Cuando llegó al tanatorio Serafina se abalanzó sobre su hermano, mi abuelo Boaventura, y con el dedo índice le apuntó a los ojos moviendo la muñeca con tanta vehemencia que los dijes de su pulsera repicaban la hora, además le echó encima su enorme escote y siseó alargando la lengua; no supe qué decía, solo escuchaba un ¡sssssh!, ¡sssssh!, ¡sssssh! Lo que fuera que dijese hizo que el abuelo se encorvara, que, con los brazos pegados al cuerpo, las manos metidas en los bolsillos y la cabeza ladeada, la mirara como miran los perros cuando intentan entender a su amo. Después se fue, balanceando su cuerpo hacia adelante y hacia los lados, en zigzag. Era el entierro de Uxía, y Serafina no la lloró. No llevaba pañuelo ni vestía de negro, vestía de gris, gris plata dijo mi madre; a mí me pareció que era de gris fiesta o quizás lo que vi era el baile que había en sus ojos; no sé. Uxía era prima de Serafina y de su hermano Boaventura, un pañuelo de papel, al menos eso le debía.
Mi abuela Amelia vestía de negro riguroso hasta las medias, de esas medias tupidas que parecen mallas de baile. El abuelo Boaventura iba trajeado de gris y corbata negra de pala ancha. Lo que se merecía Uxía. Los dos parecían cargar con litros de pena que expelían a borbotones. Boaventura cargaba con los pañuelos bordados de su mujer, y se los ofrecía cuando veía que ya era imposible para Amelia contenerse. Él llevaba los suyos. Usaron los pañuelos con más frecuencia después de que la hermana del abuelo, la Serafina, se fuera. Yo también llevaba los míos, algunos bordados y otros de papel. Los abuelos le hicieron a su prima Uxía todos los honores posibles y alguno más. El panegírico del abuelo hizo que todos usáramos nuestros pañuelos, yo tuve que regalar los de papel, llevaba varios paquetes, menos mal.
El día que Uxía desapareció bajo un monte de rosas blancas que entre todos, menos su prima, le obsequiamos, mi madre me contó que la Serafina había exigido a los abuelos que desocuparan la casa de inmediato. Uxía nunca se había casado, no tenía hijos, su único hermano había muerto de una fiebre; el abuelo y su hermana eran los familiares más cercanos que le quedaban y sus herederos. Serafina, que conocía muy bien a su hermano, sabía que él jamás le hubiera pedido a Uxía la casa en herencia. Asumía que su prima anciana ni siquiera sabía lo que era un testamento, mucho menos hacer uno, por lo que decidió que se repartieran los bienes y ella se quedaría con el hogar de los Boaventura. Quería apropiarse de la casa, los muebles, las viñas, nuestros recuerdos y mis libros. Planeaba vender el hogar que Uxía y los abuelos habían compartido durante casi cincuenta años, donde había crecido mi madre y mi tío, y donde yo aprendí a leer. Serafina ordenó a un asesor inmobiliario que nos visitara para ultimar los detalles de la mudanza y la venta. Andaba con muchas prisas. Todos debíamos colaborar y a mí me tocó organizar la mudanza de la biblioteca.
Aquella noticia me dejó inmóvil y sin poder leer, eso era lo peor, no podía leer estaba perdida. Había hecho de los pañuelos bordados mis mejores compañeros, y borraron a mis abuelos de mi mente para clavarlos en mi corazón. Cuando Boaventura y Amelia se casaron no tenían a dónde ir y su prima Uxía, que ya para entonces había dejado de buscar el amor verdadero para buscar el placer del amor a los libros, los invitó a quedarse con ella. Su casa solariega estaba a las afueras del pueblo, con ocho habitaciones, dos salones, comedores, cocinas, bodegas, áreas de servicio, capilla y hectáreas de terreno que se dedicaron al cultivo de la vid y a nuestra crianza. Lo mejor era la biblioteca, que con el tiempo Uxía mandó a ampliar para dar cabida a nuestros libros y para disgusto de todos, que no entendían nuestra pasión por la lectura ni las atenciones especiales que recibía la biblioteca. Los otros hubieran ampliado el salón de juegos. Con los años mis abuelos hicieron de aquella casa, su casa; Uxía los dejó hacer a voluntad y ellos nunca sintieron la necesidad de irse. Cuando yo tuve edad, tampoco me fui, dividí mi vida entre mi pequeño piso en la ciudad y la biblioteca. Ahora tenía que deshacerme de sus libros, de algunos míos y de los muchos que ya eran nuestros.
