La memoria me la imagino como una inmensa biblioteca llena de estanterías repletas de recuerdos. A lo largo de la vida hay recuerdos que se quedan en los estantes más bajos y accesibles, y a menudo echamos mano de ellos, pues nos resultan agradables recordarlos, mientras que otros se encuentran olvidados en los lugares más altos y permanecen llenos del polvo del pasado.

Estos últimos, por distintas razones, nuestra memoria quiere retenerlos allí y no desempolvarlos nunca. Pero, a veces, una mirada, un objeto, una melodía o cualquier otra cosa consiguen que nuestra memoria se acerque a ese estante lleno de polvo, y saque ese recuerdo del letargo y del polvo acumulado del pasado.

Eso es lo que me pasó un día, sin yo buscarlo. El pasado, que yo creía enterrado y olvidado, se presentó ante mí.

El por qué me viene ahora, a las seis de la mañana, andando por una calle desierta de la ciudad, mientras me dirijo al trabajo, el recuerdo que voy a relatar, es algo que no sé explicar. Pero es uno de eso recuerdos llenos de polvo. Y su activación quizás se deba a que el trabajo al que me dispongo a ir, consista en cuidar a un niño, y eso me lleve a recordar a mi madre y determinadas vivencias que tuve con ella.

En concreto retorno a cuando yo era joven, hace ya 40 años. Iniciaba mi vida universitaria en Sevilla.

Aunque yo siempre había vivido en Madrid, debido a la separación de mis padres, decidí irme a vivir con mi madre a Sevilla. Mi madre estaba rebosante de felicidad por regresar a su ciudad natal, después de 30 años residiendo en Madrid.

Mi madre era una mujer peculiar. Arrastraba desde hace varios años una tremenda insatisfacción por lo que hasta entonces había sido su vida, es decir, ser esposa, madre de cuatro niños y ama de casa. Todo ello no le había reportado la felicidad esperada.

Mi padre tenía treinta años y mi madre veinticinco cuando se conocieron, y tras tres años de noviazgo, se casarón.

La causalidad hizo que mi padre fuera destinado a Sanlúcar de Barrameda, donde mi madre y su familia pasaban el verano. Trabajaba como contable en una sucursal bancaria y tenía un futuro prometedor. Había conseguido el objetivo trazado desde el principio, que era que su madre dejara de trabajar. Tras la muerte de su marido en la guerra había tenido que trabajar limpiando casas. Mi padre tenía entonces siete años.

Pero ahora que por fin la tenía en casa con la familia. Ahora era el momento de pensar en sí mismo y buscar a una mujer para formar su propia familia.

Mi madre ayudaba a su tía en el pequeño taller de costura que tenían en los bajos de su casa de Sevilla. Pero su familia buscaba un destino diferente para ella, querían casarla cuanto antes con un buen partido. Y pretendientes no le faltaban, mi padre era el más apreciado por la familia de mi madre.

Elena era por entonces una joven hermosa: pelo negro y largo. Figura delgada y esbelta. Y vestía con elegancia y sencillez. Tenía un carácter fantasioso y alegre, que cautivó enseguida al joven tímido, serio y pragmático, que sólo había estado enamorado una vez, siendo un adolescente.

Se llamaba Vicenta, la adolescente de la que se enamoró y la conoció un verano que pasó con sus primos, que tenían un estanco que lindaba con la casa de Vicenta, en Grazalema. Vicenta era hija de un marino. Con ella y sus tres hermanos hacía largas excursiones por el monte, a pesar de ir calzados con simples alpargatas. Pero Vicenta estaba enferma y murió de tuberculosis un invierno.

La forma de conocerse de mis padres yo la sabía de boca de mi madre. La había acribillado con preguntas sobre cómo, cuándo y dónde se conocieron.

Las respuestas de mi madre me parecieron insuficientes y algo evasivas. Mi madre parecía dar a entender que, aunque le había gustado su futuro marido, no existía un enamoramiento intenso por su parte. Pero los parientes la impulsaron a dar el gran paso, que no era otro que casarse.

José era un buen partido, de auxiliar adminis­trativo pasó en pocos años a director de una sucursal.

José se quedó enseguida enamorado de la belleza y gracia de Elena. Ella le aportaba fantasía y un espíritu alegre a su mundo, responsable, pragmático, aburrido, serio y ordenado.

Durante los tres años que duró el noviazgo, José se acercó todos los fines de semana a Sevilla, donde Elena vivía con su familia, para verla.

A Elena le gustaba su timidez y su galantería. José se sentaba a su lado, mientras ella cosía y le ayudaba a enhebrar las agujas. Con las manos extendidas se dejaba poner las madejas que ella ovillaba. Estaba ducho en este menester, pues se había criado con sus tres tías, que también dedicaban mucho tiempo a las labores.

Por las tardes, le gus­taba salir de paseo con Elena. José estaba orgulloso de salir con una mujer tan guapa y elegante. Elena llamaba la atención por su belleza de artista de cine y su cuidada, y ele­gante vestimenta.

A veces cogían un coche de caballos, que les llevaba hasta el parque de María Luisa. Con el trasfondo del ruido de los cascos de los caballos, José le hablaba de sus planes de futuro. Él tenía prisa por casarse y crear una familia.

Elena decía a todo que sí. Soñaba con tener una casa grande con terraza y comprarse vestidos bonitos para ir al cine o al teatro.

Pero el matrimonio no fue como Elena esperaba. Los hijos llegaron enseguida, uno detrás de otro. Y ella, que era tan coqueta, vio con horror, que se estropeaba su figura y su belleza, ya que el cui­dado de la casa y de los niños no le dejaba tiempo para ocuparse de si misma.

Por otra parte, José trabajaba todo el día y volvía a casa muy tarde. Y la relación pronto em­pezó a enfriarse.

Después a José le ofrecieron un trabajo en Madrid. El traslado a Madrid, pasadas las Navidades, no fue una buena idea. A Elena la ciudad se le antojó incómoda y fría. No bus­có amistades y se recluyó en casa.

Frente a la luminosidad, el clima más cálido y la vida más tranquila de Sevilla, estaba el frío, los días de duro invierno y la vida de prisas y estrés de Madrid.

Elena se marchitó como una rosa expuesta al sol y sin riego. Antes de su matrimonio había vivido sin asumir responsabilidades. Verse de pronto con cuatro niños, le supuso un cambio que no pudo o no quiso asumir. Llegó un mo­mento que dimitió de sus obligaciones como madre y esposa, y vivió para sí misma.

Mientras mis hermanos y yo fuimos niños, mi madre fue tirando, pero cuando llegamos a la etapa juvenil, y cada uno fue buscando su futuro, mi madre se sintió abandonada. En cierto momento se quedó fuera de nuestras vidas por decisión propia, aún no sé muy bien por qué. Comenzó a comer desmesuradamente y a no cuidarse. En poco tiempo se convirtió en una mujer obesa que apenas salía de casa. Y su interés por su familia se perdió en alguna oscura y lejana parcela de su mente.

Mi padre ocupó su lugar, asumiendo los dos papeles, el de madre y el de padre.

Mis padres aguantaron juntos hasta que mis hermanos y yo fuimos mayores, y después se separaron.

Como he dicho anteriormente, yo me fui con mi madre a Sevilla, no porque quisiera estar con ella, sino por propia conveniencia. En Sevilla me era más fácil entrar en la Universidad.

Mi madre había heredado de su tía dos apartamentos en el centro de la ciudad, en una calle peatonal, donde los únicos sonidos eran los de los pájaros y el ruido de las personas que pasaban por la calle. El cambio, con lo que había sido nuestra vida en Madrid, en una calle transitada de día y de noche por abundante circulación de coches, era grande.

Los apartamentos eran pequeños y estaban uno enfrente del otro en un pequeño edificio de tres plantas con azotea. Casi podíamos tocar con la mano el edificio de enfrente. Nosotras ocupábamos la tercera planta. Puedo ver aún los balcones abiertos con macetas de pilastras y el cielo azul resplandeciente. Y desde la azotea, el panorama era una blanca marea de azoteas, donde la ropa ondeaba al viento como las velas de los barcos, y se combinaba con las cúpulas y torres de varias iglesias. Al atardecer, las golondrinas lanzaban sus trinos hasta que el sol se escondía, dejando paso a la noche.

Yo pensaba que mi madre sería feliz en su ciudad natal a la que tanto había echado de menos en Madrid. Y al principio así fue. Amuebló la casa a su gusto y se reencontró con su querida Sevilla.

Yo vivía impulsada por la fuerza y despreocupación que da la juventud, es decir, vivía a mi aire, sin dedicarle mucho tiempo a mi madre.

Ahora, con los años pasados veo mi error y puedo ver lo que entonces no veía, la necesidad de mi madre de sentirse querida. Yo no supe ver esa querencia.

Y el culmen de mi dejadez fue un día que salí con ella a la calle. Hasta entonces no habíamos salido nunca juntas desde que llegamos a Sevilla. Y la causa no era otra que la vergüenza que yo sentía por si alguien conocido me veía con mi madre. Ella era vieja, gorda y vestía ropa fea. Pero ese día accedí porque era festivo y supuse que no me encontraría con ninguna amistad, pues mis amigos de la universidad eran, al igual que yo, de otras ciudades o pueblos y aprovechaban los días festivos para irse a sus lugares de origen.

Mi madre quería ir al cementerio donde estaban enterrados sus padres. Salimos temprano de casa. El día acompañaba. Era un día de primavera soleado y prometía ser caluroso. La ciudad olía a azahar, con una intensidad embriagadora.

El trayecto, desde casa hasta el autobús que nos llevaría al cementerio, se me hizo eterno por el lento caminar de mi madre. Me alegré de que las calles que recorríamos fueran tan estrechas para no tener que caminar a su lado, sino unos pasos por delante, lo que me permitía no tener que aguantar las risas de unos niños que se cruzaron en nuestro camino.

Estuve tentada de regresar a casa poniendo cualquier excusa, pero entonces miré a mi madre, y la vi tan contenta.

Cuando alcanzamos la avenida, me situé a su lado y ella me cogió del brazo. Mi madre hablaba y hablaba, pero no recuerdo de qué, pues yo estaba tan ocupada en vigilar si veía a alguien conocido que apenas la escuchaba. Y así llegamos a la parada del autobús.

Mi madre se sentó, y yo permanecí de pie, unos pasos alejada de ella. No había nadie y recé para que el autobús llegara lo antes posible.

Entonces, cuando ya el autobús se acercaba, oí una voz que me llamaba, y que, con el nerviosismo que tenía, me parecía provenía del más allá, pero no, era de una chica que estaba a mi lado.

La chica era una compañera de la universidad. Nos saludamos y ella me pregunto si también iba al cementerio.” Pues si”, le contesté. “¿Algún familiar?”, me preguntó. Y aquí mi respuesta fue: ”Si, mi madre.”

Nunca podré olvidar la tristeza que se reflejó en el rostro de mi madre. Sin mirarme ni decirme nada, subió al autobús con paso vacilante y ayudada por dos mujeres jóvenes. La vi resoplar y caer después en uno de los asientos como un fardo.

Yo puse una excusa a mi amiga y salí disparada de la parada.

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