Cuestión de materia. Cuestión de espíritu

Cuestión de materia. Cuestión de espíritu

Lilián

18/03/2021

Antes, no hace mucho, él era de hierro. Tenacidad de unos músculos vigorosos; era Apolo en sus líneas y tenía una vitalidad que apreciaba la vida en todos sus matices, con el fervor y la pasión de un arrebato; como se extrae una espina que lastima y duele, hasta sangrar, enfrentaba todo cuanto se presentaba para superar los incordios.

Por fuera, su aspecto era duro y recio de gambetas y encontronazos. Era decidido e impetuoso de nervios pura sangre. Por dentro, vulnerable y frágil, como el cristal, esa dureza infranqueable puede resquebrajarse en cada instante, apenas en un roce de alas de mariposa, o ante un inesperado impacto, como si un pedrusco se estrellara contra su epidermis.

Escuchar las melodías que no conocíamos, o que habíamos olvidado, o sin más, apreciar las notas del silencio. Percibir los perfumes silvestres que trae el viento. Oír el rumor del arroyo cantarín entre las piedras blancas, junto a un bosque de matas y de árboles gigantes. Todo eso, tan simple, admirábamos juntos.

Era metal dúctil, con la plasticidad de la ternura de una gota de rocío sobre los pastos de las mañanas de invierno, del roce de la piel y su tersura y el sabor de besos dulces e intensos de las cerezas de verano. Encantos que transmitía él con su sensibilidad a flor de piel y de boca, de sonrisa fácil y risa repentina. Un creador de la belleza en sus pinturas, del candor y del humor en sus dibujos, de la espontaneidad en sus textos. Supo extraer de su interior el esplendor de la gema de su espíritu, como el hierro forjado y bello. Lo brindó con la humildad y la sencillez de las cosas simples. Y me marcó, como se marca el ganado a fuego y sangre, casi aprisionándome en su pecho, como se cuida una piedra preciosa, o un secreto.

No lo busqué, me encontró cuando todavía la soledad no turbaba mis emociones, ni mis incertidumbres me atormentaban. Así fue, cuando atravesó perpendicularmente mi corazón, con un pellizco de energía, con un bálsamo de paz, con la terneza de las pulsaciones que se agitan en la poesía de la vida.

Pero el hierro se oxida, porque es reactivo a la intemperie, a las tempestades y las borrascas, o la niebla del mar. Un día, el carro de la vida lo llevó a trocar su materia, sin quererlo, sin siquiera imaginarlo.

En mis fantasías, hoy veo al hombre de cristal en que se convirtió, frágil y vulnerable, casi a punto de quebrarse. Aunque, transparente, como es el agua clara que fluye y se espuma un poco en su cauce, y sigue su trayectoria, que está ya señalada. Hombre de hierro. Hombre de cristal.

¿Seguirá estando en mi destino, o este sino es tan sólo una carcajada de la vida, estentórea y tozuda, con la impertinencia de una cascada que se desploma en el valle?

Ha corrido y ese cansancio placentero se adentra en su cuerpo. Ha virado hacia un quarzo puro cristalizado. Veo cómo va ingresando por todos sus conductos y lento, se apoltronan las madréporas de coral en sus venas. Observo cómo la sangre se espesa y fluye como la miel que destila en goterones solitarios, irremediables.

Sus ojos se opacan, ya han perdido su esplendor, y es como si adivinaran la oscuridad que sobreviene. En su espalda jibosa se aliviana la carga. Ya se aquietan los duendes que jugueteaban en su mente. Percibo en su rostro la tortura del dolor y veo que ese pecho portentoso, ahora está hundido y seco, que se pudre entre la hojarasca. Corales duros, madréporas de calcio se elevan como una coraza, impenetrables. Su mirada turbia ya casi nada transmite, como un estanque quieto, que apenas se mece con la brisa. . Es un hombre de cristal casi a punto de quebrarse.

El vidrio transparente de su piel me deja ver su corazón que corcovea en ochenta y ocho pulsaciones por minuto, se expande y luego florece en la contemplación de la belleza del lugar, ese arroyo cantarín de la niñez que pasa, ese agua que nunca más pasará por ese Paraíso, el silencio del bosque y el canto de los pájaros.

 Ahora resiste al dolor, ese dolor rememorado en un relato, y es casi la nostalgia del dolor. Su pecho se hiende y se aplana en una llanura de tenues movimientos parejos y después son sobresaltos, picos, altos y bajos del trote enloquecido de embestida de la caballada, que van marcándose en la hoja alargada del electrocardiograma. Los párpados evidencian en aleteos constantes, que hasta aquí llegó, ya dio, ya brindó, y el cansancio ya no es placentero. Lo aplaca, lo hunde hasta la frontera del sucumbir, pero resiste y continúa, cuando alcanza a percibir la cabeza noble y cana de su padre que lo mira con esos ojos grises y apacibles desde un nimbo, y a él le parece que está junto a su lecho, y espera como un aletargamiento grave, que lo sustrae de una fría y desapasionada pesadilla.

Su cabeza traslúcida me deja entrever en el momento preciso en que se atormenta y va hacia un lugar ignoto, de desdibujados bordes y charcas de turbias inmundicias; unas carcajadas hirientes le acuchillan los oídos, los zapatos y el alma, hasta que las risas sarcásticas se alejan. Se tortura y ve con gesto de terror, los ojos de un monstruo que lo ataca hasta la orilla de la sofocación y la nuez de Adán sube y baja abruptamente. Necesita agua para apagar el fuego del incendio de la librería, y entre las llamas, salta y rescata una pila de libros un poco chamuscados, y los salva. Se ve leyendo con avidez e ingresa en paisajes lejanos y en vivencias desconocidas. Se agita y las convulsiones lo disparan hacia espacios oscuros, donde espectros y zombies lo llevan de la mano por un túnel ominoso.

Después se calma, dulcifica la mirada y el arrullo del agua salobre lo mece, un pececito cómplice le guiña un ojo y un cardumen de rojos y rayas se alejan y lo dejan solo. La corriente suave le lava las lágrimas. Sé que está viendo a su madre que lo recrimina, porque gastó las pocas monedas que tenían en el hogar austero, en un lápiz dibujador de fantasías; y más enojo, la vez que descubrió debajo de su almohada de ensueños, un bollito de miga de pan para borrar y una revista de historietas. Lo castiga sin un regalo para su cumpleaños de nueve, lo recuerda.

Oye una voz suave que lo arrulla; una mano se distiende, fría, y destrenza los dedos de una mano cálida que quiere retenerlo. Sus hijos lo rodean y un sopor medicamentoso los adormece. Ahora, el cuerpo yacente en la cama del hospital se sobresalta, cuando la ventana de visillos blancos se golpea una y otra vez. Afuera, el cielo es plomizo de tormenta, y el viento sacude unas hojas de otoño que pasan frente a su ventana. Sobre la rama de un sicomoro arrulla una paloma.

Estoy a su lado, acompañando con alma, con caricias, con comprimidos, con plegarias a ese hombre de hierro que una vez fue, como si una turmalina, con pequeñas incrustaciones de hierro, debiera ser protegida, adorada y retenida, antes de que las esquirlas del cristal trisado me hieran.

Abre sus ojos y ve a su lado la sonrisa de unos ojos que anticipan la sonrisa de unos labios calmos, que quieren insuflarle vida y curación. Luego sus párpados se aquietan.

Se transforman sus facciones y su boca ya no ríe, sufre. Sus manos, sus piernas y sus dedos se han empequeñecido, cuando un descomunal misterio dejó de ser mito.

Amanece, y el lunes no es lunes, sino que es martes.

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Estoy convencida. Escribir restaña las heridas, sana el dolor por las pérdidas, rescata, en la memoria selectiva, los recuerdos que vivifican y las emociones que atesoramos en el cofre de las añoranzas. 

El último grano de arena cayó

¿Qué vi hoy? Siento que miré con los ojos de la eternidad, sabiendo que en todos los tiempos y en todos los espacios, algo parecido ha de suceder y antes ocurrió.

Su cuerpo es anguloso y descarnado, casi esquelético; de sus hombros hundidos parte un cuello largo y cruzado de finas líneas y se dobla, fláccido, por la pesadez de la cabeza redonda y lampiña. En su rostro de expresión indefinida, puede adivinarse el paso de los años, siempre iguales, simples y regulares.

Unas cejas hirsutas hacen sombra a unos ojos claros lacrimosos, que parpadean de manera constante. Una nariz curva y filosa cae vertical sobre una boca desdentada, de labios delgados, casi tapados por unos bigotes blancos profusos; una barba enmarañada y desprolija termina por redondear su semblante marchito.

De repente, su triste fisonomía entorna los ojos para dejar de lagrimear y principiar su relato, pero de su pecho sólo sale un ruido áspero de fuelle quebrado, deshabituado por la imposición de silencio. Se esfuerza y chasquea una lengua rosada y fina. Con la cabeza inclinada hacia un lado, asistimos al espectáculo de una cara demudada. Pensamos, de angustia y de temor.

Del bolsillo superior de su casaca asoma un papel arrugado de bordes amarillentos. Me inclino, y en un atisbo de coraje, lo saco. El viejo nada dice, ni recrimina, aunque quienes lo rodeamos, le están quitando, en ese instante, un tesoro celosamente resguardado durante un tiempo que podría ser eterno.

En la esquina superior, roto y quemado, seguramente por una colilla encendida, el papel, como un pergamino antiquísimo, no deja ver los fragmentos anteriores, y leo:

“… en ese tremendo río, que competía con el Nilo en tamaño y no en hipopótamos, él alguna vez había palpado la blanca arena, los secos excrementos del ganado, el duro pasto azotado por el viento y había sentido en la piel, los rayos del sol septentrional, verticales, quemantes.

Ahora ya se había caído el último grano de arena de sus sandalias agujereadas; su piel se blanqueó en los humbredales de las bibliotecas escondidas y sólo perduraba su recuerdo, como un archivo de olvidados y apretados recuerdos.

Fue entonces, cuando sintió el frío de la muerte en su cuarta costilla y se encogió en su esterilla. A la tarde de ese mismo día, decidió recorrer sus ancestros, preparó su carro de guerra, tomó su alforja y su corto puñal. Llenó la vejiga con bebida para la larga marcha de tres días a través del desierto. Fue en ese momento que algo extraño le pasó, quedó como suspendido en el tiempo. Saltó sobre su carro y bajo las nubes, iluminado por un relámpago y acompañado por un trueno, partió.”

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