sentada en un banco, vaciaba su bolso negro, lleno de y hilos y agujas, para seguir tejiendo.

Pronto acudían otras señoras, ante la destreza de sus manos, entrelazando las hebras de algodón o de lana, según tocara, la labor del día.

Cuando ella faltó, -de vuelta a casa, desde el instituto-, aquellos bancos al Sol, alrededor de la fuente del Gobierno civil, eran mi refugio. Siempre acogían a unos cuantos abuelos, salvando al mundo.

Un lugar idóneo, para pararme,- y entre ellos-, sentarme a escuchar historias, parecidas a las que ella contaba, o muy diferentes, pero dispuesto a aprender, como lo hacía en compañía de ella.

Sin darse cuenta, Tomasa, me tejió con el hilo de sus canciones.

Tejió mi alma, entre ángeles y santos. Unas sagradas escrituras, qué con el paso de los años, pude leerlas, en el evangelio de Santo Tomás.

Se llenó mi mente de preguntas, cuando supe, que El vaticano no acepta este evangelio, al igual que el de María. Al igual, que los textos de Antonio de Mello.

“¿De dónde lo aprendió ella?”.”¿De donde aprendió ella, a hacer aquellas comidas? Qué también, muchos años más tarde, supe que eran platos de tradición judía y se cocinaban en viernes para consumir en el Sabbat.

Ella, los cocinaba independientemente, del día de la semana, que transcurría.

Tomás, había sido, el primer apóstol, en salir a predicar. El fue, quién pudo comprobar, “que sin duda no hay fe”. Dudaba de las palabras de los otros discípulos y de la gente, cuando hablaban de Jesús resucitado. Hasta que sus dedos, tocaron las llagas, del Cristo aparecido.

Surgen tantas preguntas, qué no sé, si ella misma, podría contestarse y contestarme.

Esto me lleva, a recordarla leyendo, en las tardes. La liturgia qué envolvía, aquellos momentos.

Su pequeño vaso, de cristal labrado, sobre la mesilla. La misma filigrana, lucía en la pequeña botella, con tapón rojo de baquelita, donde guardaba aquel anís, qué tornaba en remolinos blancos, como la leche, o como blanca nube, en medio, agitados vientos.

Cuando la encontraba vacía, me llamaba a su habitación. Bajito, para que no se enterara nadie.

La recuerdo, en esas disposiciones.

Mientras hablaba, envolvía la botella y relataba alguna historia, de sus juegos de niña, en la alberca del pueblo, o corriendo por los melonares de aquella Escañuela, donde creció. O rememoraba alguno de los trabajos de papá León, en los palacios que trabajó en la provincia de Jaén. O tarareaba alguna cancioncilla.

Envolvía, en papel de modista, cual damajuana, aquella reliquia. Desbrochando los botones de la pechera de su saya, hurgaba entre sus ropas, y echando mano, a la bolsita de algodón, qué guarda entre el pecho. Sacaba unas monedas, decía

— Niño, acércate a la bodega de la plaza del ataúd y que te echen un cuartillo de cazalla.

Ponía dos reales en mi mano, y me la cerraba con la otra.

–Anda y ve, niño, que luego a la tarde, me hará falta mi vasito de agua.

En la tarde, llenaba el vasito de agua, y en él, vertía un tapón de anís, provocando remolinos blancos en la transparencia del agua.

Cogía su libro y ajustando sus lentes, se disponía a leer.

Perdonadme si cambio de escenario, pero la cortesía del momento me lleva a Puente Genil, en aquellas madrugadas en la alfarería del Tío José y la Tía Josefa.

El, tío de mi padre, por el ala materna y ella su esposa. Hermano de mi abuela Catalina, y alfarero de toda la vida, era muy diferente a mi abuela. De carácter abierto y estatura considerable, contrastaba con la baja estatura y el genio oscuro de ella.

Cambio de escenario, porqué en aquel recinto, lleno de barro y ramas de olivos, se calentaban las madrugadas con cazalla y churros. Luego todo era trabajo y trabajo.

El día qué tenía que enganchar la mula al carro, a las 5 de la mañana, para ir por tapar a la mina.

El día que tenía que llenar el horno, empezar temprano, para no cocerse antes que los cacharros bajo el sol de Córdoba.

Otro día para llenar el horno de leña. Y otro para cocer, las mil, dos mil o tres mil piezas que secaron bajo el cielo, y ahora estaban dentro de él.

Cada jornada era a trabajo completo y de trasiego con los pies y las manos.

La cazalla y las porras eran la mecha para encender el motor.

Por esa razón, la circunstancia, de las tardes de Mamá Tomasa, me trasladaron al paisaje, de otros abuelos, en las madrugadas.

Todo tiene un porqué en la vida, que entreteje al alma. Y cada persona es un universo.

A pesar de haber vivido, muchas situaciones en su vida, La abuela Tomasa, en pocas ocasiones, me habló de los malos tiempos, de la guerra o el hambre.

Sólo, en ciertas incidencias, cuando yo hacia mohines, a la comida, que había en el plato. Sus ocurrencias, le llevaban a relatar, -aquellas horas de los tiempos del hambre-, pasada la guerra. Todo, por cambiar mi actitud, en aquellos lances.

En esas ocasiones, me contó, como en aquellos tiempos, las personas rebuscaban entre la basura, para llevarse algo que comer, a la boca. Como se comían, las mondas de las naranjas, o las de patatas, mientras en su casa, nunca faltó comida.

Con Mamá Tomasa, me acostumbré a la sopa de maravilla, a los fideos de caballo de ángel. A las meriendas del hoyo con aceite y azúcar. También, a las naranjas que mondaba con su pequeña navajilla, de cachas blancas nacaradas, y qué aderezaba con los mismos condimentos, que el culo, de la barra de pan.

El aceite y el azúcar, decía ella, que daba fuerza en los huesos.

El abuelo Antonio, padre di mi padre, decía, que el pan con vino y azúcar levantaba a los burros.

Antonio, mi abuelo paterno, anduvo, toda su vida, entre caballerías, deambulando por los caminos.

Relató muchas veces, como se revivían las bestias, caídas en el suelo, exhaustas de las labores del campo. Se levantaban al instante. Recuperaban todas las fuerzas, después de darles a comer, un pedazo de pan, mojado en ese licor, y rociado con el dulce.

El abuelo Antonio, nos contaba, como, a veces, engañaba a los gitanos en las ferias de ganado.

Él, fue siempre, tratante de ganados. Iba de pueblo en pueblo, de feria en feria, comprando y vendiendo, animales. Nos contaba como llevaba a cabo los engaños. Como compraba, por dos chavos, una mula ciega, y después de entrenarla, con soplidos y un alfiler, la vendía a la semana, por una en perfectas condiciones.

Recuerdo con mal sabor de boca, las veces que visité la casa de mi tía Ana. Los ascos de mis primas, hacia el abuelo Antonio. Como, por contentar a las niñas, adolescentes las dos, hacía que su padre, (mi abuelo), comiese aparte.

El adolescente insiste en cuestionar las motivaciones del mayor. Haciendo oídos sordos a la voz de la experiencia.

Razones hay para escuchar, a los mayores, con atención. Ellos ya recorrieron el camino y tropezaron. Después de ello, supieron levantarse. Y, como dijera Fray Luis de León. “No hay nada nuevo bajo el Sol”.

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