Se sienta en la cama.

Se acomoda los pantalones color crema, muy bien planchados en inmaculados.

E inicia, a contarme su vida, su pasado, sus aventuras de niño. 

Y es ahora cuando lo recuerdo.

-Ese día, era un día frío, mija. Un día muy frío. Estábamos en la universidad, y recién habíamos terminado el partido de béisbol. Recuerdo, había una protesta ese día, frente a la universidad. Los jóvenes estaban echando piedra, y dándose con los policías. Como los del equipo teníamos que cambiarnos, salimos tarde y no alcanzamos la buseta. Nos quedamos varados en medio de la protesta. 

Entonces, agarré mi gorra, mi guante y mis pelotas de béisbol y salí corriendo al edificio de ingeniería, a ver si podía ocultarme allá hasta que acabara la revuelta. Y entonces, me ve un policía. Y como me ve corriendo, un chinito de diecinueve años corriendo en medio de la protesta, cree que yo hago parte de la revuelta, y comienza a perseguirme. Y yo, cuando me doy cuenta, echo a correr a toda, pero al policía se le habían unido otros uniformados y me estaban cercando. Y como ya estaban muy cerca mío, agarro las pelotas y empiezo a arrojárselas a la cabeza. Yo, como era el pitcher del equipo, tenía muy buen ojo, y les acerté a dos o tres, pero se me acabaron las pelotas, y los policías estaban furiosos, pues pensaban que yo era de esos que arrojaba piedra, entonces me empezaron a perseguir con fusil en mano. 

Yo pensaba «sólo necesito llegar al edificio de ingeniería y estaré salvado». Pero no mija, justo cuando llego a la puerta, la cierran, y por más que golpeé, no me abrieron. Y entonces llegan todos los policías y me cercan, y empiezan a agarrarme a patada y a bolillo, hasta que consiguieron romperme la pierna. Y entonces se me acerca el capitán del escuadrón, levanta el fusil, con ese cuchillo que tienen los fusiles en la punta, y me lo clava en toda la pierna mientras me grita «Usted no nos vuelve a lanzar nada, chino hijue**ta, y a menos que se vaya corriendo ya mismo de aquí, lo matamos»- Mi abuelo se levanta la bota del pantalón, dejando ver una cicatriz que le recorre desde la rodilla hasta el tobillo, blanca y pálida, que se enmarca junto a su piel.

-El tipo casi me clava el cuchillo en el hueso, hubiera podido hacerme un daño permanente.- sonríe – Pero claro, como yo no quería que me siguieran dando no más por estar ahí, salí cojeando a toda prisa hasta que llegué a la entrada de la universidad, y de ahí salí a tomar un bus lo más rápido que pude, con la pierna echando sangre, pero al menos, vivo.

Cruza las piernas y se recuesta en el sillón. La siguiente historia brota de sus labios ajados y sonrientes. 

-Cuando yo era pequeño, más pequeño que tú, me encantaba la música mexicana. Todos los días oía música mexicana al volver al colegio, y me encantaban los sonidos de trompeta y la alegría de las letras. Y un día, me entraron ganas de ir hasta México y volverme mariachi. Y me le escapé a mi papá de casa, y a punta de buses y transportes económicos, llegué a Barranquilla, muy feliz porque ya iba a salir del país. Como yo sabía que mi papá tenía un amigo en Barranquilla, me le planté en la puerta de su casa, y cuando me abrió, el tipo casi se desmaya de la impresión. Claro, llamó a mi papá, que estaba preocupadísimo, y de una me devolvió a casa.

Se recuesta tranquilo. Pasa unos minutos en silencio, y de repente, abre los ojos y esa sonrisa jovial vuelve a iluminar sus arrugas.

-¿Te he contado la historia en la que me robé las gallinas de mi vecino?- se ríe.- En esa época, yo ya era el presidente de la sección de encuestas del DANE. Debería tener, treinta, o treinta y cinco años. Y estaba en mi pueblo, de vacaciones. Ese día era el cumpleaños de una amiga muy querida mía, y ella venía desde hace días con antojo de un buen sancocho de gallina. Y yo y otros amigos, no habíamos cobrado aún el salario, y no teníamos con qué comprarle la gallina para el sancocho. Entonces, llegó un vecino nuestro, diciendo que un don que vivía en frente tenía un criadero de gallinas criollas, que ya estaban grandecitas. Y nosotros, ni cortos ni perezosos, agarramos esa madrugada para el rancho del hombre, y le sacamos del corral unas gallinas ya grandes, gordas, perfectas para el sancocho. Y como unos niños chiquitos, salimos corriendo, toteados de la risa, a la casa de mi amiga a prepararle el sancocho. El pobre hombre nunca supo qué se hizo de sus dichosas gallinas. 

Hablando de gallinas, hubo una época en la que tuve que sostenerme con un puestecito de pollos y hamburguesas en el Salitre. ¡No te imaginas la cantidad de plata que salía de ese puesto! Mijo me ayudaba los domingos con el puestecito, y al ser día festivo, todo el mundo venía al parque del Salitre, y a medio día había una cola que no te imaginas frente al puesto. ¡La gente hacía filas de hasta una hora para comprarse un perro caliente o una presa de pollo con papas y gaseosa! Mis amigos decían que uno no podía hacerse la vida con un puesto de pollos y hamburguesas,  pero eso sí, cuando les faltaba el dinero, venían corriendo a pedirme uno, dos milloncitos. Y yo siempre les decía, «mire compadre, esto es de los pollos, todo esto salió de los pollos». El puestecito no duró mucho, como unos tres años hasta que conseguí empleo, pero si hubiera continuado, ¡Puedes apostar a que seríamos millonarios mijita! 

