LOS FANTASMAS DE LA SALITRERA

LOS FANTASMAS DE LA SALITRERA

Aquella bella mañana de marzo de 1930, un drama con inconmensurables consecuencias estaba a punto de producirse en la casa del intendente de la salitrera: 

—¿Dónde está papá? ¿Por qué no ha bajado a comer? —preguntó Sara extrañada. Las tres hijas de Don Eleuterio Briceño y su esposa llevaban en efecto más de 15 minutos esperándolo. No estaba ello en sus costumbres, siendo Don Eleuterio bastante meticuloso con los horarios. Sentadas en el vasto salón y en espera del único hombre de la casa para poder sentarse a comer, las mujeres se miraban unas a otras sin saber qué hacer. La criada había terminado de servir la mesa y el puré con lenguado, pescado de la elite y traído especialmente desde la costa temprano en la mañana, enfriaba tristemente sobre el elegante mantel. Un pesado silencio se apoderó de pronto de la casona. La mirada de Doña Eugenia se endureció; miró a sus tres hijas y comprendieron todas al instante que algo andaba mal. Dejando su bordado de lado, Doña Eugenia se levantó temblorosa y con una voz que parecía no provenir de ella llamó a su marido cuya oficina estaba situada en la planta alta. No obtuvo respuesta. Armándose de valor se agarró del pasamanos y se disponía a subir cuando se oyó un espantoso disparo. El estremecedor ruido de la detonación fue amplificado por el silencio de la casona y del desierto. Doña Eugenia se llevó las manos a la boca. Sara, la hija mayor, no reaccionó, incapaz de comprender que su padre se acababa de suicidar. María Mercedes, o Meme como la llamaban todos, dio sin poder controlarlo el grito que su madre y hermana acallaron y Adela, la preferida, que comprendió todo al instante, se desmayó, perdiendo en ese segundo para siempre la cordura y el amor de su queridísimo padre. Aquel funesto disparo sería el fatal detonador de tantas tristezas, frustraciones y miserias futuras y que afectarían a cada miembro de la familia. Sería en efecto el triste evento inaugural que marca habitualmente de por vida a una estirpe, el suceso del cual se habla por generaciones y que se convierte con el paso de los años prácticamente en leyenda.

Muchos años más tarde en la capital, en 1990 exactamente, María Mercedes miraba la fotografía de su familia, aquella que siempre había guardado con ternura y que evocaba aquellos prósperos años de felicidad pasados en la salitrera. Con mano temblorosa, Meme volvía a vislumbrar en sus recuerdos aquel soleado y maravilloso día cuando toda su familia llegó a la salitrera. Triunfantes y rebosantes de alegría, a pesar del largo y agotadísimo viaje desde la capital, la familia de don Eleuterio veía por primera vez el pueblo y la casa que, si saberlo aún, serían la fuente de traumas futuros.

Su padre acababa de ser nombrado administrador por las autoridades de la salitrera. Sus estudios capitalinos y contactos en las altas esferas del país le habían permitido acceder a ese cargo que le propinaba un sueldo generoso, lo que le otorgaría a él y a su familia un tren de vida más que confortable durante algunos años. María Mercedes revivía el momento en el cual el antiguo administrador les mostraba la casona, su futuro hogar. Tenía dos plantas y se encontraba en el centro del pueblo, junto con dos o tres casas de estilo inglés. El antiguo administrador cedía su puesto explicándole amablemente a don Eleuterio como sacar el mejor provecho de la casa. Le indicó el lado más soleado y el lado más fresco, detalle importante en aquel desierto hostil y despótico.

El “oro blanco”, como se le llamaba al salitre, había traído prosperidad y riqueza al país, pero también injusticias y desigualdades sociales. Los dueños y administradores de las salitreras vivían en un lujo descomedido, fastuoso, aún más exacerbado e irreal por el aislamiento de los paisajes lunares del desierto. Ese tren de vida ostentoso lo debían al trabajo de cientos de obreros locales y de los países aledaños que venían a perderse en medio del desierto para encontrar mejores condiciones de vida. Pero su trabajo era cruel. Trabajan doce, trece horas diarias, a veces en pleno sol, sin muchos alimentos ni agua, bajo las órdenes en general de un capataz tiránico. Esos hombres alcanzaban rara vez un nivel de vida mayor a los cuarenta años. Meme se percataba de todas esa injusticias, al igual que sus hermanas. Pero en aquel entonces vivían en una burbuja; pasaban su tiempo en el teatro del pueblo o bien pasaban días enteros disfrutando de las playas, distante en aquel entonces a tan sólo dos horas de la salitrera. Cuando regresaban, se sentían como princesas en medio de su pueblo de plebeyos, volvían al confort de su casona, a sus juegos, a sus lecciones con institutrices privadas, a sus bordados y a sus pláticas interminables con su madre. 

Tras la muerte de su padre, las hermanas Briceño se instalaron junto con su madre en la casa de su tío materno, un distinguido empresario conservador de la capital. Fueron años difíciles para las mujeres. Su antaña soberbia fue rápidamente acallada por familiares envidiosos que veían con alegría como aquellos ricos regresaban con la cabeza gacha. Vivieron algunos años como simples allegadas, contentándose con los restos que les daba la familia.

