Recuerdos empañados con su aliento

Recuerdos empañados con su aliento

Ana María Prats

26/03/2021

Acaba de entrar una polilla por la ventana. ¡Asústala! ¡No me gusta tener polillas en casa!, porque esta es mi casa. Hace mucho tiempo que estoy aquí. Espera que bajo la radio un poco. Mira los cuadros, las fotos… estáis todos vosotros y también todos los niños. En esta están las tres niñas, ¡qué guapas! Y mira, aquí en el tocador tengo los dibujos que me hicieron los tuyos, ¡eran tan pequeños! Cuando me levanto les doy un beso. ¡Ahora han crecido mucho! Son más altos que tú. Y yo, bueno… Yo me voy encogiendo. Pero por las mañanas cuando me despierto le digo al Señor: «que vayan pasando los que se van, que yo me quedo aquí. Otro día más».

Ven. En este lado de la mesa tengo los trabajos que me regalaron, ¿ves? Aquí los guardo todos: el sol, la vaca que es una cajita, la papelera la tengo debajo de la mesa ¡que no quiero que me la quiten! La plantita la tengo en el baño, me la regaló tu hermana, así cada noche la riego un poco.

¡Ah! Mira. La ropa de invierno está guardada encima del armario, en esa caja con estampado de cuadros rojos y verdes. Luego me bajarás el jersey rosa. antes de irte ¿vale? Es que cuando bajo a la tele me quedo destemplada. Mejor todo bien guardado que una nunca sabe… Me faltan zumos y esas magdalenas que me gustan, que ya no me quedan. Me las traerás ¿verdad?

¿Los niños están bien? Qué traviesos de pequeños, ya me acuerdo ya… En casa… Bueno… Ya sé que ahora en casa no puedo estar yo sola como antes y en otra casa no quiero estar. Sin embargo, aquí… Me cuesta. Pero llevo la foto de mi padre en el bolsillo ¿ves? y su rosario. Saco la foto y le doy besos, así. Menos mal que encontré el rosario pensé que me lo habían robado. Mira, aquí tengo las fotos de los bebés, ¡qué pequeños eran! Recuerdo cuando fui a verte y me gustó mucho estar allí contigo. Ya sabes que soy muy habladora y me paraba a charlar con todo el mundo: el carnicero, el de la frutería, hasta en la cafetería donde me tomaba mi cortado mientras estabas trabajando. Les decía de dónde era y ellos me contaban las anécdotas de sus viajes, casi siempre salía mi ciudad en la conversación.

En apenas quince metros cuadrados de recuerdos cabía toda una vida. La poca luz que las ramas del árbol dejaban entrar por la ventana iluminaba su memoria acompañada por los testigos de la historia: fotos colgadas de la pared, pinzadas en un cable grueso de nylon fijado a una regleta de color platino que los suspendía desde lo alto. Flotaban encima de su cabeza y, a merced, se mezclaban unos con otros a conveniencia del momento que precisaban sus sentimientos. Su padre ahora era para ella el que fue su marido, fallecido años atrás, y así le sentía y le mentaba: “papá” mientras rodaban mejilla abajo las lágrimas que no había llorado.

La caja de cartón encima de la mesa de camilla con faldas albergaba un lápiz raído, una goma de borrar gastada y algún que otro lapicero de color que atestiguaban una de sus pasiones: el dibujo. Ella alardeaba ahora de esta afición que despacio iba quedando en el recuerdo, aunque el orgullo la mantenía todo lo viva que podía para demostrar su destreza a la más mínima oportunidad que le ofrecían las actividades programadas. Atrás quedaron los últimos años en la casa en la que formó su gran familia. Siete hijos y doce nietos.

