Recordar es vivir

Recordar es vivir

Javier Reiriz

17/03/2021

Las primeras luces del alba perfilan, a contraluz, las caprichosas formas que adoptan las edificaciones más allá de la bahía. El sol emerge tímidamente por detrás de la tupida masa de eucaliptos y empieza a ejercer su liderazgo sobre las densas sobras. Amanece en ese idílico enclave que es A Costa da Morte.

La actividad en la residencia de la tercera edad Os Verxeles, ubicada en un pintoresco municipio costero es, a esa hora, frenética, y el personal se multiplica para preparar a los residentes no válidos para la primera comida del día. Amador, uno de los usuarios más antiguos del centro, observa con resignación cómo los profesionales hacen su trabajo, aseándolo y acomodándolo en su ahora inseparable silla de ruedas. Ni una protesta por su parte, ni un mal gesto. La paciencia le viene de muy atrás. «Primeiro foi a muller, e logo, esta boa xente —chasquea la lengua—. Sempre fun un mandadiño».

El personal de la residencia es, en general, atento y agradable y solo Andrés, un joven auxiliar seguidor del F.C. Barcelona, da la nota discordante, aunque siempre de buen rollo «faime rabiar moito —ríe el octogenario— pero non é mal tipo». Amador, en sus años mozos, fue un fanático seguidor del Real Madrid. Andrés sabe que en más de una ocasión llegó a las manos en defensa de sus colores y por eso le toma el pelo constantemente «dime que Sergio Ramos fuxe do Madrid e que vai fichar polo Barcelona. É un parván e non sabe que o que faga Ramos coa súa vida, a min, impórtame un carajo» —y justifica su comentario con una peineta. 

Una de las principales preocupaciones de Amador es mantener su mente ágil y ordenada. Defiende a ultranza que una cabeza despejada y bien amueblada es fundamental para mantener viva la dignidad. «Os recordos mantéñennos vivos» —suele decir a menudo. De hecho, su cabeza parece tener menos edad que su cuerpo, que ya está bastante deteriorado. Nada más desayunar se va a su lugar favorito, donde recarga pilas y expurga sus neuronas de malos pensamientos. Desde la pequeña azotea del edificio y protegido por una deshilachada gorra de su equipo favorito, divisa toda la actividad del pequeño puerto pesquero. La brisa, los recuerdos y la imagen de su fallecida mujer, que guarda como oro en paño en su billetera, son su única medicina «todos deberiamos ter un espazo propio para reflexionar sobre o sentido da vida» —razona.

Amador, como casi toda la gente mayor del pueblo, fue pescador de bajura. Con su pequeño barco y su perro Ernest salía a faenar si el tiempo lo permitía, que era casi siempre, puesto que un poco de lluvia o de viento eran incapaces de doblegar su voluntad de salir al mar. Daba igual qué día fuese: sábado, domingo, festivo… a las siete de la mañana el pequeño motor Perkins de su embarcación traqueteaba cadencialmente traspasando la bocana del puerto. Siempre con la misma arrancada, siempre con la misma rutina, con la estricta puntualidad del reloj del ayuntamiento. El mar nunca fue duro con él «é xeneroso con quen o respecta» —sentencia.  No fue un trabajo, sino, más bien, una diversión, como diversión lo fue también su otra afición, la lectura, que ejercía incluso en plena faena, cuando las picadas de los peces no eran todo lo frecuentes que cabía esperar. Los compañeros se reían de esa contradicción, de que no se podía estar leyendo y pescando al mismo tiempo y que eran actividades incompatibles, pero a él nunca le importó «agochádesvos detrás da vosa ignorancia» solía decirles, al mismo tiempo que vaciaba su bol de medio litro de cerveza y los mandaba a paseo. Su meta fue siempre emular a Santiago, el viejo héroe de la novela de Hemingway, y pescar un gran pez con el que acallar las risas. 

A media mañana una auxiliar se acerca y le pregunta que si quiere algo de beber, que al estar expuesto al sol corre peligro de deshidratarse. Él niega con un imperceptible movimiento de cabeza, como si haciéndolo más enérgico temiese perder el hilo de sus pensamientos y le costase recobrarlo. Se centra de nuevo en sus recuerdos y ahora acude a su memoria la imagen de su perro Ernest «¡qué listo era o moi cabrón! Pola forma de tensar a liña sabía se viña unha boa ou mala captura» —se le escapa una tímida lágrima. 

Alguien se acerca por la espalda y pone una mano en su hombro. Amador se sobresalta y, a regañadientes, vuelve al presente. 

—Vamos, madridista, levanta los aparejos —es el pesado de Andrés, que no desaprovecha ninguna ocasión para tomarle el pelo—. ¿Cómo va el fichaje de Ramos por el Barcelona?  —risotada—.  Venga, vamos a comer. Más tarde podrás seguir reviviendo esa historia, de la que, por cierto, me debes el último capítulo. Siempre me dejas en ascuas. 

El día avanza y el sol está apretando de lo lindo en todo lo alto. Un sol especialmente implacable en esta época del año. Amador dirige la mirada hacia él, cubriendo sus ojos con la mano a modo de visera. Unos ojos de color verde, luminosos, inteligentes, como el mar y el astro que han dado sentido a su vida. Ambos han sido mudos testigos de sus interminables jornadas de pesca, curtiendo y bronceando su piel como si de una parte más del barco se tratase. Amador saca la billetera de su bolsillo y se pone a contemplar la foto de su esposa. Han transcurrido casi veinte años desde su prematura muerte, pero su imagen permanece tan nítida en su memoria como en la foto que ahora contempla «a eles e máis a ti —dice besando la imagen y señalando al mar y al cielo—, dévovos todo».