Adela no había recuperado la cordura tras el suicidio de su padre. Cayó en un estado de seminconsciencia, con raros momentos de lucidez, y la mayor parte del día la pasaba frente a la ventana, la mirada perdida, como si esperase a alguien. Doña Eugenia y sus hermanas trataron de ocuparse de ella lo mejor que pudieron, pero llegó un momento en que las fuerzas las abandonaron. Se decidió en conjunto con la familia que Adela sería enviada a una casa de reposo. Doña Eugenia visitaba a su hija Adela tres veces a la semana, junto con sus hijas mayores, pero éstas pronto comenzaron a aburrirse de esas visitas interminables y terminaron por pedirle a su madre que fuera sola. Luego de la muerte de su madre, diez años después, Sara y María Mercedes se olvidaron por completo de su hermana desequilibrada, pero quedó en ellas durante sus años de madurez un terrible sentimiento de culpa. 

María Mercedes o Meme era la más jovial y etérea de las hermanas Briceño. Siempre vivía en su burbuja de felicidad y era la única a la cual los trágicos eventos de la salitrera apenas afectaron; como si el grito que dio al suicidarse su padre hubiese sido una única y salvadora catarsis. De las tres hermanas fue la que tuvo la vida más plena. Se casó con un abogado de gran reputación y originario de una familia acomodada. Comenzaron a viajar por todo el mundo, sin limitaciones de gastos. De cada viaje Meme traía chucherías y ropa para toda la familia, pero de lo que estaba realmente orgullosa era de su carísima colección en miniatura de zapatos de porcelana traídos de todos los rincones del mundo. Los exponía con orgullo en estantes protegidos por sendos vidrios, fuera del alcance de sus propios hijos, sobrinos y nietos quienes hubiesen con gusto manoseado lo que era para ellos simples juguetes.

Ahora, ya anciana y en la tranquilidad de su casa capitalina, Meme constataba que finalmente había tenido mucha suerte; y que a pesar de su juventud ajada por los tristes acontecimientos, la vida había sido finalmente benévola con ella. Con la fotografía en la mano, temblorosa por tantos recuerdos, Meme sentía que la vejez le hacía pagar su vida despreocupada. Percibiendo la muerte próxima, Meme advertía la urgencia de reconciliarse con su pasado, hacer tal vez el último viaje que le permitiría hacer la paz con su familia y con la Historia.

Al bajarse del bus turístico en compañía de una de sus hijas, Meme pudo distinguir a lo lejos, como un espejismo, los restos de la salitrera fantasma. En ese instante Meme se sintió pequeña, miserable, como una simple marioneta frente a fuerzas que la sobrepasaban. Sintió en aquel segundo todo el ímpetu de la Historia y de sus jugarretas, quien se divierte moviendo a los humanos como simples peones en el ajedrez de la vida. Toda la fuerza irracional de la historia, su peso demoledor, su poder arbitrario, sus designios aleatorios y sus reveses inciertos apabullaron a Meme en aquel instante, y comprendió que en la vida de nada servía luchar contra fuerzas superiores. Recordó el día trágico del suicidio de su padre. Se enteraron al día siguiente que la razón del suicidio de don Eleuterio había sido el descubrimiento del salitre sintético por parte de dos científicos alemanes, lo que llevaría a corto plazo a la muerte de todas las salitreras del país y a la ruina de su familia. Don Eleuterio no pudo soportar la humillación de verse de la noche a la mañana en la quiebra y de ver hundirse también a cientos de familias que lo perderían todo. El auge de la epopeya salitrera estaba llegando a su fin. Poco a poco, una tras otra las salitreras fueron abandonadas. Las escuelas se cerraron, el teatro se clausuró, las máquinas dejaron de trabajar, el desierto y el viento se fueron apoderando de cada una de las instalaciones de pueblos que habían creído en un porvenir mejor. Como una manta el desierto fue cubriendo la soberbia efímera de aquellos pueblos, dejándolas en un olvido eterno, mudos testigos de un pasado pujante. Hoy solo un puñado de turistas viene a visitar a esos pueblos fantasmas.

¿Los fantasmas de la salitrera? – ¡Por supuesto!- se dijo Meme. A lo largo de su existencia había oído muchas veces hablar de historias de fantasmas y sucesos paranormales en la salitrera abandonada. ¿Cómo no era de ser así? El fin para aquellas personas había sido demasiado brusco, demasiado violento. Muchas almas seguramente, aún pasmadas por el giro cruel del destino, rechazaban irse; seguían ahí, tenaces, buscando los sueños y esperanzas que el destino les arrancó de cuajo.

A lo lejos Meme vio la monumental maquinaría, irguiéndose de manera orgullosa frente al olvido. Agarrada del brazo de su hija, quien podía percibir la emoción de su madre, Meme recorrió con la vista las casonas abandonas, el teatro cerrado, lo poco y nada que quedaban de ciertas maquinarías desdeñadas por los saqueadores. Podía aun sentir la fiebre que emanaba por aquel entonces del pueblo: los gritos de los obreros, las filas de espera frente a la pulpería, los niños jugueteando por los alrededores, el ruido de las máquinas, la excitación y comadreos producidos tras las representaciones teatrales. Ahora, bañada en el silencio, abandonada en medio de un paisaje surrealista, la salitrera se entregaba en cuerpo y alma a sus fantasmas.

Y Meme, temblorosa e inundada por la emoción, esbozó a pesar de sus lágrimas una sonrisa. En ese preciso instante se sintió en comunión con la amada salitrera de su juventud, ahora convertida en un mero despojo, y percibió, a pesar del temor, la reconciliación con su destino y con la Historia. El momento había llegado, al igual que la salitrera, de sumergirse en un sueño consolador.

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