Un tesoro debajo de un árbol

Un tesoro debajo de un árbol

Waldemar Fontes

27/03/2021

Hace mucho tiempo, caminábamos con el abuelo en una tarde de verano, rumbo al cementerio.

El abuelo vivía en la ciudad de Salto, en el norte del Uruguay y allí los calores del verano eran muy intensos. El abuelo era de andar lento, y con ese calor, marchaba despacio… El viaje, se haría muy largo y yo no tenía ganas de hablar, pero empezó a decir algo.

-¿Viste esa casa, allá en la esquina? Y señaló una construcción como sepultada, en uno de esos desniveles característicos de la ciudad de Salto.

Atrás del muro, entre los árboles se veían las chapas herrumbradas del techo y el abuelo siguió diciendo: -En esa casa -dijo -pasó una historia muy interesante…

¿Qué pasó? Pregunté sin ganas, solo por seguirle la conversación.

Hubo una pausa y el ruido de nuestros pasos era lo único que se oía.

Con parsimonia el abuelo siguió contando. -Hace muchos años… más de cincuenta…, vivía allí, doña Emerites da Silva Souza, que era la dueña, de la casa.

»En el fondo, su padre, había plantado un jacarandá, que fue creciendo y creciendo hasta que sus viejas ramas peligraban caerse arriba de la casa.

El abuelo hizo una pausa y los dos en silencio seguimos caminando. A lo lejos, las chicharras, empezaron a cantar, festejando el calor… o riéndose de nosotros, los únicos que andábamos en la calle a esa hora.

-¿Y qué pasó abuelo? -Tuve que preguntar porque se había detenido el relato y no me contaba más nada.

-Le decía, que la señora, quería cortar el árbol. Tenía tan linda sombra… cubría ahí la vereda y uno podía descansar un rato en ese banco que todavía está… Pero claro, si lo dejaba seguir creciendo, iba a derrumbarle la casa.

-Me imagino.

-Emerites era viuda, -siguió diciendo- y sus hijos vivían todos afuera, en la estancia de Colonia Lavalleja, así que no podía contar con su ayuda por lo que pensó en contratar a un changador.

Yo le asentí y el abuelo continuó.

En esa época -dijo- andaba siempre por el barrio el finado Aroceno, que era muy habilidoso para podar árboles, arreglar jardines y cosas así. Doña Emerites lo mandó llamar y le explicó lo que quería.

»Le dijo también que le daba unos pesos y la leña que sacara se la podía llevar, cosa que al finado Aroceno le pareció bien y ese mismo día empezó a trabajar.

»Temprano en la mañana, cortó las ramas más finas y al otro día al mediodía ya había hecho leña con las ramas más gruesas. Cuando las terminó de apilar, le avisó a doña Emerites que llevaría un viaje de leña con su carro y que volvería al otro día para cavar un pozo para arrancar el tronco y las raíces.

Yo escuchaba el cuento del abuelo y realmente no veía donde estaba lo interesante de la historia, pero aún faltaban varías cuadras para llegar al cementerio, así que lo dejé seguir hablando.

-Al otro día, tempranito, Aroceno empezó su tarea de escarbar para arrancar el tronco y cuando llevaba una media hora de trabajo, se le apareció a doña Emerites, en la puerta de la cocina, muy asombrado, diciéndole: ¡Doña, venga a ver lo que encontré…!

»Doña Emerites fue enseguida y vaya sorpresa que se llevó.

De nuevo silencio. Una moto pasó a nuestro lado y el abuelo saludó al conductor. -¿era el hijo de los Pereyra Suárez?

-No se abuelo, no lo conozco. Pero dígame, que pasó… ¿Qué había encontrado el finado Aroceno?

-¿Aroceno?

-Si, el que arrancó el árbol

-Ah ¡si! En el pozo, entre las raíces del árbol, Aroceno había encontrado una olla llena de monedas de oro.

-¡Monedas de oro! -dije yo enseguida.

-Si señor, como lo oye. Una olla llenita de monedas de oro.

-¡Qué suerte! ¿Y qué hicieron? -pregunté ansioso.

-Usted sabe cómo se complican las cosas cuando la gente se entera de que hay plata en la vuelta… -Me dijo el abuelo muy discretamente, y siguió con la historia.

»Doña Emerites, era de una familia acomodada, acostumbrada a tener plata. Ella sabía que era mejor no hacer aspavientos, así que le dijo a Aroceno que no contara nada, que terminara su trabajo como si nada y que después se iban a repartir las monedas de la olla.

»Aroceno era un hombre muy obediente y aceptó el consejo de doña Emerites. Terminó su trabajo y tal como la señora lo había prometido le dio una buena parte de las monedas que habían encontrado.

»Con lo que recibió, Aroceno podía haber vivido cómodo el resto de su vida, pero Aroceno era un hombre ignorante y no conocía el valor de la plata y menos del oro y un día fue a un boliche y pagó un vaso de vino con una moneda de oro.

»Como se puede imaginar, la noticia de que Aroceno había encontrado un tesoro, recorrió el pueblo y al otro día todo el mundo sabía la historia.

-Pobre, ¿Qué fue de la vida de Aroceno, entonces? -pregunté.

-Como le decía, el finado Aroceno era muy ignorante y malgastó toda la plata en muy poco tiempo y se murió tan pobre como había nacido.

-¿Y doña Emerites?

-Doña Emerites negó siempre que el finado Aroceno hubiera encontrado el tesoro en su casa, aunque nadie le creyó nunca.