En ese momento, llama mi tía, a saludarle, desde la lejana Alemania. La voz lejana de mi primo Ben, el saludo entrecortado de mi prima Annie, y el fuerte vozarrón de mi tío Frederick, le hacen recordar una de sus aventuras más arriesgadas y que más le gusta contar. 

-Cuando tu tía Lara estaba a punto de dar a luz a Ben, tu abuela y yo fuimos con otras primas a visitarla a Alemania. Yo estaba en diálisis en ese momento, y me encontraba muy débil. Llegamos a Hamburgo, y para ir hasta Berlín debíamos tomar un tren. Eran casi las doce de la madrugada, y estaba cayendo una nevada impresionante, estábamos a punto de que llegara diciembre.  Y es por ahí a las dos de la mañana que a mí me empieza a dar la maluquera, no podía dormirme, se me había bajado la temperatura, respiraba mal, tenía las manos y las orejas heladas. Y aún no llegábamos a Berlín, la nieve trancaba el camino y faltaban horas aún. Llamaron al médico, me llevaron chocolate caliente, mantas, y demás, pero yo no conseguía calentarme y me sentía cada vez peor. Y fue cuando sentí que no iba a llegar vivo, y que no iba poder ver a mi nieto, le dije a Lara: «Mija, te pido que, si me muero aquí, no me entierres en la nieve. Estoy seguro que aquí después de muerto, sigue haciendo frío».

Sigue haciendo frío.

De seguro, después de muerto, sigue haciendo frío.

Sin el calor de tus seres queridos.

Sin la sonrisa de un último adiós.

Sin un último encargo, un último consejo.

Bajo la soledad de las negras alas de la muerte.

Bajo el cobijo de la luna y la eterna oscuridad.

Bajo la sombra del dolor y la pena.

Oculto tras el velo de la incertidumbre.

Oculto tras la cortina de un hospital.

Oculto tras la mirada perdida que nunca se vio.

-Afortunadamente, llegué a Berlín, me trataron y pude conocer a Ben, pude conocerte a ti, a tu hermano, a tu prima Annie. Y tuve la posibilidad de viajar otras veces a Europa, imagínate, ¡Estuve en verano en el Palacio de Versalles! Ese es un viaje que tienes que hacer mija, no te imaginas la belleza de esos jardines, florecidos y brillantes. Yo ya no puedo ir contigo, pero me gustaría que visitaras Grecia, Italia, España, Suiza, me encantaría que volvieras a Alemania, tus primos y tíos estarían más que encantados si volvieras a visitarlos. Ellos nos vienen a visitar cada año, es justo que nosotros hagamos lo mismo por ellos. En Suiza, tienes que ver los Alpes Suizos, hacer esquí en esas montañas blancas no tiene precio, ¡Aunque yo nunca aprendiera a utilizar los esquíes!. Y tu prima Gilberte estaría fascinada de recibirte, le encanta el arte, como a ti. ¡Si alguna vez podemos viajar juntos, te prometo enseñarte personalmente los Alpes! 

Sonríe y me estrecha en sus fuertes brazos, mientras se despide de mí, esperando volver el próximo domingo, con las manos cargadas de regalos, y el corazón cargado de amor.

-Hasta luego mi japonesa. No olvides repasar tus matemáticas, esfuérzate mucho en el colegio, sé amable con tus maestros y tus compañeros, pide ayuda siempre que la necesites, gánate la confianza de las personas, cuídate, duerme bien, haz ejercicio, llama a tus primos de vez en cuando, habla con Ben, con Annie, salúdales, pregúntales cómo están. La próxima vez que venga, me enseñarás ese tema de matemáticas para que yo pueda ayudarte. Yo voy a repasar y a estudiar a ver si puedo  sacar los ejercicios que estábamos viendo, y si no, le pido ayuda a un amigo que sé que sabe de estas cosas. Pronto las invitaré a salir y les compraré un helado. ¿De acuerdo?

Hasta luego mija.

Nos vemos mañana, mi amor.

Me quedé esperando ese mañana que nunca llegó.

Abuelo mío, me enseñaste tantas cosas, y hubo tantas otras que no alcanzaste a contarme. Tantas que te hubiera gustado enseñarme, para verme crecer, para verme mejorar. Hoy no puedo olvidar el legado que dejaste en nuestros corazones, y las sabias palabras que sembraste en nuestras vidas con todo el amor y el cariño que siempre le tuviste a tu familia.

Los pasos que diste frente a nosotros, son los que procuramos seguir ahora. Tus sonrisas y amables actos, nunca serán olvidados.

Fuiste el pilar y el sostén de las personas a las que acunaste en tus brazos. Fuiste el cacique de una familia, el orgullo de un pueblo, una estrella dentro de un país.

Tu legado perdurará eternamente en tu recuerdo. 

Reposa en paz, abuelito, y que las estrellas guíen para siempre tu camino. Que se te abran las puertas del cielo, que los ángeles coreen tu nombre, que los dioses se honren en tu presencia. 

Deseo que en el término de tu vida hayas podido decir «Eche, viví una buena vida.» Espero que te hayas puesto el sombrero vueltiao, la chompa y la torta de ñame, y hayas partido en calma y en paz.

Con amor, y un inmenso peso en el alma:

Tu nieta, la japonesa.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS