Yo conozco a Claudia

Yo conozco a Claudia

Jorge Becerra

27/03/2021

Es domingo. Mi padre, don Jorge, hoy tiene descanso en el hogar geriátrico después de una semana agotadora de diálisis; ese tratamiento feroz que le hacen a las personas cuando sufren de los riñones.

La enfermedad lo tomó por sorpresa apenas cumplió los setenta y siete años pero le ha ayudado a soportarla su excelente estado físico y sus buenas costumbres, que lo deben tener muy orgulloso. Desde muy joven conservó la salud. Hacía deporte, se movía de un lado para otro, nunca bebió alcohol, no fumó, no trasnochó, jamás se levantó después de las siete de la mañana y no se acostó pasadas las nueve de la noche. Como decían los abuelos “dormía con las gallinas”. Comportamiento envidiable que pocos hoy en día seguimos por el agite de nuestra vida social. Yo lo molesto diciéndole que no ha sabido lo que es bueno, pero a la luz de los hechos es esa conducta de su juventud la que le da fuerzas y lo mantiene con vida ahora en su plenitud. De hecho no recuerdo haberlo visto enfermo o quejándose de algo.

Aprovecho entonces los domingos para hablar con él, sentarme junto a su cama e indagarle por sus recuerdos de infancia o sus anécdotas, que son tan extensas como divertidas. Nos reímos. Luego desenfunda su acordeón e interpreta “Yo conozco a Claudia” y le acompaño con la guitarra. Es una jornada enriquecedora que no estoy dispuesto a perderme. Quisiera que los días pasaran así para él, pero mañana será otro día, en la rutina de su inevitable condición médica.

En las eternas conversaciones noto que hay cierta nostalgia en su hablar, cierto sufrimiento no menor, físico y del alma. Y así se ha resignado a sobrellevar su dolor, su melancolía y su soledad; un destierro que debe ser infame en el corazón. La religión también le ayuda. Dice él, que su pena está en las manos de Dios y que se la ofrece devotamente. Es importante entender que a su edad todos sus conceptos religiosos, políticos y deportivos, son altamente valorados, pues ha vivido esta vida y la otra, ha pasado por infinidad de situaciones en su periplo, unas no menos agraciadas pero en el universo del respeto, corresponden a su existencia.

En una de sus amenas charlas el otro día, me contó que quería volver a la finca de mis abuelos, un emporio agricultor en un pueblo a poco más o menos cuatro horas de distancia a la ciudad capital. Ya no queda nada de lo que eran esas prósperas tierras, pero me imagino que querrá caminar por las plantaciones y recorrer sus senderos donde avivará con fuerza los recuerdos de su juventud. Deseará sentarse y ver la vastedad de la tierra y sentir esa presión salvaje que solo da la añoranza en el corazón. Es un viaje que con seguridad vamos a hacer retando el tiempo libre, ese que está entre cada tratamiento de diálisis. Tambien ansía en lo profundo de sus sueños otoñales, otear a la familia unida, que por diferencias tontas se ha disuelto en la inmensidad de la soberbia.

Mi padre nació en mil novecientos treinta y ocho, un año antes que estallara la segunda guerra mundial. Vivió esa etapa por radio transistor y aunque no le tocó de frente la conflagración en un país a muchas millas del desastre, percibo que el ambiente de conflicto no podía ser indiferente, ya que lo que ocurría en todos esos países en combate se extendía a los demás, especialmente en los ámbitos económicos. Aunque es un tema del que no le gusta hablar. A los diez años sobrevivió al “Bogotazo” en Colombia, en esencia la debacle política del estado con el asesinato de un líder político. De esto el viejo guarda algunos recuerdos. Pero la que respiró en carne propia fue la época de “la violencia” en la nación. Una confrontación casi con tintes de guerra civil entre dos partidos políticos que acabó con media patria, sobre todo en las zonas campesinas. Esta lid es una marca muy sensible en el corazón de mi taita, pues en medio de esa desastrosa hostilidad murió su papá -mi abuelo- y un tío. Esas son marcas indelebles muy en lo profundo del seno familiar. Pero a pesar de todo esto tambien estuvo presente en todas esas épocas doradas de los años sesenta, los setenta, el cambio de siglo y ahora ya de viejo una pandemia.

Hoy en día don Jorge tiene ochenta y tres años y aún le quedan muchos más. Nuestros ancestros han sido longevos; la abuela falleció a los ciento dos años y así varios familiares han tenido largas vidas. En su juventud fue amante de la fotografía, la enseñanza, la comunicación, la locución radial, la música clásica, los viajes por el país y por tierra – pues odia los aviones – fue apasionado por la lectura, la escritura, en esas épocas que suponen un pasado mejor y más tranquilo. Todas esas virtudes del viejo son herencias que hoy día atesoro en mi corazón. Un hombre absorto en sus creencias y con un riguroso respeto por las buenas maneras y la honestidad. Fue el padre que me enseñó a conducir automóvil, a jugar ajedrez, a amar la armonía musical, a cultivar la literatura. Conservo gratos recuerdos de mi infancia y adolescencia cuando llegaba yo a la casa, tarde en la noche luego de jornadas de estudio o de trabajo y siempre lo encontraba leyendo o escribiendo. No se le podía hacer ruido. Leer y escribir también debe ser una buena terapia para soportar los aciagos días de confinamiento solitario.