Ha guardado la foto y mientras contempla como un barco entra en el puerto seguido por una nutrida estela de gaviotas, le viene a la mente el momento en que se puso en la piel de Santiago, el viejo protagonista de su libro favorito. Ese día la jornada estaba resultando demasiado tranquila y se había sentado a leer en espera de que la suerte cambiase. De repente, Ernest empezó a ladrar de una forma extraña, con un nerviosismo que nunca antes había visto en él. Entonces lo supo. Ernest nunca se equivocaba. Se levantó de un salto y fue hacia la línea que estaba marcando el perro. Acercó su mano al sedal y comprobó que estaba muy tenso, con una tirantez a la que no estaba acostumbrado. Miró al perro, y al mismo tiempo que daba un fuerte tirón a la línea, le espetó «¡Témolo, Ernest! ¡Xa é noso!”

Amador sabía lo que eso significaba. Durante lo que restaba de día iba a tener que plantear una encarnizada lucha para la que dudaba estar preparado. Incluso podría tener que pasar la noche en el mar para doblegar a lo que intuía como un enorme animal. Nunca antes había entrado a sus cebos un ejemplar semejante, pero tenía algo a su favor que le infundía todos los ánimos: las enseñanzas de «El Viejo y el Mar», el libro de Hemingway, que había leído multitud de veces y que tan bien había memorizado. Amador tenía muy claro que no se iba a dar por vencido a las primeras de cambio. Si ese pez quería lucha, la tendría. 

Después de asegurar la línea en una cornamusa procurando que no quedase muy tirante, entró en el habitáculo del barco y se enfundó unos guantes que tenía reservados por si se daba la ocasión. Eran una manoplas fuertes, de las que se utilizan en la construcción. Las había comprado años atrás, pero nunca las había tenido que usar. Una vez puestas, levantó el ancla, tomó de nuevo el sedal, y dirigiéndose a Ernest, dijo: «non nos colle desprevenidos, meu can. Non vou deixar que ese peixe me amole as mans como lle ocorriu a Santiago».

El pez arrastraba la embarcación muy lentamente, aunque de forma constante, alejándola cada vez más de la bahía. Amador pensó que era necesaria mucha energía para lograr eso. Por la fuerza con la que tiraba calculaba que podría pasar fácilmente de las 600 libras «se ao final consigo vencerte, voulles dar que falar a todos eses falabaratos»—pensó.  Mientras peleaba por que el pez no le tomase más sedal del que convenía, su mente se adelantaba y lo colocaba en tierra, en la barra del bar, tomando una cerveza y pavoneándose delante de sus camaradas. Y mientras se deleitaba con los pormenores de la captura, su autoestima iba creciendo, dejándoles con la miel en los labios al ver que ellos asistían al relato sin pestañear. En ese momento la embarcación se detuvo. Amador miró fijamente a su perro, como si estuviese en él la respuesta. El perro daba vueltas sobre sí mismo y miraba a Amador, esperando también una señal por parte de su amo.

Una mano se posa sobre el pecho de Amador. Con un leve movimiento de cabeza identifica la enorme piedra roja del anillo y pone los ojos en blanco «se non fose falsa custaría uns cantos miles» —ríe para sí. 

—Viejo —esta vez la voz no le sorprende porque ya sabe que es Andrés—, es hora de cenar. Recuerda que esta noche me tienes que contar cómo acabó la historia del pez, de la que todo el mundo habla. 

Después de la cena los auxiliares trasladan a los residentes a una sala y les dejan ver la televisión hasta que llega la hora de acostarlos. A Amador no le gusta especialmente la televisión, por eso se coloca en una esquina apartada, donde semeja dormirse con el monótono siseo del aparato. La intensa actividad emocional de la jornada acaba por vencerlo, pero todavía le queda algo importante por hacer. Saca nuevamente la foto de su esposa y la besa repetidas veces «boas noites, miña raíña, que descanses ben» —otra lágrima, esta vez no tan tímida. Por el rabillo del ojo ve aparecer la figura de Andrés, que viene derecho hacia él.

—¿Ya te has dormido, viejo? —Andrés parece contrariado—. ¿Otra vez me tengo que quedar sin conocer el final de tu odisea? Parece que lo haces a propósito. 

Pero Amador no está dormido. Solo lo aparenta. Sabe que Andrés hace tiempo que quiere conocer el final de la historia de su boca y se hace de rogar. Andrés representa hoy a sus viejos camaradas de antaño, a todos aquellos que se reían de él y que más tarde, en el bar, no querían perderse por nada del mundo su épico relato. ¡Cómo disfrutó aquel día viendo sus patéticas caras! De alguna manera es su forma de vengarse del joven auxiliar, por la tomaduras de pelo a las que lo somete a diario y porque, en el fondo, le va la marcha. Así es como mantiene su mente en forma Amador y como, un día tras otro, esos recuerdos se convierten en lecciones de vida. “¿De verdade queres coñecer o final da historia? —Amador entreabre uno de sus ojos para ver si Andrés sigue a su lado o ha desistido en su empeño. Al comprobar que se ha ido, esgrime de nuevo su peineta— ¡pois que cho conte Ramos!”

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