Mi padre me decía siempre, cuando veía en mi rostro el brote de la ansiedad, «eso que tú tienes se cura, hijo créeme, todo se cura», y yo le creía, porque no tenía otra creencia. Nunca se curó.

Recuerdo haber sido el objeto de su preocupación. Mi padre era un hombre anciano entonces. Llevaba años conviviendo con el agotamiento verdadero. Yo crecí en medio de ese mundo. Callado, muy sucio y descuidado. Pero crecí más o menos digno. Quejas de esa infancia no tengo, ni tengo tampoco algo demasiado horrible qué contar.

Andábamos en nuestra carreta, por largos caminos al día, pensando en el devenir, en una nada absoluta. Creíamos en la nada más que en un dios. Mi padre había sido gestado allí, y el suyo; también su abuelo. Todos en la familia (según sus pocas memorias) conocían el camino largo, los zapatos rotos, y el sabor del helado casero (aunque nunca tuvimos una casa). El abuelo de todos nosotros compartía este con los gatos; el siguiente lo hizo con los perros; los demás, con los otros animales que se cruzaron en nuestra historia de familia. Yo lo compartí, de pequeño, con las ratas. Hay familias eternas para caminar, para el polvo, morenas por el sol de las carreteras.

—Hijo, tráeme esa puntilla del suelo, ¿la vez?, no. ¡Esa no! Carajo, que eres tuerto. La otra. Esa… Dámela.

Aquella fue mi primera clase. Aprendí a apuntar sobre la madera. Servía para ello. Era muy bueno. Arreglé nuestra carreta un par de veces a lo largo de los años más hambrientos que viví. Mi padre era un viejo con experiencia. Se bañaba de orgullo, al faltar a menudo el agua. Jamás recibió nada que no fuera a raíz de su pesado trabajo. «esta panza llora, hijo mío, pero sus quejidos no alcanzan a mi boca», decía. Yo sí tenía hambre, lloraba por un pedazo de papa en la basura. Un día, grité:

—¡Moriremos de hambre, mira este sol pa’, míranos pa’, no quiero seguir!

El dolor en mis hombros, a causa del estrujón, aun persiste fresco.

Caminamos después, durante semanas y meses. Una luz inquieta al hambriento: la luz desesperada del despertar. Dormíamos en nuestra carreta sobre trastos, cigüeñales rotos, muebles comidos por las ratas (que a menudo nos acompañaban en los viajes, como he dicho anteriormente). Y un bidón de agua medio lleno.

«¡Chatarra!, ¡chatarra!, ¡chatarra!», gritaba papá. Hoy día pienso en aquella voz, ¿de dónde nacía, con ese volumen, con ese poder, después de aguantar tanta hambre?, ¿a consecuencia de repeticiones antiguas, de réplicas del dolor; o era acaso por los ojos, el sonido y el olor del hijo? Tuve mis días de emoción, claro. También gritaba con él, «¡chatarrita!, ¡chatarrita!, ¡chatarrita!». Reíamos.

Quise a mi padre, le seguí los pasos, uno a uno. Pronto dejé de quejarme por la suerte de la vida. El dolor siempre sana en todos los escenarios. Y lo aprendí sin contratiempos, sin demora, y de primera mano. Pero lo que no sana es, probablemente, el recuerdo del hambre.

Yo tuve quince años a su debido tiempo. Flaco, desgarrado del alma, con la panza llorando a diario. Me enamoré en un viaje. Mi primer amor. Ella era como una joya perdida y abandonada. Tuve pena. Al hambriento lo delata su aliento. Yo ya había perdido tres muelas para cuando eso pasó con mi corazón. La conquisté con un chiste que le había robado a mi viejo, «pierdo las muelas sin haberlas estrenado.» Cuánto sufrí al despedirme de ese primor. Duele no acordarme de su rostro. No poder recordar su nombre. No puedo si quiera acordarme de su aroma. Oler la tierra del desierto deja en la memoria dunas de olvido. Me hubiera podido arrojar a unos brazos, como se arrojó mi padre para concebirme, y haber dejado allí una nueva criatura del camino, hambrienta sí, pero una criatura del camino. Mi madre seguramente tenía sus encantos, pero no lo sé. La ancianidad y el harapo borran la vida, desgarran a menudo las confesiones, las historias del cariño; los encuentros del hombre y la mujer.

