El trashumante

El trashumante

Sebastián caminaba en la noche fría, bajo la llovizna, fastidiado por haber aceptado el reportaje que le habían encargado en la redacción. Pensó que ya estaba grande para exponerse al clima inhóspito de ese pueblo costero. Pero, qué le iba a hacer… si quería conservar su puesto en el periódico tendría que resignarse a efectuar muchas concesiones como esta. Otra cosa era cuando recién se había incorporado a la redacción, casi medio siglo atrás… Era un muchacho con ilusiones, irreverente y ambicioso, el que conseguía las mejores notas, el que ignoraba la palabra imposible. Pero el tiempo pasó y él se fue apagando, se conformó cada vez con menos, y de pronto se dio cuenta de que si quería conservar su puesto tendría que resignarse a entrevistar a víctimas de robos o accidentes, a afortunados que habían logrado un premio en la lotería o, como ahora, a viejos pescadores y otras sandeces por el estilo. Ya estaba llegando al bar del muelle, su destino. El mar se adivinaba detrás de la niebla a pocos metros del camino encharcado. Abrió la vieja puerta de madera y sintió con alivio el calor que provenía de un interior de iluminación escasa y abundante humo de cigarrillos. Desde atrás del mostrador el dueño lo miró con curiosidad; el resto de los presentes visibles, seis parroquianos, estaban atentos a su juego de cartas.

─ Buenas noches – dijo Sebastián.

─ Buenas… ¿qué se le ofrece?

─ Deme un café bien caliente y una copita de coñac, y dígame ¿conoce a un tal Serafín Arriola?

─ ¿El viejo Arriola? Cómo no, es el que está allá, en el rincón – indicó con el mentón.

Sebastián giró hacía donde señalaba el hombre, el rincón más umbroso del boliche, y lo vio. Un viejo de abundante pelo y barba blancos. Sebastián se acercó y tomó una silla.

─¿Puedo?

─Por supuesto, para eso vino, ¿no?

─Sebastián Vernazza, mucho gusto.

─El gusto es mío, amigo, póngase cómodo.

─¿Así que usted ha ganado todos los certámenes de pesca de la región en los últimos diez años?

─Así dicen…

─¿Y a qué se debe? ¿Utiliza usted una carnada distinta de los demás?

─No, en realidad yo no uso nada demasiado raro, solo pesco con convicción, tengo paciencia y… pero vea amigo, si usted quiere seguimos hablando de la pesca y de los pescados, pero yo le puedo ofrecer algo mejor. Yo puedo contarle una historia que lo hará olvidar de algo tan trivial como eso. Y encima, va a poder presenciar su veracidad.

─Es que… he venido a entrevistar a quien conoce las mejores técnicas para pescar dorados, truchas y…

─…usted decide.─ lo interrumpió el viejo.

─Bueno, la verdad, yo no tengo mucho qué hacer, y con este tiempo creo que me voy a quedar un buen rato acá, así que… adelante nomás.

─¿Usted cree en la reencarnación?

─Ni creo ni descreo.

─Bueno, yo soy un reencarnado, o algo así. Un trashumante de cuerpos y almas ajenas.

─…

─Usted está pensando “este viejo está medio chiflado”, ¿no es así?

─Bueno, no tan así, pero debe admitir que lo que dice suena muy raro.

─Y claro que sí. Usted es la primera persona que en mis muchos años de vida va a conocer mi secreto, hasta ahora no me había atrevido a hacerlo. No se apresure a juzgar, escúcheme hasta el final, por favor:

Todo comenzó cuando yo era un soldado del ejército de Napoleón… No me mire así: ya le pedí que espere. Como le digo, yo era un soldado sin instrucción ni modales, reclutado a la fuerza, y en medio de una batalla siento que me ensartan una espada que me entró por el ombligo y me salió por la espalda. Sentí un agudo dolor durante una fracción de segundo y luego, luego… en el instante siguiente, yo era un joven estudiante de leyes en Boston. No podré jamás describir lo que sentí en ese momento: del dolor y el temor a la muerte salté a una nueva vida que no podía comprender. Yo, un oscuro soldado, me había convertido en un distinguido estudiante de una acomodada familia bostoniana, ¡y me sentía como tal! ¡sabía de leyes! Recordaba mi feliz niñez; a mi madre, con la que había estado hacía tan sólo unos pocos minutos y a quien oía en el piso superior; también a mi padre, que se encontraba en Londres por negocios. ¡Había recomenzado una nueva vida, partiendo de la vida de otro! Pero no olvidaba la anterior. No sólo me había reencarnado, también había adquirido otra alma y sin perder la primera, al menos por completo, claro. Yo no era uno, era dos: el que acababa de morir y el estudiante. No se ría para adentro, siga esperándome. Estuve desconcertado durante muchos días, no me atrevía a contarle a nadie lo que me había pasado, procuraba actuar con naturalidad representando al joven estudiante. En realidad no estaba representándolo, yo era el estudiante. Fíjese, por ejemplo, que mi nueva madre todas las tardes me traía una taza de té con leche que yo hubiera aborrecido en mi vida de soldado –odiaba el té─, y ahora, en cambio, disfrutaba con entusiasmo cada sorbo de ese brebaje. Por la naturaleza inquieta del estudiante que era tenía la imperiosa necesidad de saber qué me había pasado. Durante semanas recorrí bibliotecas en secreto, leí todo aquello que me pudiera acercar a la verdad que anhelaba conocer, pero nada encontré que serenara mi alma atribulada. Una noche, cuando volvía a casa absorto en el análisis de estas incógnitas, de pronto me encontré con un bandolero que me apuntaba con su arma a la cabeza e instintivamente intenté quitársela. Fue un error fatal: me disparó y morí en el momento. ¿No me cree usted, no es cierto? Pues bien, déjeme decirle que en el instante siguiente a mi muerte yo ya había ocupado otro cuerpo y otra alma: ahora era un aborigen de piel muy oscura en una selva, tratando de afilar una piedra que iba a utilizar como hacha, y estaba rodeado de mis congéneres, unos veinte. Por cierto, no sabía dónde estaba, ya que ni mi nuevo yo ni los otros miembros de la tribu lo sabían, ni les importaba. Pronto me di cuenta de que solían reírse de mi torpeza para afilar piedras: yo ─mi nuevo yo─ ¡era el más ignorante del grupo de ignorantes! Mire si sería bruto que al rato sentí una molestia en el estómago y me incorporé y defequé delante de todos, pero eso a nadie sorprendió, porque era lo que todos hacían, era lo normal. Los olores de humanos y animales que me hubieran asqueado tanto en mi vida de soldado como en la de estudiante ahora me parecían tan corrientes como estar sentado frente a usted, créame. No me voy a extender mucho, sólo le diré que a los 99 días exactos de mi nueva vida un animal salvaje, al que mis imperfectas armas ni siquiera llegaron a lastimar, me atacó y me destrozó en pocos segundos. ¿Quiere que siga, o cree estar perdiendo su tiempo?

─Por favor continúe usted, que su historia es sin dudas interesante.

─Aunque no crea en ella…

─Aunque me cueste creer en ella.

─Pues, amigo, un instante después ocupé otro cuerpo y otra alma, y luego volví a mudarme y así de manera sucesiva hasta llegar a ser este pobre viejo. Siempre cada 99 días. Ocupo a seres que tienen los días contados, exactamente 99. ¿Sabe usted que he sido un pobre leproso y que he muerto en los amorosos brazos de la madre Teresa? También fui un cruel esbirro de Hitler y llevé a docenas de judíos a la muerte. Y, valga la paradoja, también fui judío. Y musulmán y sacerdote cristiano y creyente de diez religiones más. ¡Qué confusión en mi mente y en mi ocasional alma!, ¿cómo conciliar la fe que me tocaba vivir con el conocimiento de mi constante trashumancia? Una preocupación me persigue y me duele, y no le encuentro respuesta: ¿qué ocurrirá con el alma del pobre tipo al que reemplazo? ¿Qué opina?

