Él era un calco de su abuelo, decían en el entorno familiar. Y de tanto oírlo, ya lo tenía asumido. Por eso el abuelo Federico ocupaba un lugar importante en su pensamiento, incluso después de muerto cuando el nieto apenas alcazaba la década vivida. Le costaba ser preciso porque algunas cifras, con el tiempo, se iban perdiendo por el camino, por ejemplo, las edades exactas de ambos en el momento de que el anciano pereciera. Mateo sentía fascinación por las personas mayores, les sondeaba, imaginaba sus vidas.

Una vez, durante un paseo, el anciano tropezó y se cayó, provocándose innumerables heridas, una nariz rota y una cara llena de magulladuras. Los efectos de la caída -la cara ensangrentada, el cristal roto de la lente y la montura de la gafa doblada- asustaron al crío, que lloró sin parar, quitándole el protagonismo al accidentado. Posteriormente, aquella imagen quedó sellada en la memoria de Mateo como uno de esos impresionantes recuerdos centrífugos que se quedan dando vueltas. Estas caídas pasaron a ser algo corriente y en todas ellas había un detalle común: -¿Por qué al caer nunca pones las manos por delante? De esa forma, evitarías estamparte la cara contra el suelo –le reprochaba el menor.

Mateo era sensible. El origen de esta sensibilidad se remontaba a su abuelo, de carácter tímido, miedoso y transparente como él. Las malas lenguas reprobatorias de algún familiar receloso decían que el viejo se escondía cada vez que llegaba alguien a casa, fuera o no un extraño. Mateo no se sentía cómodo con esa etiqueta de lobo estepario y prefería tener a su ángel de la guarda como alguien alegre, aficionado al baile y la música tango de Gardel. A Mateo no le asustaba la gente, en todo caso era apatía y desinterés cuando esos individuos no eran de su elección. Rechazaba el calificativo excesivo de misántropo; en cambio, le gustaba hablar de optimizar el tiempo. Allá por los diecinueve años –no sé si existe una edad concreta para esto– Mateo aprendió que el tiempo era breve y lo mismo nuestras vidas, se dio cuenta de la importancia de gestionar con quién pasaba sus horas del día. En ocasiones le ocurría que la otra persona sí deseaba estar un rato en su compañía, aunque no fuera recíproco. El otro insiste en ser tu amigo y tú solo le has dado el rango de conocido. En la amistad y entre conocidos también ocurre como en el amor, siempre hay uno de los dos que ama más que el otro. Incluso hay conocidos que te caen mejor que otros y a los que no te importaría seguir conociendo hasta convertirlos en amigos. Ocurre que se presta atención a personas y se acude a reuniones que no apetecen, arrastrados por una amistad primigenia desgastada con el paso de los años, una relación de cariño como el que tienen esas parejas carcomidas, hombres y mujeres que se miran, pero ya no se sienten, simplemente están.

-Tu abuelo no se identificaba con la gente de su entorno. Nunca se había sentido parte del vulgo.

-Cuéntame más -dijo el hijo aún con semblante decepcionado-

-Te adoraba, se desvivía por ti -recalcó la madre-. Era tu protector. Le recomendó un libro. -Algún día, deberías leer La sonrisa etrusca de José Luis Sampedro para entender cómo era ese vínculo.

El día que el abuelo murió, sonó el teléfono de madrugada y la madre de Mateo descolgó el aparato, uno de esos teléfonos de rueda de los ochenta. El timbrazo despertó a todos; instantes después, su madre se puso a llorar. Era un llanto húmedo, desesperado, que arrancaba desde el fondo de su alma y que los susurros del padre intentaban aliviar sin demasiada fortuna. A la mañana siguiente temprano los dos hicieron una maleta de fin de semana y se fueron ojerosos y alicaídos a esparcir las cenizas por la costa como era deseo de Federico. El abuelo había fallecido en un accidente; parece ser que un conductor imprudente o su propio despiste precipitaron su final.

Ese día acabó la relación física, terrenal, entre ambos, y empezó otra espiritual en parte basada en la imaginación en parte en los hechos contados por terceros. Que el abuelo se inició desde muy joven en el pastoreo con las ovejas en un pueblo perdido de la provincia de Zaragoza, que rechazó ser el cura del pueblo y que más tarde rehízo su vida como taxista en Barcelona. Que casi no sabía escribir porque no había ido a la escuela y había aprendido a leer gracias a la labor de los ateneos libertarios que proliferaban en esta ciudad durante la década de los treinta. Que le gustaba jugar al dominó. Que era un autodidacta en una época oscura y difícil. Que se le daba bien la carpintería, construía sillas y mesas diminutas pensadas para sus nietos, pura artesanía casera de ingenio. Como tantos otros de su generación, vivió una guerra, fue soldado anarquista de la CNT y cuando el levantamiento, le pusieron haciendo guardia en lo alto del edificio que ahora es el despacho de Cuatrecasas, en la Avenida Diagonal, sujetando una ametralladora que apuntaba a la calle mientras decidía quién pasaba y quién no. En el último año de la contienda los nacionales le hicieron preso, posteriormente logró escapar de un campo de reclusos con un salvoconducto falso y cuando las aguas se calmaron se puso a trabajar como un cosaco con su taxi para tener algo, se casó, tuvo dos hijos, de ahí vinieron nietos y ya está. Era imposible que el abuelo trampeara, no conocía la picardía debido a unas convicciones éticas muy arraigadas –algo tenía que ver con su educación y adherencia al anarquismo–. Federico se construyó un chalé con sus propias manos, guiado por el moderno estilo de la época del maestro Bofill. La casa era en sentido horizontal, de una planta, inteligente y estilizada en vivienda funcional levantada sobre unos enormes pilares de hormigón que la ponían a salvo de posibles inundaciones. Sobre la estantería de un amplio salón colgaban sus prismáticos de los tiempos de soldado; en la actualidad los utilizaban sus descendientes para de vez en cuando observar desde la terraza las aguas del mar mediterráneo. El jardín entero lo había creado y plantado a su gusto. Al juntar todas estas informaciones, Mateo se dio cuenta de que sabía de él más de lo que creía.

