Mamá me alcanza el plato: ravioles amasados a mano, con salsa bolognesa. La masa desprende el aroma de la acelga que tiene como relleno. Cuando la salsa entra en mi boca siento el suave toque de sal y condimientos, el gusto ácido y contradictoriamente dulzón del puré de tomate, la consistencia blanda de la carne. El aroma a laurel, orégano y albhaca se escurre por mis fosas nasales. Tomo un pedazo de raviol y siento la masa consistente junto con el sabor de la harina mezclada con sal y huevo.

“¿Querés más, hijo?” me dice la vieja y yo digo “Dale, ma” y me sirve otros tantos ravioles y más de esa bolognesa espesa color opaco típico del tomate natural mezclado con las especias. Y otra vez ese sabor tan de ella, con ese olor a cebolla y laurel. La comida se mezcla en mi boca armoniosamente.

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Suspiro y pongo el aceite a calentar en la olla mientras voy cortando la cebolla. Como veo que se está quemando el aceite me apuro y la corto toda así nomás para ponerla a rehogar (¿Así se dice?). Corto el morrón en cuadraditos y lo meto también en la olla. Mezclo todo con una cuchara de madera, como la de mamá. ¿Y ahora? ¿Qué es lo que hacía ella después de poner la cebolla y el morrón? No sé, le pongo el puré de tomate y listo. Agrego condimientos, orégano, sal, pimienta y algo de agua. Tapo la olla y espero.

Ahora, mientras la salsa se cocina miro a mi alrededor: una mesa redonda mal pintada, las paredes llenas de posters de rock, un radiograbador que tira música de Charly García, los apuntes de la carrera desparramados por el sillón y entremezclados en todo aquello: mis dieciocho años. Afuera: la gran ciudad y el pueblo lejos. Y mamá con su salsa más lejos todavía.

Escurro los fideos tirabuzón y los vierto en el plato junto con la salsa que nunca probé pero que supongo debe estar bien. Me siento, pincho un fideo con el tenedor y empiezo a masticar buscando. Pero no encuentro nada. El sonido de mi propio masticar me aturde así que subo el volumen de Charly y almuerzo en silencio ya sin buscar más.

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A mis treinta y un años siento que debo volver a intentarlo así que le anuncio a mi novia que voy a cocinarle pasta casera con salsa bolognesa. Primero amaso, corto, y relleno los ravioles. Luego preparo cebolla, morrón, caldo de verduras, tomates, laurel, albhaca y la carne. Voy poniendo cada alimento a su tiempo y lo dejo cocinar pacientemente. Cada tanto pruebo y revuelvo. Cuando está todo listo sirvo. El aroma a orégano, tomate, aceite de oliva y carne envuelve el departamento.

Mi novia come el primer bocado. Yo espero y la miro. Ella cierra los ojos mientras mastica, luego sonríe con restos de salsa en sus labios y el placer dibujado en su boca.

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