No era el mejor lugar para comer el mejor panque, pero ahí se encontraba, era el sabor de la esperanza, de la benevolencia, el sabor de la ternura, de la entereza, era la sonrisa de mamá, el abrazo fuerte de papá, la frescura de los hermanos todo lo reconfortante se guardaba en ese pedazo de harina crujiente, relleno de una suave pero firme crema de vainilla.
El despertar todos los días con la única esperanza de que a la hora de la comida te tocara ese suculento trozo de placer y de armonía, hacía soportable la idea y el acto de levantarse a las seis de la mañana, meterse a bañar a unas regaderas sin puerta, en donde no era posible la privacidad, y cada vez que intentabas lavar tus partes íntimas te acobardabas por sentir esas miradas asombradas de ver los cuerpos desnudos, miradas inquietantes, angustiantes por lo que el aseo personal se volvía vergonzoso, extravagante, pero el recordar que llegaría el momento en que podría tener entre mis manos ese panque, olerlo y finalmente saborearlo e incluso poder recibir el panque de alguna mente delirante temerosa de llenar de harina, grasa y azúcar el cuerpo, hacia posible salir triunfante de la regaderas.
El encierro de ningún modo puede ser algo perteneciente al hombre, se simplemente que las cosas buenas llegan en las situaciones menos esperadas, y que ese bocado alucinante simplemente se quedó en ese lugar como esperanza de la libertad de muchos otros astronautas, atrapados en esa nave.
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