Un par de días después, y de las no sé cuántas llamadas de mi madre, me presenté en la casa que la Serafina quería quitarnos. Abrí la verja y caminé por el largo sendero de hortensias rojizas; si entrabas en aquel camino estabas perdido, no había escapatoria, eran flores que te hechizaban. Las mismas que Uxía y yo sembramos, mientras discutíamos sobre el último libro leído. La puerta estaba abierta, los abuelos no estaban, la viña era el lugar donde había que buscarlos a esas horas de la mañana, o a cualquier hora, pero decidí ir directamente a la biblioteca y empezar con la desamortización. En el camino a la biblioteca, pasé por el salón y noté que mi madre ya había estado allí; faltaba una mesa a la que habíamos quitado el barniz de tanto jugar al pingpong, unas sillas de tapicería incolora, lámparas sin pantallas, alfombras raídas, y las cortinas de terciopelo tampoco estaban. Faltaba lo que desde hacía años debía haber faltado. El salón había ganado metros, luz y orden. Qué lástima, tanta gallardía y tan poco tiempo para emprender la conquista.
Cuando entré en la biblioteca, el olor a jazmín de Uxía y la estricta clasificación de los libros seguían allí. Recosté la espalda en el marco de la puerta, después la nuca, después la frente y otra vez la nuca y cerré los ojos, quería volver al sendero de las hortensias, pero el recuerdo del rifirrafe con mi madre me obligó a entrar. Cómo podría seleccionar qué libros entregar y cuáles no. Quién los querría adoptar y cómo sabría si tendrían un hogar perfecto, o si solo tendrían un hogar de acogida. Había miles de libros, cada uno narraba su propia historia y la de su dueña. Cada uno guardaba un recuerdo, refería una anécdota, contaba sueños o hablaba de un tiempo. Uxía no medía el tiempo en años sino en libros: el tiempo de los mitos y las leyendas, de las fábulas, las biografías, las poesías, las crónicas, los cuentos, las novelas y así. Cada libro había sido escogido no para ser leído sino para ser vivido, pasaron por las manos de Uxía que había llorado cuando al libro de turno no le quedaban más páginas que vivir.
Decidí que lo más fácil sería comenzar por los periódicos y revistas, lo único amontonado sin mimo por las esquinas de la biblioteca. Los revisé y aparté un par que tenían notas manuscritas, el resto lo coloqué en cajas y decidí que lo donaría a la biblioteca. Eran ocho cajas. ¿De dónde había salido todo aquello? Recordé a esos amigos a los que Uxía veía cuando iba a la ciudad una vez al mes, y de los que solo con pensar que podían ser algo más me ponía enferma. Tendría que localizarlos para darles aviso. Cada último viernes de mes tenía su ritual, se emperifollaba, se bañaba con su Joy de Jean Patou y se metía en la librería, donde se quedaba hasta la hora de comer. Don Ramón o don Javier, así se llamaban sus amigos, la recogían y la llevaban a algún restaurante elegante, comer era su segunda pasión, y le entregaban los ejemplares que invariablemente guardaban para ella. Después volvía a la librería donde yo la buscaba y la llevaba a casa, cargada hasta los bolsillos. Lo siguiente fue limpiar su escritorio lleno de facturas, estampas, almanaques y todas las cosas que guardaba por si acaso; ya no habría un por si acaso. ¡Ah! y saqué las cortinas de terciopelo, cómo lo disfruté, acumulé bolsas que tiré a gusto. La mañana había sido productiva, igual que con el salón la biblioteca había ganado porte. Y de nuevo sentí lástima, tanto sitio y tan poco tiempo para la ocupación.