─Quisiera creerle… pero usted comprenderá que lo que me cuenta es realmente fantástico. Dígame, en el momento en que usted… eh… se muere, ¿le pasa eso de ver una hermosa luminosidad al final de un túnel y…?

─… No, no, nada de eso… nada de eso. Mis muertes y mi nueva vida ocurren en un instante. No hay tiempo para túneles, ni luces ni parientes muertos que me vengan a buscar, que por otra parte serían una multitud; sepa usted que, sólo en lo que se refiere a madres, he tenido más de quinientas.

─Y ¿siente miedo ante la muerte, o mejor dicho las muertes inminentes?

─Primero lo tuve, pero luego me fui acostumbrando, comprendí que era algo muy pasajero; además pocas veces sufrí demasiado. No me gustó nada la vez que me ajusticiaron en la silla eléctrica, el sistema falló dos veces y recién en la tercera, cuando ya estaba bastante frito, pasé al otro mundo; es decir, al mismo mundo, pero a otra persona. ¿Sabe que yo fui uno de los que se ahogaron con el Titanic? ¡Qué desastre! Yo formaba parte de la orquesta; tiempo después oí que nos habíamos quedado tocando en la cubierta hasta que se produjo el naufragio: pues vea, no sé los demás, pero la verdad es que yo intenté salvarme infructuosamente, y en ese momento, le aseguro, en lo que menos pensaba era en negras y corcheas. Es que a veces he muerto como un valiente, y otras como un patético cobarde. Recuerde que en todos los casos debía vivir la vida del tipo que ocupaba, aunque tuviera la cierta tranquilidad que da el suponer que luego recomenzaría la mía a costas de otro, por lo tanto fui y actué como lo que era cada uno de ellos. En Nagasaki me mató la bomba mientras comenzaba a hacer el amor con mi esposa después de tres meses de abstinencia en alta mar, ¡qué injusticia! Tuve muertes dignas y otras deplorables: morí de una pertinaz diarrea en un baño público, me mató una de mis incontables esposas por encontrarme en el lecho conyugal… con el jardinero. Otra vez me caí debajo de un tren: corría para alcanzarlo y me resbalé con el excremento que un perro había depositado en el andén, ¿se imagina cómo se habrán reído? Porque la gente primero se estremece, pero luego se divierte con las muertes absurdas.

─Al principio me dijo usted que yo podría comprobar algo de lo que me dice, ¿cómo puedo hacerlo?

─Pues sólo necesita contar con un poco de paciencia, ya que hace 98 días y algo más de 23 horas que soy Serafín Arriola, de manera que en un ratito nomás habré de ocupar otro cuerpo y otra alma, y usted me verá partir… Seré de nuevo un trashumante. No sé cómo moriré, pero hace unos días que advierto que mi viejo corazón ya no late como debiera… ¿Ha creído usted mi historia?

El periodista meditó una respuesta y no se atrevió a darla. En todo caso, pensó, no parecía que el viejo mintiera a sabiendas, era probable que el pobre estuviera convencido de lo que decía, fuera cierto o no. Lo observó y advirtió que parecía feliz y distendido luego de haber contado su historia. Alcanzó a ver que cerraba lentamente los ojos y que esbozaba una sonrisa en un gesto que denotaba paz y satisfacción. Era el anunciado fin de Serafín: falleció en paz.

Un instante después, el trashumante estrenaba una nueva vida, ahora como periodista fracasado. Se sorprendió primero y luego se rio al ver al barbado viejo sin vida sentado frente a él. Y sin dejar de reírse, se le oyó murmurar: ¡Claro que creo su historia! ¡Tengo que creerla!

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