En el largo camino de la vida he conocido muchas personas. Algunas muy sinceras de corazón pero llenas de grandes dificultades y soledades incomprendidas. Ese ha sido siempre Juan Carlos, Juan, a secas.
Pisa los ochenta y camina por la vida con un sinnúmero de dolencias que arrastra desde hace tiempo y afectan su cuerpo y su alma; alto, delgado, canoso, con poco cabello, de ojos pequeños y claros. Cuando camina trata de hacerlo erguido, pero su cuerpo se encorva buscando sus raíces ancestrales.
Juan se jubiló hace muchos años. Trabajó de mecánico y chapista especializado en todo tipo de autos: nuevos, usados, de paseo o de carga; grandes o pequeños.
Sin ningún pago a cambio, durante toda su vida y en sus pocas horas libres, atendió, arregló y ayudó a amigos, vecinos, familiares y conocidos, sin mencionar a los familiares de los vecinos y los amigos de los conocidos:
– Juan.. el embrague…
– Juan.. los frenos…
– Juan.. el foco trasero…
– Juannn….
Juan siempre estuvo, arreglando lo que le pedían a cambio de nada. Apreciaba cuando alguien le pagaba con un regalo que, casi siempre, era una botella de vino y lo agradecía, aunque eso aumentó su gusto por la bebida, convirtiéndose con los años en adicto al alcohol. Cuando la soledad lo aplastaba más que nunca al finalizar la jornada, se sentaba con su vaso de vidrio y satisfecho por la labor cumplida, se la tomaba toda hasta vaciar la botella. Caía rendido, dormido sobre la mesa con el estómago vacío, hasta que le despertaba la luz de un nuevo día.
El alcohol fue su gran compañero, a falta de una mujer comprensiva que supiera amarlo, hijos que pudieran quererlo, o familia con quien convivir. Con su ebriedad a cuestas enfrentó los momentos más cruciales de su existencia, desde aquellos más felices como el casamiento de su hermana menor con su queridísimo cuñado, hasta los más desgraciados, como cuando, con pocas fuerzas para estar de pie, tambaleándose y somnoliento, tuvo que cargar los féretros de los que una vez habían sido su única familia.
Juan nunca tuvo automóvil ni casa propia. No estuvo a su alcance ni dentro de sus posibilidades, no lo consideró necesario. Después de todo, siempre fue un hombre solo.
Se basta con una bicicleta antigua, bien cuidada, a la que nunca le fallan los frenos ni se oxida por el salitre del mar. Con ella va al monte de la playa, arrastrando un carro hecho por él mismo, en el que carga una pala y un hacha a la ida, para volver al regreso, repleto de troncos y ramas de todas las especies y tamaños.
Ya en su hogar, a la caída del sol, los convierte en prolijos atados que luego vuelve a acomodar en su carro, para transportarlos hasta el almacén del barrio, donde su dueño, un viejo amigo de la juventud, se lo compra en su totalidad a cambio de un puñado de billetes y un par de botellas de vino.
Juan vive en una pequeña habitación al fondo de una casa de temporada de esas que se ven siempre vacías y nunca abandonadas. En ese habitáculo modesto está todo cuanto posee: una mesa, dos sillas, una cama con colchón estropeado y un moderno aparato de televisión, que usa con frecuencia para mantenerse conectado con el mundo a la hora de las noticias.
A cambio del humilde hospedaje, Juan ofrece al propietario una permanente función de sereno cuidador. Además se ocupa de la atención de dos perros de raza que colaboran con él en su trabajo de vigilancia. Esos dos nobles animales son su única compañía. Siempre les consigue huesos con carne y los convida con pan y algún sobrante de queso de su mate mañanero.
– Juan… son de raza, mirá que no comen cualquier cosa.
– Juan… llevalos al veterinario.
– Juan… cuidalos del sol.
La cocina elemental de sus alimentos, la resuelve a la intemperie, en una mesada de baldosa, sobre la que brilla una impecable cocinilla a gas. Alguien le consiguió una vieja heladera y él lo agradeció con beneplácito, la acomodó junto a su cama y la convirtió en objeto preciado, muy necesario para su subsistencia. No fabrica hielo ni enfría demasiado, pero el solo ruido de su potente motor, le da alivio por las noches a su solitario sueño, convirtiéndose en música para sus oídos.
Le gusta el fútbol. Es hincha de Peñarol de toda la vida, aunque nunca supo bien por qué. Siempre está atento al partido del domingo y al lugar en la tabla de clasificación de su cuadro favorito.
En la pared de su habitación junto a la bandera aurinegra, cuelgan fotos y recortes de periódico que le recuerdan a diario las glorias conseguidas. En simultáneo, cada una significa un momento de su vida. Son triunfos obtenidos por los jugadores en la cancha y él, en su soledad lejana. Derrotas que sufre y victorias que festeja con pasión, como si de él dependiera el futuro del más famoso deporte uruguayo.
Su salud tuvo grandes deterioros, pero a pesar de la falta de atención, ninguna enfermedad lo alcanzó ni lo obligó a cambiar de actividad. Nunca quiso usar tapabocas, ni gorro de lana o de sol, ni abrigo, ni bufanda, ni zapatos cómodos para los pies.
Carece de servicio médico. Su reducida pensión mensual lo habilita para recibir asistencia en un hospital muy lejos de su ciudad, al que para llegar, debe tomar un transporte colectivo que recorre una distancia de veinte kilómetros.
Cuando por algún dolor o enfermedad no puede más, se levanta muy temprano y se va. Ya sabe que delante de él habrá una enorme cantidad de personas, tan necesitadas y adoloridas como él y a las que, por amabilidad, siempre cederá la preferencia de ser atendidas.