Mi viejo pudo temer algo, al verme siempre fue capaz de hurgar mis incapacidades y mis penas. No tuve la enseñanza de una lágrima, ni de un hombro, ni del estrechamiento de cuatro brazos fundidos por la comunión del abogar. pero así pasó, mi padre me dijo:

—¿Vas a abandonarme en este pueblo?

Y vi en sus ojos la brutalidad del abandono. No necesitaba las directrices de sus memorias, ni las explicaciones empolvadas de sus muchos años anteriores. Lo entendí todo. No había ánimo que fuera suficiente para calmar las ansias del origen (estaba claro como el vidrio), porque andábamos como almas en deshonra, librados de una y otra guerra diaria. No hay honra por salvar, solamente mantelar un hambre incierto, del estómago, de las entrañas, de las memorias. Así que me quedé con él. No había otro lugar en que cuadraran para la eternidad dos almas vagabundas. 

Partimos muy de noche, al amparo del silencio, sin darme yo mismo la tregua del despido. ¡Adiós mi joya abandonada! Quédate con el recuerdo de mis tres muelas desaparecidas…

***

Durante un cierto período seguimos caminando, con las uñas encarnadas en uno de los dedos gordos, casi descalzos ya juntos, (sobre todo mi padre, que no encontraba nunca entre la basura unos zapatos de su talla). Era grande, encorvado, pero grande; fuerte e inexplicablemente macizo. Me dio pautas de vida, y estas me educaron las vértebras y revistieron mis costillas de resistencia; dije sí a aquellas inmortales lecciones, inmortales como nuestra hambre; las abracé en medio de los nulos abrazos. Mi viejo era un caballejo, un penco de trabajos forzados en época de jubilación. «Aquí, en este pueblo es donde la hallaremos», decía. Nunca supe qué hallaríamos. La dicha, la fortuna, la dulce miel del porvenir, quizá. «Pueblucho miserable», eran sus últimas palabras antes de partir hacia el siguiente. Nosotros éramos los miserables. Nosotros y las ratas que viajaban dentro de la carreta. Yo le dije un día, cansado ya de las monotonías diurnas:

—Si vamos a ser pobres, algo tiene que cambiar pa’.

—¿Ah sí?, y, ¿qué? —respondió.

—No lo sé aún… entre todos los hombres hay diferencias, míralo bien, pero muchas diferencias, que los hace únicos a cada uno. ¿Por qué entre nosotros, dos espíritus sin casi cuerpo; pobres y hambrientos, no debería haber también una diferencia?, piénsalo. En fin… creo que sé de algo que no le falta a un carretero, pero a uno de verdad.

—Lo único cierto que sé, es que dices muchas pendejadas mijo.

—Escucha, sé de algo que no le falta a un carretero, pero a uno de verdad. No he visto nunca a uno sin un perro.

Este capítulo es ahora para la sed. El bidón permanecía casi vacío siempre. Existían los periodos de aguante entre nosotros dos, pero el perro bebía demasiado. Tenía razón cuando afirmaba que todos los hombres se distinguían unos de otros. Ahora éramos hambrientos, sedientos, y pulguientos.

Veíamos su lengua pendulante, sus facciones de agonía, su legítima alegría, y allí mismo nos arrodillábamos bajo el perro, rostro a tierra, al nivel de nuestro abandono, y dábamos nuestra ofrenda diaria de bondad. Lo aprendí de mi padre. Y el sol que era adorado en esos muchos pueblos antiguos, en cuya tierra arrojábamos escupitajos de cansancio, y en donde ahora nuestras rodillas posaban sus labios, ahora nos daba la espalda, nos castigaba peor con el picante calor de sus dulzuras. Alguna vez vi a mi viejo lanzarle piedras, a orillas de una ciénaga, a punto de llorar. Bajo estaba, rozando un pueblito lejano que se veía apenas en el horizonte, como una mancha de moho. «¡Maldita seas Mar…!» gritaba él. Yo le lanzaba piedras a ese sol ensangrentado, con la idea de abrirle más la cabeza. «Estás a mi nivel sol, vamos a entendernos al fin, maldita sea…» le gritaba yo, por mis propios motivos. Tenía mis temas personales con el sol, mis odios personales con la vida. Y mi padre seguía repitiendo «¡maldita seas Mar…!» No faltaron nunca los tiempos buenos. Vivir odiando, es algo; delimita una carretera, marca el sendero de una vida atribulada. Durante los paseos, quizá y el amor se atraviesa en forma de una piedra; la bondad, en un perro; la religión, en una ciénaga; una ofrenda a la vida, con el bruñido de las tripas.

Uno tras otro día pasaba de nuevo. Sol, un pan, sobras, cantábamos a veces, rascando pulgas. Tuve fiebre, entonces menos agua. Mi viejo no supo qué hacer conmigo. Arribamos a una pocilga y la dueña le dijo con ese tono…

—Se quedan, pero mañana temprano… usted ya sabe viejito.

Ese tono…

Yo deliraba por la fiebre. Me veía de viejo, feliz por los senderos, caminando bajo el sol quemante (nunca me ha dejado el sol); o a veces robando leche de la teta de una vaca abandonada en el campo. Imaginaba entre la ilusión, la vida segura sin el destino, sin el amor, sin nada más allí que yo. Es lo que recuerdo. El perro, casposo como sus dueños, lamía mis orejas quemadas, y me despertaba a cada nada con su ligera preocupación. E hizo frío esa vez; un horrible frío ahora, en mi memoria.

La carreta rechinaba con el empuje de la brizna. Veía los altos pastizales en el horizonte bailándole a su luna dorada. Ajado el porvenir nuestro; sucios los ojos, prendido en fiebre infernal, en ese momento recuerdo pensar, «quiero dejar de tener hambre, descansar de caminar, dejar todo de lado, y así fuera, morir bien».

Mi padre durmió entre el heno, desparramado como un pobre cadáver. Se rascaba al otro día la espalda, y se reía de odio cuando no alcanzaba algunos lugares de su enorme espalda, mientras alimentaba a los cerdos de aquella finca donde dimos a parar. Yo recuperé las fuerzas después de un largo descanso. Y allí estaba el viejo gigante, mi padre, otro día de esos, ordeñando vacas bajo el sol. Recuerdo que se me acercó. Me vio.

—¿Ya vez que todo se cura hijo?

Ahora tengo sesenta años. Con hambre. Mi única familia, mi padre, el perro, y las ratas de la carreta murieron hace demasiado tiempo. Sólo falto yo. Mañana limpiaré cerdos, ordeñaré. Creo que soy bueno para este trabajo. Soñaba con él cuando era joven. Y ahora estoy viviéndolo. Me he encariñado con las responsabilidades de una cosa parecida a la vida. Me doy cuenta de ello. Y pienso, recurrentemente, ya que se me ha estirpado la ilusión: En mi último instante, que viene veloz, ¿recordaré aquellos gritos entre el hambre?

«¡Maldita seas Mar…!» «maldita seas…» ¿habría tratado de decir una frase, una oración, un nombre; ese nombre, de una madre, mi madre? Marta, o María, o quizá Mariana. Ilusiones. Gastamos la vida buscando la otra parte del horror, la infección del olvido, darle al sol con una piedra. Oh sí… 

«¡Chatarra!, ¡Chatarra!, ¡Chatarrita!» 

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