Antes de que el sueño me abandonara llegaba el aroma, lo recuerdo perfectamente. Subía por las escaleras serpenteando como una serpiente, pasaba por el pasillo dejando un rastro de delicia. Entonces trepaba por mi colcha y llegaba a mi nariz acariciándola suavemente. Olía a aceite de oliva caliente, a las exquisitas tortas de masa que mi abuela y mi madre cocinaban en el piso de abajo. Aunque intentara hacerme el remolón bajo las mantas ese aroma tiraba de mí y de mi gata Vainilla que me observaba con sus grandes ojos verdes. Ronroneaba a mis pies y a veces se estiraba elevando su cuerpo peludo. Raudos bajábamos las escaleras. Yo iba despeinado, con los restos del sueño en los ojos… Abajo sonaba en una vetusta radio de Alemania, una Philips, que en sus años fue la envidia de los transistores. Aún recuerdo cuando mi Padre la desenvaló y la conectó a la red. Quedamos maravillados cuando la música comenzó a surgir, si la memoria no me falla era un bolero de Machín.

Cuando llegue a la cocina mi abuela molía café, dándole con fuerza a la manivela, el olor de los granos rotos se te metía en el paladar y te hacía cosquillas. En la radio acababa de comenzar el serial favorito de mi madre, «Lucecita», mi madre subió el volumen con destreza mientras con la otra mano sacaba las últimas tortas del aceite caliente. Me senté a la mesa y mi abuela me acarició la frente llenándome la de harina. La gata, pasando ya de mi presencia fue hasta sus faldas hasta que mi abuela le puso un poco de leche. Me sonrió y un gran tazón humeante llegó hasta mí. En aquel momento, cuando devoraba la primera torta en la radio anunciaban el Colacao. «Yo soy aquel negrito del África tropical…» En el piso de arriba ya se habían despertado mis hermanos…

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