Recordaba las tardes compartidas con las amigas en el taller de manualidades; los ovillos, los bolillos y la elaboración de puntas de cojín que con arte confeccionaba para decorar pequeños pañuelos, tapetes y otros abalorios del hogar; la gimnasia en la piscina; el tai-chi… De camino al curso de informática se detenía para tomarse su cortado con alguna convecina para romper la mañana y animar la soledad. Y, con suerte, el fin de semana vería a los suyos y disfrutaría de un buen fricandó de ternera en casa de uno de ellos que vivía cerca del mar. Disfrutaba paseando y ojeando las tiendas de ropa hasta que el paseo marítimo la llevaba a la orilla. Se remojaba los pies, «para la circulación», decía, y caminando descalza por la arena perdía su mirada al infinito.

Los siete meses que permaneció encerrada menguaron su estatura y el brillo que aún quedaba en sus ojos. Su memoria inmediata se había ido devaluando con el devenir de las monótonas jornadas. Una igual que la siguiente, sin tener noticias que la alentaran para poder ver a los suyos ni visitas con las que comentar su cotidianidad. Sus antes desvelados recuerdos se han ido fundiendo en una amalgama de frágiles fragmentos disconexos. Unas piernas embotadas por falta de paseos y golpecitos de agua de mar solo la llevan de la habitación al comedor pasando por la sala de la televisión.

Demasiado tiempo. Demasiada soledad. Demasiada tristeza. Demasiado abandono. El único contacto con los suyos era apenas unas palabras al teléfono aguadas por las lágrimas no contenidas y sin ninguna imagen en la que reflejarse. La esperanza no perdura, ya no enraíza. Solo el día a día en la monotonía de las salas con sillas, olor rancio a desesperanza y pasillos con butacas alineadas y presididas por cuadros antiguos. Y, a la postre, los compañeros de final de viaje.

—Bueno guapa. ¿Ya te tienes que ir? Qué rápido ha pasado el tiempo…

—Sí mamá, ya llevamos media hora.

—Vendrás otra vez ¿verdad?

—¡Claro mamá! Me dejan volver la semana que viene.

Se dieron un abrazo, un beso en la frente y se dijeron que se querían.

Al cabo de siete días volvimos a encontrarnos. Era un día especial, podíamos salir si teníamos en cuenta las medidas de seguridad que, nos hicieron casi prometer, que las llevaríamos a rajatabla.

Esta vez el paseo fue reconfortante. Despacito y con ayuda de codo y bastón fuimos llegando a la plaza del pueblo.

—¡Hola guapa! ¿Cómo estás? ¡Hace tiempo que no te vemos!

—Pues mira… con la hija. A dar una vueltita. Parece que hace un buen día y me va bien caminar un poquito. Es que las monjas no nos dejaban salir de allí… pero ahora ya no está el bicho y ya podemos salir, ¿verdad? —comentó mirando a su hija.

—¡Claro mamá! Pero tenemos que ir con cuidado… ya has oído lo que nos han dicho. Con distancia y la mascarilla.

—No veo yo que haya que hacer tantas tonterías, pero bueno, si lo dicen hay que hacer caso, sino luego nos regañan.

—Tranquila, ahora vamos a casa un ratito y en el patio podrás cuidar de las plantas y merendaremos, ¿vale?

—Claro, vamos, vamos. ¡Adiós Encarna! Y ¡buen día!

El tiempo que invirtieron en llegar a la casa de su hija tuvo alguna parada más. Ella era muy popular en el pueblo y hacía ya bastante tiempo que no veía a sus convecinas. Los recuerdos en cada esquina se agolpaban en su cabeza de tal manera que ni tiempo tenía de ir relatándolos al ritmo que pasaban ante sus ojos.

Ves, aquí iba al taller de costura, ¿te acuerdas? Te hice las sábanas de la boda bordadas y las bufandas para los chicos. Me gustaba pasar la tarde con las amigas. Y este era vuestro colegio. Ha cambiado mucho de cómo era entonces. Las monjas me hablaban bien de todas vosotras, aunque había una, la “Matusalén” … bueno, esa era un poco especial. Así la llamabais vosotras y todas las niñas del colegio. «Es que era muy mayor y siempre parecía que tuviera la misma edad»—comentó la hija. Mira ¿ves? Aquí vivía Teresita. Éramos buenas amigas. Tenía dos niños iguales, gemelos. Siempre los confundí. ¿Dónde estarán ahora? Ya serán muy mayores. Y ella, creo que murió hace años. Tenía alguna enfermedad. Es que desde que su marido faltó, ya no fue la misma. Pobre Teresita. Y por esa calle está la piscina. Qué bien me sentaban los baños, yo hacía lo que podía, pero el monitor siempre me decía «Muy bien. Muy bien. Así. Adelante». Era muy simpático.