Comí con los abuelos, hablamos de las uvas, el duelo estaba instalado entre nosotros. Comimos tan rápido que aún después de comer tenía hambre, mi cerebro no podía procesar la velocidad a la que había engullido. Ellos regresaron a faenar y yo a mi ermita. Decidí revisar nuestro baúl, Uxía guardaba allí sus tesoros, los libros que según ella lo sabían todo, incluidos sus deseos y voluntades. Nunca entendí aquello de “voluntades”, pero me gustaba oírselo decir. Y ya al final de su tiempo de novelas, estaba en tiempo de novelas cuando falleció, me decía: este baúl y su contenido serán tuyos, mi niña bonita, como solía llamarme. Busqué la llave, lo abrí y me enfrenté a su tesoro, que ahora consideraba mío. Había unos cuantos libros, cada uno con un tejuelo en el lomo que como única referencia tenían un número.
Tomé el número uno. Era un libro de Rosalía de Castro, A mi madre. En la primera página había escrito: muerte de mamá, febrero de 1951.
El número cinco era de Theodore Fontane, Effie Briest. También tenía una inscripción: Benito volvió a su vida lejos de mí, diciembre de 1956.
El número diez era de Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre: muerte de papá, marzo de 1961.
El número quince era de Angelika Schrobsdorff, Tú no eres como otras madres: la niña bonita cumplió un año, enero de 1998.
Qué significaba todo aquello, quién era Benito. Me senté en mi sillón de siempre, lejos del baúl, del escritorio, y de todo lo que Uxía había tocado; estaba hurgando en su vida, era una ladrona de recuerdos y de secretos. Releí las coplas de Manrique, tenían goterones secos y ahora húmedos, revueltos entre las páginas. No tenía mi pañuelo bordado, ni tampoco los de papel, usé las mangas de mi jersey. Miré el reloj y la puerta, era temprano para el sendero de las hortensias y no estaba preparada para tocar sus libros, ni los míos, ni tampoco los nuestros.
Me levanté y volví al baúl, esta vez quise ir sobre seguro y tomé el número veinte, lo conocía bien, era nuestro Silabario: la niña bonita aprendió a leer, junio del 2001.
Luego el veintitrés, de Juan Ramón Jiménez, Platero y yo: la niña bonita y yo comenzamos a leer juntas, hemos creado el primer club de lectura del pueblo, marzo 2004.
Tomé el último, era de John Grisham, El testamento. Esta vez no había inscripción sino un sobre blanco dirigido a mí: para mi niña bonita. Dentro había dos tarjetas de presentación una de Ramón Huertas, abogado y la otra de Javier Planas, notario; esos que me hacían enfermar, la copia de un documento de su puño y letra firmado por ella en cada una de las páginas, y una breve nota: llama a Ramón y a Javier, no dejes que la Serafina te embauque. Te quiero.
Leí. Podía leer, qué alegría. Me senté de nuevo, esta vez en el trono de Uxía. Los libros no tendrían que ir a una casa de acogida, excepto por El testamento, claro, ese se lo regalaré a la Serafina. El ¡sssssh!, ¡sssssh!, ¡sssssh! que lanzó al abuelo en el funeral resultó inútil. La prima Uxía no dejó al abuelo Boaventura a merced de su hermana, ni a mí, ni a nuestros libros. ¡Bravo por ella! Serafina va a necesitar pañuelos de papel, espero que también tenga pañuelos bordados, son mejores. Y yo, a partir de hoy, empezaré con la conquista y la ocupación.
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