Nació en medio de las tribulaciones de la vida campesina, pero acomodada. Esa vida de intensa actividad de finca y social, donde se divide la jornada en un tiempo para los caballos, otro momento para la recolección del café, luego sus diversiones y así una infinidad de actividades, retos y sueños por cumplir, propio de los jóvenes. Quiso ser sacerdote. Muy temprano conoció a mi madre y poco a poco fue perdiendo su vocación religiosa, pero que ha conservado en lo profundo de su ser. A los veinticinco años se casó con ella y pronto vinieron cuatro vástagos. Junto con el matrimonio vinieron otros propósitos y un nuevo trabajo. Se ubicó en un proyecto gubernamental de educación campesina y por causa de esta nueva ocupación, recorrió el país. Por las largas jornadas y extensas ausencias decidieron seguidamente, recorrer el territorio nacional juntos y obviamente con nosotros. Así que fuimos nómadas por varias regiones nacionales, hasta que llegamos a un pueblo chico en su momento que nos dio la raíz para vivir allí por más de treinta años.

Siguiendo la infinita secuela de conversaciones, de todos los temas actuales o antiguos, divagamos en alguna ocasión en lo complicado que se ha vuelto envejecer. Avejentarse implica muchas cosas: desde perder la fuerza, sentirse débil y malograr la masa muscular hasta estar más propenso a virus o enfermedades por el debilitamiento del sistema inmune. La economía es otro malestar. Algún amigo le decía, que no quería llegar a la vejez pobre, para no ser un estorbo ni una carga para nadie. Además que envejecer en nuestra sociedad es complicado. Los medios, la vida agitada y la frugalidad han hecho que las familias estén disueltas. Los recorridos, los trabajos en diferentes partes del país o el exterior y las deudas, han vuelto tan compleja la existencia para las personas que solo lidiar con su propia familia e hijos es ya todo un reto. De hecho la crianza de los más chicos, ahora es más difícil. Los padres en sus labores y los vástagos criados por todos menos por los papás como debe ser, han creado un cambio social fuerte en las costumbres y la tradición familiar. En esa circunstancia, los yayos estan relegados a la deriva y eso sin contar con todos los que han migrado de sus parcelas o fincas a la ciudad, a convivir con la contaminación, el aire impuro y el maltrato social. Mi padre añora con todo su ser estar de nuevo en un ambiente familiar que no lo puede reemplazar el mejor hogar geriátrico VIP en la región. Ese calor de hogar, ese café preparado por la abuela a la seis de la mañana, esa torta de cumpleaños hecha en el fogón de leña o un simple guisado con ese toque de cariño que ningún chef de hotel cinco estrellas podrá nunca igualar.

Otro momento de total lucidez y agrado es cuando leemos con mi padre nuestros autores favoritos o simplemente los discutimos. Y a propósito de lo que significa llegar a esta etapa, desempolvamos textos y libros para luego deleitarnos con las frases ingeniosas de tantos literatos, poetas y filósofos sobre este tema no menor y bastante extenso. Se puede decir que la vejez es ese delicioso período después de la primavera y el verano que advierte prepararse para el otoño y el invierno. Muchos escritores la han descrito como la edad del conocimiento, donde al fin se entienden muchas cosas. Esa época que “…no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad” como lo mencionaba García Márquez, ese ciclo en el que ya se hizo de todo y al mismo tiempo falta mucho por hacer, un mar de sueños que parecieran ser pocos pero siguen siendo sueños. Le comento yo a don Jorge que creo que es un último trayecto en la existencia de cada cual, propicio para descansar de todas las sazones y desazones que ofrece la «supervivencia» humana. Es el inicio de un lento tramo de preparación a ese tiempo que viene después, que solo es bello si se ha vivido cercano a la belleza. Es esa lenta espera de satisfacción o no, de haber cumplido una misión. Sin duda ésta es una de nuestras charlas favoritas y el viejo la resume en una frase que le encanta de Ingmar Bergman:

          “Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen,                pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”

Robert Das el famoso “futurólogo” decía ya hace unos cuantos años que el ser humano volvería a las montañas, a lo fundamental. Y es esa gran montaña, el ícono de Bergman, que mi viejo añora, la que seguiremos escalando para encontrarnos con el elixir o con lo divino.

Comparando mi vida con la de mi padre, pienso que hay notorias diferencias y no es para menos. Los tiempos cambiaron tan vertiginosamente y a pesar de haber gozado de una sólida educación en valores – de los antiguos – nuestra generación, la “generación de cristal” nos ha tocado afrontar una existencia más acelerada, en busca de satisfacciones económicas, laborales, y sociales, con un marco de fondo: la situación política del país y del mundo, que ha convulsionado nuestra naturaleza. Nuestro paso por aquí ha sido diferente. Las crisis las hemos afrontado diferente. La pandemia tambien nos adoctrinó en parte de eso. Estábamos muy sujetos a lo banal, a lo que no necesitamos y ese golpe bajo, nos enseñó a valorar con ahínco la familia, el entorno, a preocuparnos de uno u otro modo por los demás, los amigos o familiares al menos para preguntarles cómo se encuentran de salud, que parece ser lo único importante y ahí nuestros padres y el seno familiar han tenido una relevancia innegable.

En fin de todo esto hablamos los domingos, el día de descanso de don Jorge, ese padre y mi querido viejo que ahora ya camina lerdo, que canta con lágrimas en los ojos, en las notas de su acordeón “Yo conozco a Claudia”.

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