Cuando Mateo llegó al mundo, el abuelo comenzó a bajar regularmente a la capital para pasar tiempo con su nieto. Le llevaba de paseo mientras los padres trabajaban y aguantaba estoicamente los espasmos de la criatura, pausas respiratorias que dejaban boquiabierto a más de uno, o le cogía en sus brazos para consolarle cuando lloraba desatadamente sin motivo aparente. Pelo blanco, medio calvo, delgado y alto, con gafas y pantalones de pana. Así le había conocido y así se mostraba en las fotos. Plantando árboles, llenando una piscina desmontable con el agua de una manguera para el baño veraniego de sus nietos o jugando al frontenis, que practicaba con asiduidad. Nunca hablaba de la guerra. Lo evitaba. Mateo se preguntaba a cuánta gente tuvo que haber herido o incluso matado -el chico deseaba que fuera sin querer- para salvarse, cuántas veces había estado él mismo al borde de la muerte, testigo directo de las atrocidades cometidas en ambos bandos. Tenaz, valiente, proactivo, aquel hombre no entendía de barreras en una época donde todo eran obstáculos. Lo que se proponía lo conseguía y trabajó toda su vida como un animal, con un monstruoso tesón, para procurar a su familia y que en casa no faltara de nada, aunque eso significara hacer jornadas de veinticuatro horas de taxi, que buenas eran si así conseguía llevar langostinos y hasta chatka a la mesa en veladas tan señaladas como la nochebuena. Demasiado libertario en una era de autoritarismo machista; demasiado generoso en carestía; demasiado lúcido para ser de noche; demasiado hábil para una escasa formación; demasiado dulce para una comida amarga; demasiado espléndido para vivir entre ruinas.

A Mateo le gustaba revisar el álbum familiar y detenerse en todas esas fotos. Las manos de Federico eran las suyas, como las rodillas, que él a veces consideraba algo afeminadas, el color azul claro de los ojos, la nariz ancha y los andares desgarbados y aparatosos que distinguen a los altos. Las manos eran grandes y tersas. Las rodillas tenían forma de rodillas, anatómicamente perfectas, y el rostro expresaba la melancolía torpe de un autodidacta genial, con una dosis de tristeza y otra del silencio que dejaba su enigmática personalidad. El espíritu de Federico era captado por el imaginario psíquico de su nieto para darle una segunda vida. El recuerdo de Federico fue componiendo el sustrato de una fervorosa y prolija carrera: el estilo literario de un autor en plena búsqueda, guiado por el sentimiento de pérdida y derrota de su abuelo.

-Me hice escritor por mi abuelo. Con él, con su historia, empezó para mí el enigma, el misterio -solía repetir en las entrevistas.

El atropello permaneció durante años en el inconsciente colectivo familiar, como un tabú, enterrado, oculto, hasta que un día la madre de Mateo arrinconó a su hijo en su misma habitación y le mostró una carta que guardaba escondida bajo la ropa dentro de un cajón.

-Mateo, hay algo que quiero contarte

-Dime, mamá. ¿Qué pasa?

-Antes de morir, mi padre, es decir tu abuelo, dejó escrita esta carta y ya es hora de enseñártela. Eres lo suficientemente mayor para saber la verdad.

Leyeron juntos la misiva, torpemente escrita, de palabras con forma de garabato provenientes de un tipo casi iletrado que constituían un adiós definitivo a la vida. Al acabar, Mateo respiró hondo mientras se llevaba las manos a la cabeza.

-Entonces no fue un accidente… La cara de Mateo devino un poema.

-Sí. Pero buscado. Decidió que no quería seguir viviendo -añadió la madre entre sollozos. Su hijo se echó encima a abrazarla.

-¿Cómo fue? -preguntó Mateo casi morboso.

-Le atropelló un camión después de tirarse a la carretera desde un puente.

Qué horror. Nunca se supo con certeza el detonante de esa decisión igual que no suele conocerse el motivo que conduce a una persona a suicidarse. Se dice que un diagnóstico reciente de cáncer de colon pudo ser la causa de que entrara en una depresión que lo llevara a quitarse la vida para solucionar el posible problema de dependencia que presuponía se le venía encima; asunto importante para una persona tan celosa de su independencia.

Ya sólo, en su habitación, rodeado de libros y frente a un tumulto de notas desordenadas, escritas durante noches de vigilia, Mateo tuvo un déjà vu. La caída desde el puente en todo caso nada tenía que ver con el tropiezo en el bosque de pinos, que se tornaba insignificante al lado de este tremendo suceso por el que Federico fallecía un 23 de abril, el mismo día en el que su nieto preferido cumplía diez años. Quiso que fuera el día del libro: el punto de ignición en la carrera literaria de ese niño con una sensibilidad a flor de piel, impresionado por el relato de la vida y la muerte.

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