—¿Quieres que nos sentemos un rato en ese banco?

—No, no. Vamos que quiero ver cómo tienes las plantitas. Siempre tengo que arreglarlas, ya se que tu las riegas, pero no es lo mismo. Yo les digo cosas y se ponen contentas. Tienes que decirles cosas bonitas a las flores y se ponen hermosas.

¿Aquí vive aún la Francisca? Creo que era una de estas casitas bajitas, cerca de donde iba a comprar la fruta. A veces os mandaba a una de vosotras. Veo que está cerrado. Ya debe ser mayor, ella y su marido. Él tenía el campo al lado del de tu padre, allí en el río y también tenía árboles frutales. Son buena gente.

—Mi padre ya no está vivo, ¿verdad? —le preguntó a su hija con los ojos anegados.

—No mamá. Papá falleció hace trece años.

—Claro, mi papá ya no está. Él iba por las mañanas muy temprano al Borne a comprar fruta para que yo la vendiera en el mercado junto con la que recogía del campo y luego se iba a trabajar al Ayuntamiento. Trabajaba mucho, con tantos hijos, ¿verdad?

—Sí, era muy trabajador y tu también. Cuidándonos y vendiendo la fruta en el puesto del mercado. Los dos habéis cuidado muy bien de todos nosotros —agregó la hija dándole un beso en la frente.

—Pero ahora ya estoy cansada.

—¿Te acuerdas cuándo con papá hicisteis un curso de matemática moderna para ayudarnos a hacer los deberes? ¡Menudo mérito! —apuntaba la hija.

—A mí siempre me han gustado las matemáticas. Si mis padres me hubieran dejado estudiar… pero como solo estudiaban los chicos. Mi hermano sí que estudió, ahora no me acuerdo mucho. Pero siempre ha trabajado en una editorial y no le iba mal. ¿Ves? Estas son las cosas que pasaban antes, las mujeres no podíamos hacer lo mismo que los hombres. Pero bueno, ahora ya soy mayor…

—Aunque tu fuiste una adelantada a tu tiempo. Me acuerdo que nos explicabas que fuiste la primera chica en llevar pantalones y andar en bici por el pueblo.

Ella empezó a reír y se acercaba la mano a la boca de tapadillo…

Algún chasco me llevé por este motivo. Los vecinos que no estaban acostumbrados. Y como yo misma me hacía mi ropa, pues me acuerdo que cosí esos pantalones -que ahora los llaman de pescador- hasta debajo de la rodilla, con una tela fina de color negro, era casi verano. ¿Ves? Aquí compraba las cosas de droguería para casa y la dependienta me compraba a mí. ¿Te acuerdas que vendía ropa hecha a mano, por la Piquet? ¿Te acuerdas? Iba a buscárselo a su taller y llevaba las comandas a las clientas. Conocía a mucha gente en el pueblo y todas quedaban contentas. Aún debo tener en casa algunas cosas. A ti te compré las fundas para los biberones de los chicos y las fundas de los chupetes…

—Sí, aún las guardo, aunque ¡ya están muy mayores ahora!

Sí y me dijiste que hacen mucho deporte. De pequeños siempre me traían dibujos y trabajos manuales de regalo. Los tengo todos en casa. Y los miro y me acuerdo de ellos y miro las fotos de cuando eran bebés, todos los bebés de la familia. A mi padre le hubiera gustado verlos grandes, como son ahora. ¡Bueno! Ya hemos llegado. ¿A ver estas plantitas? ¿Ves? No las veo contentas. Tienes que decirles cosas bonitas.

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