La vida de mi abuela es como la de “El curioso Caso de Benjamin Button” —¿Conoces la historia? —le preguntó Carla a su hijo Matías.
El joven la miró desconcertado —No— respondió con seguridad.
—Se trata de un hombre que nació viejo y a medida que pasaban los años se hacía más joven.
—¡Eso es imposible, mamá!  —respondió Matías.
—Podrá parecer ficción… ¡Pero verás que tengo razón!

Mi abuela nació con un problema en los bronquios. En aquel tiempo, se podía hacer poco para aliviarla -menos aún para sanarla- y cualquier exigencia física la agobiaba. ¡Imagínate su debilidad! Era casi como una “anciana” que pasaba largas horas en su casa, mirando por la ventana.

Vivían en un tercer piso y aunque solo subiera las escaleras cuando regresaban de la escuela, siempre tardaba más que los demás.
Mientras sus hermanos avanzaban hasta con saltos, ella se detenía a observar el color de las flores, que cambiaba justo cada seis escalones y le regalaba una pausa.

En la casa le permitían hacer muy poco. Los deberes de la escuela y algunos quehaceres livianos. Y para recrearse, bordaba o tejía en ese pacto de sedentarismo. ¡Era tanto el temor de su madre a que tuviera una nueva crisis! Aunque ella, solo recordaba una.
Un día me contó llorando —“Hija, yo jamás tuve amigas de pequeña” —pero de inmediato sonrió como para pasar el disgusto y agregó —“¡Pero vi volar el zepelín desde mi ventana!”

Mi abuela aprendió a vivir diferente. Inhalando el vapor caliente que brotaba de la cacerola “que curaba” y con un paño sobre la cabeza que le hacía de carpa. 

Su hermana Carmen, en cambio, salía cada vez que quería y aún más en su juventud. ¡Se llevaban un año de diferencia, pero una vida entera de distancia!
Ella nunca fue condescendiente con mi abuela. Hay mujeres que piensan que cualquier otra fémina puede ser una amenaza… aunque no me lo contaran justamente así.
Mientras Carmen ya tenía varios jóvenes que la festejaban, mi abuela era la acompañante de su madre. Y a medida que crecía, el asma infantil disminuía, pero el miedo no.

—Me queda claro que por enfermedad o por miedo, ella no podía ser como los demás niños —irrumpió Matías.  
—¡Exacto! —exclamó Carla convencida —Y también que en su infancia influyeron los dos. 

Fue al comienzo de la guerra, que Carmen llevó a Pascual a la casa familiar.
No sé si era su candidato más firme, pero aquel día Pascual conoció a mi abuela y dejó de mirar a Carmen.
Nadie sospechó que ella estuviera tan enamorada, como lo afirmara con tanta vehemencia después. Y es que, por esos días, Carmen continuaba saliendo de juerga con otros jóvenes. ¡Quién iba a imaginar que era su gran amor!

Mi abuela y Pascual se llevaban muy bien y él pasaba a verla todos los días.
Desde el tercer piso se podía escuchar el particular silbido que Pascual había creado a modo de contraseña y mi abuela se asomaba por la ventana, para avisarle si podía subir o no.
Pero a Pascual lo tomaron de prisionero. Mi abuela, que ya no tenía síntomas de su enfermedad, empezó a padecer la angustia de no saber de él.

—¡Otra vez todo mal! —dijo Matías, meneando la cabeza —¿Y qué pasó?

Durante los primeros días, Pascual ni pudo salir del calabozo. Fueron suficientes, para detestar las habas de por vida e infectarse con piojos.
Recién cuando advirtieron su vasta formación en mecánica, logró tener algunos privilegios. Lo asignaron como chofer de un oficial de alto rango y con el nuevo destino, también pudo empezar a escribirle cartas a mi abuela. 
Mientras tanto, la guerra continuaba y Carmen los aborrecía por el contacto postal.

Ella tenía diecisiete años —tu misma edad— cuando bombardearon la ciudad de San Sebastián. A las mujeres y los niños se les permitía “huir” a Francia y eso hicieron.
Fue en Bilbao, que una bomba les cayó bastante cerca y mi abuela cubrió a su madre con el cuerpo, haciendo de escudo y apoyándola contra el muro. —“Hija, ¡no te imaginas lo terrible que fue!… estábamos caminando y escuché el estruendo” — así lo recordaba ella, llorando cada vez.

—Matías —dijo Carla, tocándose el ceño fruncido —Creo que no te he contado mucho del hermano que ellas tenían, ¿verdad?. Es que lo único que sé de Vicente, es que murió en esa guerra.
A Pascual lo liberaron después de años y regresó a pedir la mano de mi abuela. ¡Fue por la muerte de Vicente, que ella vistió de luto para la boda!

Matías no podía dejar de escuchar —¿Y entones qué sucedió?  —preguntó.

Les resultaba difícil poder conseguir empleo, especialmente por el rechazo de mis abuelos al nuevo régimen de gobierno y además estaba el odio de Carmen.
Decidieron venirse a América, a Buenos Aires. Un año les había sido suficiente para hacerse de algunos pertrechos y también del primer embarazo de mi abuela. 
 —De hecho, mi mamá nació en el barco en el que viajaron —agregó Carla con orgullo —¡Imagínate que los padrinos de bautismo fueron el Capitán del buque y la enfermera! 
Finalmente se instalaron en la Patagonia Argentina.

Matías miró a su madre y procurando entender la analogía que le había propuesto al inicio, le preguntó —¿Y que tiene que ver esto, con la historia de “Bejamin Button”?

—Matías. ¡Ésta es justo la parte de sus vidas, en la que los dos pudieron tener la misma edad! Mi abuela sin problemas de salud, con su primer bebé y sintiéndose amada por mi abuelo, había dejado de ser anciana para poder ser una mujer normal…  Adulta claro, pero con la misma edad.

—No comprendo —respondió Matías— ¿y en qué momento ella fue más joven que él ?
 —No lo crees ¿verdad? —respondió Carla y prosiguió.

Mi abuelo era buen esposo y excelente padre. No le costó conseguir trabajo ni sostenerlo, pero la familia crecía y la bonanza no alcanzaba. Los recursos se administraban con mucho cuidado.

Mi abuela se ocupaba de la casa, que incluía al gallinero ubicado en la parte de atrás, una huerta y varios árboles frutales.
Nada era decorativo. Ella mataba a la gallina que iba a cocer, recogía las hortalizas y preparaba los dulces que se consumían durante todo el año.
La cosecha de cerezas se celebraba comiéndolas frescas. ¡Esa sí que era una contienda entre mi abuela y los gorriones! Y si ganaba, se daban la panzada.
También ella se encargaba de vestir a la familia. Con su máquina a pedal y unos moldes de base, cosía diseños “en serie” con pocos o muchos centímetros de diferencia, dependiendo el talle.
Tenía una frase para referirse a los hijos, que alguna vez me la recomendó: “Bien comidos y limpios, ya pueden llorar” 
—¡Qué cruel! —exclamó Clara, aunque enseguida reflexionó —Pero si no pensaba así, ¿cómo hacía para cumplir con todo?

Todos los días, mi abuelo Pascual regresaba de la fábrica justo a las cinco de la tarde.
Como si se tratara de un ritual de pareja, quince minutos antes de que llegara, mi abuela se sacaba los rulos plásticos -liberando su cabello con un peinado perfecto- y se pintaba el “morro” para recibirlo, sabiendo que no iban a salir.

Él siempre fue bastante serio. Sonreía cuando estaba en familia, pero no era lo mismo con otras personas y definitivamente nunca disfrutó de bailar, que era lo único que mi abuela le reclamaba. El tiempo en la casa, prefería usarlo para leer o para estar en su garaje.
Pascual siempre extrañó. ¡Mucho más que mi abuela! Tal vez, porque tenían recuerdos diferentes.
—“Yo me hice a él”—contaba mi abuela con el orgullo de un matrimonio que superó tantas vicisitudes… ¡hasta las de un parto en la casa, cuando nació Paco!

Lo cierto es que la vida social de mi abuela era muy limitada. Charlaba con vecinos e intercambiaba alguna que otra palabra cuando salían de compras y en la misa dominical. Llevaba el delantal puesto la mayor parte del día y cumplía a rajatabla con sus quehaceres, escuchando los pasodobles taurinos que sonaban en el Wincofón.
Para mi abuelo, el hogar tenía que ser “su España” y nadie se iba a oponer a ello. Aún si él no estaba allí. 

—¿Y qué sucedió cuando murió tu abuelo? —preguntó Matías, otra vez inmerso en la historia.
—La verdad, Matías, es que mi abuela amaba muchísimo a Pascual, pero es justo en esta parte, cuando ella empezó a ser más joven que él. Ya tenía a sus tres hijos mayores y ocho nietos, cuando él murió. 
Ella vendió la casa argumentando que estaba “cansada de espantar a los gorriones con la escoba” , y aunque resultara poco creíble… ¿quién se lo iba a discutir?
Se mudó a un piso y al poco tiempo dejó de vestir falda. —¿Puedes creer que recién a los setenta y dos años, usó por primera vez un pantalón? —y agregó con voz cómplice  —¿Y que se comprara música de Mariachis?
—Entonces… ¡Tu abuela se reveló!
—No creo que haya sido eso, Matías. Pienso que sus decisiones ya no afectaban a nadie más.

Con tiempo ocioso y residiendo en el casco de la ciudad, mi abuela empezó a salir.
Un día me pidió que la llevara a conocer el Club de la Amistad, sobre el que “alguien” le había comentado.
Fue allí que conoció a Doña Pepa -una mujer bastante mayor que ella- y a Lola.¡Cómo se rieron juntas, ya desde que se presentaron! 
A Carmela la conocía de antes, pero se volvieron a encontrar en el Club. Eran como cuatro adolescentes y además, traviesas.
Empezaron a reunirse a mitad de semana para jugar a la canasta y llenaban las tardes de carcajadas. ¡Es que contaban chistes atrevidos! No vulgares ¡Y además sabían muchísimos!
Un día que pasé a verlas, me enseñaron cómo Lola se había convertido en la “instructora de pasodoble”. Y allí estaba mi abuela, ¡bailando con Lola!
Creo que recién en ese momento, ella pudo vivir su adolescencia. Esa etapa de la vida en la que solo te preocupas por divertirte, y para el caso de ellas, adoleciendo de su vida en pareja.

—Ya voy creyendo que se parece bastante a la historia de Benjamin Button — dijo Matías —pero me intriga saber qué pasó con su infancia.
Carla se quedó pensativa por un momento y le respondió —¿Te refieres a esa edad en la que solo piensas en jugar?. Porque si es eso, no la vi en su infancia.
Tenía noventa y un años, cuando una neumonía la llevó hasta donde está mi abuelo. Solo padeció el malestar por pocos días y hasta nos hizo reír con sus ocurrencias. También le hice bromas, porque “ése era nuestro código”. ¡El que ella me enseñó!
Creo que su infancia la está viviendo ahora. Libre de limitaciones, llena de fortaleza, y sabiendo lo que es reír.  
Puedo imaginarla corriendo incansablemente, sin temores de guerra, despojada de las responsabilidades del adulto, pensando en sus amigas “adolescentes” y lo mejor de todo… ¡Amparada por el amor incondicional de mi abuelo!

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