-Qué suerte ¿no? , ¿Quién habría puesto ese tesoro allí?

-Quien sabe. Quién exactamente, es muy difícil de saber. Posiblemente alguien de su familia, porque en el siglo XIX, en la época de las revoluciones, era muy común que la gente enterrara cosas valiosas, para protegerlas de cuando venían los enemigos.

»Dicen que había gente que enterraba ollas con patacones, los billetes de antes y después cuando los hijos los venían a desenterrar habían perdido valor y no servían para nada.

»Por eso los más astutos acumulaban monedas de oro, que siempre sirven y las enterraban en lugares seguros.

-¿Y cómo hacían después para encontrarlos?

-Por lo general -Me contestó- Enterraban las cosas en un lugar muy fácil de ubicar y para mayor seguridad, le plantaban algún árbol o una planta diferente a las del entorno, para que luego fuese fácil distinguir el lugar.

-Qué interesante… Así que todavía debe haber muchos tesoros como ese en esas casas viejas de Salto, ¿No cree abuelo?

-Y… puede ser… quién le dice… -Y sonrió misteriosamente, como si supiera donde había más tesoros. Entonces siguió hablando.

-En esa misma época, con el descubrimiento del finado Aroceno, hubo una psicosis de buscadores de tesoros por todo el pueblo. La gente arrancaba los árboles de sus casas y si no fuera porque la Policía llevó presos a dos o tres, casi terminan también con los árboles de la plaza, y los de la calle principal.

»Mi vecina, escarbando en el gallinero del fondo, casi me derrumbó la casa, tratando de arrancar un timbó que estaba ahí de toda la vida y por poco no tuvimos un pleito, con abogados y todo, por si aparecía un tesoro, porque el árbol estaba justo en la linda de los dos terrenos…

Yo me sonreí y lo miré de costado, porque vi que ya empezaba a mentir como hacía a veces, entonces cambió de nuevo el tema.

-De esa arrancada de árboles, nadie encontró nada -dijo, -pero para afuera de Salto, cerca de la Parada Daymán, hubo otro caso curioso.

»Un grupo de obreros ferroviarios que estaban trabajando en las vías del tren habían levantado un campamento entre los montes del río Daymán. Como es lógico, ellos también se habían enterado de lo del tesoro y lo comentaron como todo el mundo, pero no le dieron mayor importancia.

»Sin embargo un día, mientras iban desde su campamento a las vías, por uno de esos caminitos que hacen las vacas, uno de los trabajadores observó entre el monte indígena, una parra de uvas.

»Sólo él la vio. Nadie más se dio cuenta. Por supuesto, él calladito, no quiso decir nada. Cuando volvieron del trabajo, toda la noche pasó pensando en la parra que había visto y en las historias de tesoros escondidos bajo plantas raras y no pudo dormir.

»Al otro día volvieron a pasar por el mismo lugar y volvió a ver la parra y entonces se graficó bien el lugar. Nadie de sus compañeros se había dado cuenta… y en su cabeza preparó un plan.

Yo lo miraba ansioso al abuelo y éste siguió sin parar.

-El domingo, tenían el día libre y los trabajadores habitualmente se iban todos hasta el boliche de la Parada Daymán o algunos hasta la ciudad de Salto.

»Este hombre aprovechó la ocasión y le avisó al capataz que andaba con pocas ganas de ir al pueblo y que iba a pasar el domingo pescando en el río. Al capataz le pareció algo normal y le dijo que fuera nomás tranquilo.

»Cuando llegó el lunes, toda la gente volvió, menos este hombre. El capataz se preocupó, porque no era una persona de andar faltando y como sabían que iba a pasar el domingo en el monte, pensaron que se había ahogado, que lo había picado una víbora, o que lo había atacado un jabalí, yo que sé, cualquier cosa… Muy asustados, salieron todos a buscarlo.

»Al final del día, uno de los hombres encontró una pala de las que ellos usaban, tirada al costado del caminito por donde pasaban todos los días y allí vieron tierra removida, una parra arrancada y una olla de fierro, vacía…

-¡Había encontrado un tesoro! Grité yo.

El abuelo levantó las cejas e hizo un gesto de duda… -Nadie lo puede asegurar. Nadie lo vio encontrar un tesoro, ni tampoco nunca más nadie supo noticias ciertas de él…

-Tiene que haberlo encontrado -afirmé yo. -Qué suerte que tuvo. ¡Quién pudiera encontrar un tesoro debajo de un árbol! ¿Ya revisó debajo de la canela que tiene en su casa? Ahí puede haber algo, no es un árbol común…

-Encontrar tesoros no siempre es una suerte. -sentenció el abuelo.

-¿Por qué lo dice?

-Cuidado. Mire que lo que le digo no es algo confirmado. Puede no ser cierto. A lo mejor no es así, pero, por los cuentos que hasta ahora circulan entre los obreros del tren, este hombre que desapareció en la Parada Daymán, podría ser el mismo que una semana después, apareció muerto, irreconocible, con la cara destrozada, en el fondo de un tugurio del puerto de Paysandú.

»Todos calculan que fue el mismo, porque… dice la gente, que lo mató un paisano bruto porque quiso pagarle una deuda de juego de diez pesos con una sola moneda, de oro…

Yo lo quedé mirando y no quise preguntar más nada, pues estábamos ya en la puerta del cementerio y el abuelo siempre quedaba triste cuando llegaba al lugar de descanso de sus seres queridos…

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