Orgullo y prejuicios

Orgullo y prejuicios

Toda la vida su habitación me había parecido imponente. Sus altas lámparas y cuadros cargados al barroco, los muebles antiguos que decoraban la estancia y sobre ellos, todas esas pequeñas figuras de porcelana que mi mamá me advertía que no debía tocar porque se podían romper. Todo en la pieza de mi abuela se parecía a ella. Impecable, ordenado y elegante. Siempre altiva y severa, con un gusto exquisito para el arte y la literatura, corrigiendo cada paso que diéramos mis hermanos y yo. No la podía culpar, fue educadora tantos años, que esas cosas no las podía alejar de su alma. Me enseñó a leer y a escribir antes de entrar a preescolar. Tomó el personaje de profesora estricta y no se lo sacaba ni para dormir. Ir de visita a su casa era un constante recordatorio de que ella era la que mandaba de forma inequívoca: «Inténtalo de nuevo y hazlo mejor», «Toma bien los cubiertos», «Párate derecho», «Cuando acabes de leer y hacer tus tareas puedes ir a jugar», » Solo medio pan por cabeza» frases suyas que hasta hoy tengo grabadas a fuego. En su momento me parecían abusivas y sin sentido. No tenía tacto para decir lo que pensaba.

Entré con cierto temor y la vi recostada, leyendo sus novelas. Esperaba que me mirara de reojo, sin apartar la vista de su lectura. Solía hacerlo con todo el mundo. Nadie parecía ser lo suficientemente importante como para distraerla de sus libros, a excepción de sus estudiantes. Las veces que la vi con sus alumnos y alumnas, observé una faceta que no conocía de ella. Era duro verla reírse como nunca se reía con nosotros. Admito que me daba un poco de celos sentir que quería más a esos desconocidos que a mí. Mientras pensaba en eso, sentí una opresión en el pecho al ver su figura delgada cerrando el libro y dejándolo en su velador. Me miró con sus ojos almendrados y su rostro arrugado. Su semblante, que solía estar lleno de vida, me parecía triste.

-Buenas tardes, Abuela-le dije con parsimonia. Nunca quiso que le tuviéramos un apodo cariñoso. Solía decir que ese tipo de nombres era para gente poco sofisticada. Hasta hoy me complica un poco colocar nombres de cariño a la gente.

-Hola, Alberto. Me alegra que hayas venido, por favor, toma asiento-dijo con amabilidad mientras se acomodaba los lentes de armazón metálico. Esa actitud era extraña, al punto de que no supe cómo podía contestar a ello, así que solo asentí y me senté en la silla que estaba frente a su cama.
-Si quieres algo para beber, puedo llamar a María y que nos traiga algo fresco-agregó mientras se disponía a tocar una campanilla de bronce que tenía a su lado.

-No te preocupes, la verdad es que vengo justo de tiempo. Mañana tengo mucho trabajo-le mencioné para que entendiera que luego de su llamada del día anterior, solo quería saber qué había pasado e irme.

-Veo que ya eres demasiado adulto. No tienes tiempo para tu pobre abuela y beber un jugo con ella-exclamó de forma teatral mientras se reía. Escuchar su risa me congeló, porque no recordaba la última vez que la había oído hacerlo.

No sabía el motivo, pero escucharla reírse me molestaba. Nunca había dedicado tiempo para jugar conmigo o consentirme, como yo veía que lo hacían otras abuelas, y para rematar ahora yo tenía que hacerme el tiempo de acompañarla.

-Insisto en que tengo poco tiempo. Si no era por nada, no hay problema, me quedaba de camino a mi casa, así que nos vemos otro día-contesté, haciendo el ademán de levantarme. Estaba algo ofuscado y me quería retirar.

-Hijo mío, me estoy muriendo-soltó la anciana, con una curvatura en sus labios. Una mueca entre llanto y risa que me decía que no era una broma.

