Bocados de realidad

Bocados de realidad

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04/06/2017

El aroma de las migas está lleno de púas, de cristales en suspensión, de aguijones que penetran en los rincones más oscuros de tu cerebro.

-Laura, ¿te encuentras bien? – te pregunta tu abuela.

El tenedor tiembla en tu mano. Lo llevas al plato y después a tu boca. Masticas. El mismo sabor, las mismas paredes dolorosamente blancas, el mismo frío en los pies, un calor similar en el estómago. Masticas y una niñez olvidada va tomando forma. Han pasado más de treinta años. Tú acabas de cumplir cinco y te has quedado por unos días al cuidado de tus abuelos. Es verano y juegas con tus muñecas en el jardín. Te llaman para comer.

-Si quieres, te preparo cualquier otra cosa – dice tu abuela, de nuevo en el presente.

-No, no te preocupes.

Un bocado más. Vuelves a viajar en el tiempo. Otoño. Infancia. Ese día probaste por primera vez las migas. En la sobremesa te tumbas en el sofá y miras, como imaginas que hacen los adultos, el techo. Te sentías mayor en el pueblo, alejada de tus padres, envuelta en aquel ritmo pausado de los acontecimientos, tan distinto de los neones y los gritos de la ciudad. Tu abuela duerme a tu lado. Tu abuelo se acerca, te acaricia la mejilla y te da la mano. Su mano áspera, caliginosa, de un tacto similar al roce involuntario de la piel sobre la corteza de un roble. Te levantas. Estás descalza, tienes frío en los pies y un placentero calor de hogar en el estómago. Tu abuelo te lleva a su dormitorio. Te acuesta sobre su cama. Su mano. Su mano áspera entre tus piernas.

El tenedor cae repentinamente de entre tus dedos. Lo recuerdas todo.

-Laura, cariño, ¿qué te pasa?

Te giras hacia a tu abuelo. Está sentado en el extremo opuesto de la mesa, con la mirada perdida y los labios entreabiertos. Hace tiempo que su mundo es otro. Ahora ya sabes por qué dejó de gustarte el verano, por qué siempre has tenido insomnio, por qué pensar en esa casa te provocó durante años un temblor incontrolable en las rodillas.

Recoges el tenedor del suelo. Lo hundes en tu plato. Te pones en pie.

-¿Qué haces, Laura?

Caminas hacia tu abuelo con el tenedor en la mano.

-No, Laura, déjalo. Ya sabes que no puede tragar bien. Él tiene su puré.

Pero tú no la escuchas, ya no escuchas nada. Es injusto, piensas, que tengas que cargar de pronto con el peso de la memoria, y que la enfermedad lo libere a él de sus propios fantasmas. Le abres la boca, dejas caer las migas hasta el fondo de su garganta, y se la vuelves a cerrar. Sus ojos se llenan de lágrimas. Tu abuela grita. Te inclinas sobre tu abuelo.

-Tranquilo – le susurras al oído -, este será nuestro secreto.

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