– Juan Carlos…ya te llamamos…¿podés esperar un poquito más?
– Juan Carlos… ¿te duele mucho?
– Juan…tomá todos los remedios…
A pesar de su avanzada edad, pedalea con vigor y convierte su rutina de trabajo en paseo de placer.
Al paso de su bicicleta, un millón de manos agradecidas lo saludan al aire por compromiso. A él eso le es suficiente.
Su sufrido cuerpo aún le responde, y la borrachera permanente, no le permitió jamás soltar ni una sola lágrima. Sin risas ni tristezas, siempre quiso sentirse feliz.
Nunca tuvo que esperar por nadie que alegrara un poco sus mañanas con unas palabras de aliento o una sonrisa. Gestos todos que lo hubieran ayudado a vivir en los momentos difíciles, cuando más los necesitó y que seguramente hubiera devuelto con su amabilidad de siempre, aún sabiendo que en la demostración de incontenida alegría, cometiera el pecado de convertirse en vecino pesado y molesto.
En Juan siempre se pudo confiar, nunca defraudó a nadie, aunque fueron muy pocos los que lo quisieron como merece.
En el barrio, entre sus vecinos, se ha oído decir: «Buena gente este Juan»… «De personas como él es el reino de los cielos, y eso está en toda religión…»
Para todos siempre fue así. Para todos menos para Amelia. Llegó al barrio años atrás, junto a su esposo y sus tres hijos. Fue la dueña de una gran casa situada en la esquina.
De nada sirvió cuando aquella nochecita, sabiendo que vivía sola con sus niños, Juan, vigilante, al percibir movimientos extraños y ver luces encendidas sin ningún motivo, advirtió la presencia de intrusos intentando saquear su casa.
Fue su vecino, el menos querido por ella, el único que no dudó en llamar a la policía y salvar las pertenencias que los «amigos de lo ajeno», tenían prontas para llevar.
Hacía un mes que su marido se había marchado a otro país por trabajo, lejos de su familia, abandonando sus obligaciones de padre y esposo.
Dos patrulleros acudieron al lugar. Cuatro policías ingresaron a la vivienda y sorprendieron al ladrón. Su cómplice logró escapar por la puerta trasera; tras saltar el muro, se dio a la fuga y no lo pudieron capturar. Entre sus ropas, llevaba una bolsita con alhajas. Eran de Amelia. Las guardaba en un cofre; era la herencia familiar de su madre convertida en pulseras y anillos.
Le hubiera dolido perder objetos de su casa, pero perder para siempre aquellas únicas joyas fue mucho peor. Su dolor se convirtió en rabia y arremetió contra Juan. Su vecino borracho no había sido capaz de salvar sus valiosos recuerdos, y lo imaginó coautor del hecho.
¿Tan descabellado era pensar que hubiera querido apoderarse de su tesoro? Firmó la denuncia y muy enojada, Amelia se fue para adentro mientras Juan la miraba incrédulo sin poder entender.
Esa noche, la pequeña Catalina fue la única que le brindó una sonrisa de agradecimiento. Valoró el gesto de aquel viejo al que su madre le tenía prohibido acercarse con el cuento de «vaya a saber de qué es capaz». La niña, con siete años, supo aquel día de qué era capaz Juan. Había salvado su preciada tableta, su calzado deportivo rosa y el televisor en el que miraba caricaturas encerrada en su habitación de niña privilegiada.
Estudiaba en un colegio privado del centro de la capital, donde permanecía casi todo el día. No tenía amigos con quienes jugar. En el aburrimiento diario de infantil inquietud transcurrían sus días, convertida en molestia para sus hermanos mayores, que la cuidaban cuando los sábados, la madre debía irse a trabajar. La mujer no tenía otra familia cercana a la que se la pudiera confiar.
Cata era famosa por su sonrisa, aunque siempre se la veía rodeada de un aislamiento que nadie entendía. En la casa de enfrente junto al portón, dos perros de raza esperaban a la «niña de la esquina». La saludaban con graciosos movimientos de cola, como si fueran inofensivos cachorros. Ella no les temía y cuando podía, se escapaba para regalarles caricias de inocencia, entre los barrotes de la reja.
Al fondo, atento y silencioso vigilaba Juan. Levantaba su mano y saludaba a la niña con dos palabras y su mejor sonrisa : «¡Hola bonita!» El portón nunca se abría. Los perros podrían escapar y la niña, entrar. Ambas cosas no les estaban permitidas. Ni al anciano ni a Cata.
La habitual borrachera y la ropa gastada que lo convertían en persona indeseable para la madre, no era visto igual por la niña. Sus ojos bondadosos, su cabello blanco y su sonrisa franca lo habían convertido en abuelo. Para ella era «su abuelo Juan». A falta de hijos, el anciano tenía una nieta de corazón.
Cuando Cata cumplió ocho años, apagó las velitas en su casa. No lo dudó. A la mañana siguiente, apenas terminó su desayuno y mientras esperaba la camioneta escolar, hizo un paquete de coloridas servilletas de papel con un enorme trozo de torta. Tenía crema, frutillas, grageas de chocolate y mucho dulce de leche. Todo acorde a su paladar infantil y al gusto de su abuelo.
– Juaaann… ¡te traje torta!…
– Juan… vení que los perros te la van a comer…
– Es para ti… está riquísima… fue mi cumpleaños.
– Después te traigo el globo amarillo que te guardé.
Ese día, en la casa de enfrente y por un tiempo, brilló un inflado sol junto al portón de entrada.
Juan aquella noche, acompañó su vaso de vino con un trozo de pastel. Brindó por ella, brindó por él y por primera vez, no se sintió solo y fue feliz.
OPINIONES Y COMENTARIOS