Me quedé helado, pues no podía entender lo que acababa de decirme. La muerte es algo natural y sé que todo el mundo la recibe algún día, pero nunca me había planteado su muerte como algo tangible. La miré largo rato, esperando que me dijera que no era en serio y que solo era una tontería producto de la edad. El tiempo pasó y no dijo nada. Se podía sentir la presión del silencio, incomodando a ambos. Yo no quería preguntar, porque si lo hacía, se haría real lo que me dijo. 

-No es gracioso-dije secamente. No podía aguantar más. Necesitaba decir algo o moriría yo en ese momento.

-No es una broma. Eres el primero al que se lo cuento. De hecho, mi médico me dijo ayer que me quedan aproximadamente tres meses-mencionó mientras miraba al techo, como buscando consuelo en la lámpara de lágrimas que colgaba en su habitación

-Debe haber algo que se pueda hacer. Podemos ver un médico mejor o llevarte a una clínica en otro lado. ¿y por qué me cuentas a mí?-exclamé con impaciencia y desesperación. Sentí el miedo inundar mis venas y mi corazón agitado me decía que debía huir de ahí.

-Porque eres mi nieto mayor, porque eres la luz de mis ojos, porque eres el hombre más valiente que conozco y me estoy muriendo de miedo. Porque te amo y necesito que me digas algo que quite este pánico que siento-sollozó mi abuela, a quien nunca había visto derramar una lágrima. A esa mujer que nunca me había dicho nada parecido a un cumplido. 

La vi frágil, como si estuviera hecha de papel, con su piel blanquecina y sus cabellos grisáceos. No supe si debía abrazarla, desde hacía tantos años que no lo intentaba, que me parecía que yo era un extraño intentando querer a alguien que no me quería. Mi niño interno sintió esa ansiedad de amor, de abrazar a la madre de mi madre como cuando era pequeño. De cobrarle todo el cariño me habría gustado recibir antes. 
De pronto todo adquirió el peso de lo real y no pude no soltar lágrimas gruesas que se perdían en mi barba frondosa. La vi así y lloré. Lloré como si me hubieran desgarrado el corazón y los pulmones, como si me hubieran arrancado toda la felicidad de golpe.

Me acerqué tembloroso y la contuve lo mejor que mi nerviosismo me permitía. Ella lloraba desconsolada, al punto de que María, su empleada de toda la vida, entró corriendo de manera atropellada, pensando que le había pasado algo. Nos vio en esa escena que debió ser chocante para ella. Su patrona de toda la vida, la matriarca de la familia, encogida a su mínima expresión siendo abrazada igual que una niña que ha tenido una pesadilla y se ha visto sola en su habitación.

-María, por favor, ¿le podrías traer un vaso con agua o algo así?-le pedí a la señora regordeta y rubicunda, que miraba aún impactada. Luego de eso se apresuró a traer el pedido.

Estuvimos largo rato así, abrazados y llorando. La hice beber agua con azúcar mientras le acariciaba el brazo. De a poco se fue calmando hasta que ya solo teníamos los ojos hinchados y rojizos. 
Me miró como nunca me había mirado y tomó mi mano.

-Perdón-dijo ella con su semblante resquebrajado.

-No hay problema. Hace bien llorar-contesté, tratando de restarle importancia a lo sucedido. Imaginaba que para ella, romperse frente a alguien debió ser más duro de lo que pensaba.

-No me refiero a eso. Soy vieja, llorar es algo común. Te pido perdón por no ser una abuelita convencional. Siempre me sentí más como tu madre, por decirlo así-dijo secándose las lágrimas que habían quedado atoradas. Yo solo la miré, no sabía qué decir.

-Si supieras lo importante que has sido para mí. Eres mi orgullo más grande. Todo ese talento, toda esa energía e inteligencia, me parecieron maravillosas desde pequeño. Lo supe desde el día que te vi intruseando en mis libros. Siempre preguntando qué decían. Tu curiosidad me parecía adorable. Por eso te enseñé a leer. Recuerdo que tratabas de subirte a mi falda para ver lo que leía. Hubo un día que te aburriste de que te leyera y me querías quitar el libro para hacerlo por ti mismo-dijo mi abuela con un dejo de nostalgia. Su sonrisa se asomó, esa misma sonrisa que le veía cuando estaba con sus alumnos.

-Si de verdad pensabas que era brillante, no entiendo entonces el que siempre me estuvieras criticando. Se me hace cada día más difícil el poder llenar tus zapatos. Tú has sido la inspiración más grande que he tenido. Incluso me hice profesor por ti, porque quería cumplir con tus expectativas y siempre sentí que nunca podría hacerlo. Nunca fuiste así con mis hermanos. ¡Nunca era lo suficientemente bueno para ti! ¡Nada de lo que hacía parecía estar a la altura de lo que querías!-espeté con rencor. Llevaba muchos años con eso guardado, como algo que me corroía por dentro y que no había notado que me había hecho tanto daño.

-Quería que fueras el mejor. Siempre fuiste mi nieto favorito y eras el discípulo ideal. Hoy tienes a tus propios estudiantes y sabes que pueden más. ¿No les exiges más a los que demuestran más habilidades? Solamente hice lo que creí que debía hacer para explotar ese potencial. Solo mírate; eres profesional, buen maestro, bondadoso, y más encima tus estudiantes te quieren y respetan. Eres todo lo que soñé que serías y más.-afirmó la vieja profesora que vivía en su interior mientras respiraba agitadamente. Se notaba que estaba haciendo su mejor esfuerzo para no romper a llorar de nuevo y yo hacía el mío para no replicarle enojado. Respiré hasta calmarme y traté de ser lo más asertivo que la situación me permitió.

-Me hubiera gustado saber esto antes. Quizás tendría menos miedo de fallarle a la gente que amo. Quizás me habría dedicado a otra cosa, no sé… No me veo haciendo nada más que esto. La verdad estoy confundido. Solo era un niño que quería que su abuela lo mimara. Solo quería que me hicieras comida rica en lugar de mandar a tu empleada a hacerlo. Que me dijeras que estabas orgullosa de mí y que lo estaba haciendo bien. Quería sentir que me amabas-dije con pesar mientras apoyaba mi cabeza en su hombro. Ya no tenía rabia, pues una parte de mí sabía que lo había hecho por amor y por fin escuché eso que llevaba cerca de cuarenta años queriendo oír.

-La verdad es que siempre te he amado y siempre te amaré. Perdona, hijo mío. Soy una vieja tonta que tuvo que hacerse cargo de muchas cosas desde la muerte de tu abuelo. Me habría gustado hacerlo mejor, pero no pude y te pido perdón-replicó mientras se recostaba.

-Ahora lo sé. También te amo y también lamento no haber visto todo lo que hacías por mí. Creo que te entiendo algo mejor. Debemos hablar con mi mamá y mi papá para contarles de lo tuyo-dije cerrando los ojos y sintiendo como nuestras respiraciones se acompasaban. Tomó mi mano con fuerza y me dio un beso en la mejilla. Luego María llegó con una taza de café para mí y un té para ella. Estuvimos hablando toda la tarde de mis cosas en el colegio. Me dio consejos para tratar con los chicos y chicas.  Esa fue la última vez que hablamos. A los pocos días, cayó hospitalizada y se le indujo al coma.

No despertó.

El entierro fue dos días después del final de clases, así que pude asistir sin problemas. Consolé a mis hermanos y a mi mamá, la más afectada. Tuve que dar las palabras de despedida y aunque tenía un discurso preparado, la garganta no me acompañó. Solo pude decir ahogadamente, mientras lágrimas silenciosas se asomaban:

Abuelita, ahora tengo la responsabilidad y el orgullo de seguir tus pasos.

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