Esa mañana desperté seguro de que podía volar. Por fin dejaría mis muletillas atrás. Solo tenía que encontrar mis alas. Me miré al espejo y en mis ojos vi la libertad. Abrí un libro, y pude remontar.

Hoy que todos los caminos me conducen, sin remedio, al encuentro con mi destino, traigo a mi mente aquellos momentos en que, siempre evaluando los recursos con que contaba, tuve que tomar decisiones importantes en mi vida.

Esperando que la salida del sol iluminara mis días, hubo mañanas en que sus rayos parecían más bien lágrimas de fuego, presagiando un porvenir desalentador y mordaz.

Mi abuelo era un hombre duro pero muy sentimental. Creía en la justicia y esperaba que la vida fuera justa con él. ¡Qué ingenuo era mi venerable anciano! Nunca aceptó los designios divinos sin cuestionarse cada acción de un destino en ocasiones gris e inmerecido.

Hombre con arraigadas creencias religiosas y muy comprometido con sus deberes laborales, nunca aceptó el tener que recorrer un camino de la mano de un hijo como el que le tocó.

“Cuestión de meses” pronosticaba la medicina en aquellos días, por lo que, convencido de lo efímero del destino de su hijo, decidió hacer una pausa en su rutina diaria y dedicarle todo el tiempo necesario. No quería guardar en su conciencia la carga de pensar que no le prodigó todo el tiempo que podía.

Y así se sucedieron los meses y los años, robando a sus otros hijos, minutos que les pertenecían para dárselos a ese indefenso ser; el más débil de la familia.

Por desgracia, ellos nunca lo entenderían, ni mucho menos lo aceptarían.

Mi madre, por lo menos, siempre le guardó un rencor añejo.

No podía ser de otra forma. “Ya habrá ocasión para compensarles, más adelante, el tiempo hurtado”, pensaba mi abuelo.

Él, un hombre muy trabajador y ordenado, tuvo que empeñar el futuro de la familia en aras de regalarle un poco de vida a su indefenso hijo.

Compró vida pagándola a crédito, con intereses muy altos.

Empeñó sus sueños esperando algún día poder recuperarlos, pero la vida le tenía preparados otros caminos.

Sus hijos crecieron sin escatimarles nada , pero lejos de la abundancia y dispendio que él hubiera deseado darles.

Antes de que esta aventura iniciara, gozaba de una bonita casa, buenos autos y calendario de vacaciones de verano asegurado.

Sin embargo, todos los planes debieron reajustarse.

Cada miembro de la familia tuvo que sacrificar un privilegio, transmutándolo en calidad de vida para el miembro más débil.

A todos les pesaba, cada vez más, que el más pequeño se hubiera transformado en el centro de la familia… y de sus vidas.

Mi abuelo nunca dudó de que lo que hacía era lo correcto, pero le dolía que sus demás hijos no lo entendieran, y no solo eso, sino que con el paso del tiempo se abría una brecha cada vez más profunda entre ellos.

Sus hijos no conocían la verdad; nadie la conocía, solo él.

En la caja fuerte ubicada en su oficina, guardaba los resultados de los estudios genéticos que revelaban el carácter hereditario del mal que aquejaba a su pequeño.

Mi abuela tenía un desorden genético que presagiaba el mal que limitaba las capacidades del pequeño.

Nunca quiso reprocharle nada. Después de todo, pensaba, no dejaba de ser un evento fortuito.

Sin embargo, con el paso del tiempo llegaría a darse cuenta que tanto mi abuela como sus padres, sabían de este problema genético, ellos, incluso desde su nacimiento, así como lo que ocasionaría, ocultándoselo tratando, de esta forma, de minimizar el problema.

Se sentía engañado y utilizado pero ¿qué podía hacer ahora?

A estas alturas, propiciar un enfrentamiento no beneficiaría a nadie, y los hijos resultarían , sin duda, los más perjudicados.

Una mañana, cansado de la vida que le había tocado vivir, decidió tomar acción.

Evaluó posibles formas de terminar con el problema:

Tomar un arma y utilizarla en su contra, era una posible opción.

El uso de somníferos representaba una alternativa más limpia y menos dolorosa.

Podía, también, arrojarse del quinto piso del edificio que ocupaban.

Quizás el provocar un accidente automovilístico era lo más viable, dado que su póliza de vida no cubría el apartado de la auto destrucción.

Preparó todo, cuidando de no dejar ningún cabo suelto que anulara su seguro de vida.

Aquella noche, su última noche, se acostó temprano y tomó una pastilla que le ayudara a conciliar el sueño. No quería que, tratando de dormirse, su mente divagara y pusiera en duda lo que ya había decidido enfrentar.

Entró en un sueño fugaz pero profundo.

Soñó con todo lo que siempre había deseado: un próspero negocio, una hermosa casa con autos de lujo, una familia que lo amaba y respetaba.

Sin embargo, había algo que faltaba; la dulce sonrisa con que el más pequeño de sus hijos lo recibía cada mañana. El “te quiero papito” que hacía que todos sus problemas se borraran como por arte de magia. El amoroso abrazo que sincronizaba su ser con la vida misma. El tener un real motivo que agradecer al cielo por todo lo que poseía. Se sentía satisfecho y orgulloso de lo que había logrado, pero, tenía que aceptarlo; no era feliz.

Esa mañana despertó con dudas… muchas dudas, pero la decisión ya estaba tomada, y el plan minuciosamente elaborado. Pensó que no había vuelta atrás. Llevaría a cabo cada acción, cada paso de acuerdo a lo pactado con la vida, pues, después de todo, de eso se trataba; de un pacto signado con su destino.

Pero algo salió mal, o quizás fue, ese día, lo único que salió bien: su auto no encendió y terminó en el servicio. Tendría que posponer su plan un día más. “Total, pensó, unas horas no harán ninguna diferencia”.

La noche llegó y con ella un nuevo sueño. Esta vez se vio rodeado por la fama y la fortuna. No contaba con una familia, pero las más bellas y sofisticadas mujeres, se postraban a sus pies. Sus días parecían un ensueño y transcurrían entre los excesos y el despilfarro, pero al llegar la noche, se encontraba más solo que nunca. Si bien era cierto que el esbelto cuerpo de una bella dama yacía siempre a su lado, su espíritu vagaba en busca de paz y consuelo.

Los sueños siempre le habían intrigado sobremanera, convencido de que eran el augurio de un inminente porvenir.

Abrió la ventana y una pluma blanca entró depositándose a sus pies. La tomó en sus manos y percibió un dulce aroma a esperanza.

Desconcertado, entró a la alcoba del pequeño y lo encontró sentado en su cama. Una enorme sonrisa se perfilaba en sus labios.

“Hola, papito. ¿Verdad que tú y yo siempre estaremos juntos y nunca me vas a dejar solo?”, le dijo.

Sintió cómo su mundo se derrumbaba y sus planes colapsaban.

Después de todo creía en la reencarnación y pensaba por cuántas vidas tendría que transitar para tener la oportunidad, otra vez, no solo de convivir de un Ser Especial, sino de ser su padre.

Al fin y al cabo, era ya un hombre viejo, de los que llaman de “la tercera edad”.

Lo peor, consideraba, había quedado atrás.

Tenía cosas más importantes de las que preocuparse; la mayor de sus hijas se encontraba próxima a contraer nupcias, y era su responsabilidad comunicarle que lo acaecido con su hermano no era solo cuestión fortuita; el elemento hereditario se encontraba presente.

En su afán por encontrar una razón que justificara su cruel destino, había leído mucho, descubriendo que el Síndrome Robertsoniano, cuando se presentaba en las mujeres, culminaba, la mayoría de las veces, en un ser con Síndrome de Down.

No quería cometer la misma injusticia de que había sido objeto al ocultársele la verdad de un posible evento de esta naturaleza.

Sabía que no contaba con el apoyo de mi abuela, quien, pese a todos los estudios genéticos realizados, se empeñaba en no aceptar su responsabilidad en lo acontecido.

Entonces mi abuelo, mostrando su entereza, afrontó solo el problema. Por desgracia, esto solo ocasionó un mayor distanciamiento con mi abuela… y por supuesto, con mi madre.

Se sentía abatido y desilusionado, pero con la enorme satisfacción de haber hecho lo correcto.

La vida continuó su rumbo y el tiempo pasó implacable. Nadie escapa a su destino.

El día llegó en que mi madre decidió embarazarse. Se realizó estudios y todos resultaron, por fortuna, negativos. No había nada que presagiara un desastre, pero la vida tiene, en ocasiones, sus propios planes, y el cielo sus incomprensibles designios.

Llegado el día me presenté a la vida. Mi arribo, como era de esperarse, causó dolor y desasosiego. Nadie esperaba este final.

Mi madre cayó en una profunda depresión que le duró varios años, y mi abuela aceptó, por fin, mi naturaleza y su implicación en la misma.

Escaso de amor materno, me refugié en los libros. En ellos encontré los amigos que nunca tuve.

Vencí los impedimentos que me ataban a un mundo falaz y limitado, y remonté por los aires.

Arrojé, lo más lejos de mí que pude mis viejas muletillas, y desplegué mis alas.

Mi espíritu volaba por fin libre de complejos y prejuicios iniciando, entonces, con la misión que me fue asignada.

Mi padre nunca pudo superarlo, abandonándonos a nuestra suerte, por lo que terminamos viviendo con mis abuelos.

Como era de esperarse, fue mi abuelo quién se ocupó de mí, pues su hijo emprendió vuelo a la edad de treinta años.

Con el paso del tiempo mi madre llegó a aceptar su destino, encontrando en mí, la compañía y consuelo que no tenía.

Un día mi abuelo se fue. Partió tranquilo, con la seguridad de haber hecho siempre lo correcto. Se dejó llevar por uno de sus sueños y ya no regresó. En su rostro quedó plasma una tierna sonrisa, y la tranquilidad que mostraba era envidiable. Sobre su vientre se encontraba un poemario de su autoría y como marcapágina, estaba la pluma blanca que una mañana había entrado por su ventana, cambiando su destino.

Mi abuela que, después de medio siglo juntos no conocía otra vida que la de estar a su lado, no tardó en seguirlo.

Hoy mi madre y yo aprendimos a volar juntos. Ella escribe cuentos y yo, siempre a su lado, recuerdo los felices días de mi infancia junto a mi abuelo y, al compartirlos con ella le doy la inspiración necesaria para que en cada uno plasme la alegría por vivir y el privilegio, a pocos otorgado, de conocer el único y verdadero amor incondicional.

—FIN—

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