Nació muy cerca del Mediterráneo, el último día de Mayo de 1910. Fue la mayor de 7 hermanos, y su primer recuerdo la esboza sentada en una mecedora con un bebé en brazos, impulsándose con los pies en la pared donde su madre, previsoramente, había clavado una hoja de periódico.
Carmen dejó de ir a la escuela antes de cumplir los 10. Su infancia apenas supo de juegos, y sí de innumerables viajes al pozo del patio para acarrear agua, horas dedicadas a cocinar para la familia y largos ratos de coladas repletas de pañales. La madre, María, fue su única maestra apenas el tiempo suficiente para asegurarse de que podía dejarla sola con la tarea encomendada y dedicarse ella misma a limpiar el corral de las gallinas, cuidar de sus otros hijos o cortar leña, pues el carbón era un lujo que muy pocas veces podían permitirse. El padre, como el personaje de Saint-Exupery en el Principito, era farolero, y también arreglaba carruajes. Cuando la luz eléctrica y los coches le dejaron sin trabajo trasladó a su familia a un pequeño pueblo de Cartagena.
En 1936 Carmen tenía 26 años y en la única foto que conservamos de ella aparentaba al menos 10 más, con la mirada al frente, la boca en un rictus serio y el pelo negro, del mismo color que sus ropas, recogido hacia atrás. Ya había conocido a Andrés, él hombre con el que llegaría a casarse, pero poco o nada llegó a contarnos de su noviazgo: durante los tres años siguientes la memoria se le llenó de miedo, ruido, hambre y angustia, y era incapaz de hablar de otra cosa cuando le preguntábamos cómo y cuando se conocieron.
Miedo cuando en la cola del racionamiento oyó la sirena que precedía a las bombas y echó a correr despavorida hasta llegar a su casa, a 20 Kms de allí. En el suelo quedó la vieja cesta, la cartilla de racionamiento, la botella de cristal hecha añicos para recoger el medio litro de leche al que tenían derecho por tener dos niños en casa. Corrió 20 kms sin parar, golpeó la puerta con un apremio desesperado y cayó en el umbral desvanecida de agotamiento.
Ruido cuando los aviones surcaban el cielo en medio de la noche y todos corrían al sótano mientras su padre, imperturbable, permanecía bajo el marco de la puerta asegurándoles que nada lo sacaría de su casa y que ese lugar (el marco de la puerta) era indestructible, pues había visto muchas viviendas en ruinas con esos marcos intactos.
Hambre después de pasar más de un mes comiendo cebollas hervidas («todos teníamos los pies y las manos hinchadas, las cebollas retienen líquidos»), y recibir la noticia de que una bomba había matado un caballo cerca de allí; tuvo que ir a pelearse con los vecinos por un pedazo de su carne y observó luego como su madre despedazaba alegremente los últimos muebles que les quedaban para asarla en el hogar. («Trajimos unas cuantas piedras grandes del secarral y las utilizamos como sillas. Y con la piel del caballo pudimos tapar los agujeros de los zapatos»)
Angustia al oír llorar a su hermana de 8 años pidiendo pan, o al ver pasar los meses sin noticias de su hermano Juan, alistado en el bando republicano, o escuchando a los que sí volvieron. O viendo como Alberto, que hasta hace nada era un adolescente que se escapaba por las noches para participar en un grupo de teatro porque quería ser actor, se convertía en un niño taciturno y aterrado que temblaba cuando alguien preguntaba cuándo iba a alistarse el chaval, que todas las manos eran necesarias.
Pasó la guerra y Carmen y Andrés se casaron. El miedo, el hambre y la angustia dejaron de flotar en el aire para instalarse en el corazón de quienes habían creído en los que perdieron. A Andrés se lo llevaron un día, un dia eterno en el que todas las puertas se cerraron al verla pasar y sintió que de pronto se hacía invisible, pues hasta la mirada le retiraron. Tuvo suerte y uno de sus jefes respondió por él, pero ya había pasado el tiempo suficiente para que regresara a casa con varios huesos rotos. Juan no volvió nunca, y nunca supieron qué había sido de él.
Pero lo peor y lo mejor de la vida es que avanza imperturbable, sin dejarte otra opción que seguir adelante. Y en este caso la vida fue llenándose de risas infantiles, de juegos y comidas alegres al salir del trabajo. Conchita, Andrés, María y M Carmen llegaron año tras año a la pequeña casa que consiguieron («ventajas de tener un marido albañil, transformó una cuadra que se caía a pedazos en un hogar»). Como en un gran puzzle, cada uno fue ocupando su sitio en la familia: Conchita fue la más responsable, la que volvió a desempeñar el rol de hermana mayor aunque su madre no le permitiera dejar la escuela. Andrés se convirtió en el niño rebelde al que había que castigar de vez en cuando por ir con el tirachinas a cuestas con los «zagales» del pueblo, y que una vez se escapó del encierro impuesto por una de sus trastadas poniéndose una falda de su hermana, pues le habían quitado los pantalones para evitar que escapara de nuevo a la calle. Mª Carmen, la pequeña, paso a ser la muñeca mimada por todos.
Y en este orden María siempre desempeñó un papel especial. Pocas niñas tenían en el pueblo su pelo rubio y rizado y sus ojos claros. Menos admirada era su inteligencia despierta: «Mujer que sabe latín no puede tener buen fin», le decían severas las vecinas cuando empezaba a desgranar sus innumerables porqués. Pero sus padres la miraban crecer con una mezcla de sorpresa y orgullo mal disimulado, y Andrés apenas podía esperar a que acabara su larga jornada en la obra para sentar a su pequeña en las rodillas y mantener una animada conversación con ella sobre el origen de las estrellas o las diferentes clases de árboles y frutos de la huerta, mientras Carmen meneaba la cabeza entre preocupada y divertida, preguntándose a quién habría salido esa chiquilla anciana y sabia.
Hasta que un día que empezó como todos los demás la angustia volvió a inundarlo todo. No había cascos ni arneses entonces. Andrés cayó del andamio en el que trabajaba. Lo trajeron entre cuatro compañeros con la advertencia del patrón de no tardar más de media hora en volver. Aparentemente no se hizo nada grave, pero murió tres meses después. María siguió sentándose en la misma silla cada noche, hablando en voz alta de las mismas cosas y sin admitir que nadie la interrumpiera. («¿Es que no veis que estoy hablando con papá?»)
8 meses más tarde, cuando el duelo estaba apenas iniciado, María empezó a dejar de comer y a quejarse constantemente de que le dolía la tripa. Comenzó un peregrinaje de médico a médico que no sirvió para nada. Se fue tranquilizando a su madre, afirmando que se reuniría con papá y que los dos les cuidarían. Cerró los ojos sonriendo.
(Carmen lamentó toda su vida no haberle hecho a su niña más que una foto en la que se la veía apenas, borrosa en su vestidito blanco. A veces cerraba los ojos con fuerza y su voz siempre serena se quebraba durante un instante mientras decía «se me está olvidando su cara, pero recuerdo su risa como si la hubiera oido hace un momento»)
Una mujer viuda y sin estudios en la España de finales de los 40 tenía muy pocas opciones. Tuvo que ponerse a servir, interna en una casa en la que entre otras cosas cuidaba a los niños de sus patrones, y dejó a sus hijos con su madre. Pero la abuela María era ya mayor y apenas sobrevivió tres años a su nieta. Así que Conchita, que apenas llegaba a los 12 fue a casa de una tía a «echar una mano», mientras que Andrés y M Carmen, de 7 y 4 años, ingresaron en un internado de monjas en el que verían a su madre sólo una vez al mes. Él fue al edificio de niños y ella al de niñas, y tuvieron que conformarse con saludarse de lejos en el recreo, deslizando la mirada a través de la alambrada que separaba los dos patios. Allí estuvieron hasta que con 19 y 16 años cumplidos marcharon a la capital, donde su madre había conseguido un trabajo en la portería de un bloque de pisos del barrio de Argüelles. La pequeña de la familia se dedicó a trabajar en una pensión de estudiantes donde se ocupaba de la colada y la plancha, y allí conoció a Jesús, un tuno que estudiaba económicas y que había llegado hacía poco de Asturias. Ambos se casaron tres años después. Su primera hija, yo, nació también en Mayo y también se llamó Carmen.
Mi abuela siempre ha tenido en mi memoria el pelo gris peinado hacia atrás, la mirada seria, severa y grave, la voz serena y un sentido del humor ácido e imprevisto que contradecía todo lo anterior. También tenía una casa en Vallecas llena de tesoros e historias fascinantes, cerca de un bulevar y una plaza con el busto de una anciana roquera a la que yo podía mirar durante horas.
Mi abuela tenía un reloj en su cuarto que me mecía con un tic-tac estridente y continuo cuando dormía con ella. En la oscuridad, la esperaba inventando canciones a su ritmo, y cuando se acostaba a mi lado me acurrucaba feliz junto a su cuerpo, sintiéndome completamente a salvo de todos mis fantasmas infantiles.
Mi abuela tenía un olor inconfundible, olor a hogar, a leche caliente, a tardes lentas y abrazos largos.
Mi abuela me compraba un sorbete de fresa todos los Domingos después de misa, y me dijo un día que no le pidiera nunca a Dios que no me mandara más de lo que puediera soportar, porque las mujeres podemos soportarlo casi todo».
Mi abuela me contó todo esto y mucho más en una silla baja de mimbre en la casita del pueblo cartagenero donde volvió ya anciana para pasar los últimos años de su vida, siempre al caer la tarde. Y un día me enseñó una medalla envuelta en papel de seda con una cinta azul fechada en 1920, y me dijo que quería mucho a todos sus nietos, pero que yo había sido la primera y que siempre había sido su favorita. Y me sentí muy orgullosa cuando puso esa medalla en mi mano con la promesa de no decírselo a nadie.
Carmen, mi abuela, se fue un 2 de Noviembre, hace ya más de 20 años. Me dejó su nombre y creo que también un poquito de su tremenda fortaleza. Yo aún la pienso, aún la quiero, aún la recuerdo. Aún la mantengo viva.
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