La lucha del caracol

La lucha del caracol

isabel soriano

01/06/2017

Los separaba uno a uno y con amor, era una rutina tediosa y larga: cinco días como mínimo para poderlos comer. La purga era necesaria. Varios días en la malla, en su prisión con agujeros, asomando las cabezas queriendo escapar por las pequeñas rendijas que la red les permitía. Los cuerpos quedaban fuera, pero no el caparazón, que los mantenía firmes, presos en el recipiente; allí dejaban sus babas y allí esperaban su suerte. Luchaban unos con otros intentando resistir, los cuernos fuera, estirando cuello; su casa a cuestas dificultaba su escape, justo lo que era su refugio les impedía salir.

Tras esos días purgando, venía después la “tría”. La “yaya” era la encargada: uno a uno y con paciencia, separaba caracoles malolientes de aquellos con mejor aspecto, diferenciando sus conchas, guardando para la olla los de mayor perfección, deshaciéndose de otros agujereados o rotos que pudieran contaminar al resto con su pestilente olor. En esa guerra molusca, sobrevivían los fuertes, los más grandes y carnosos. Si ellos hubieran sabido por lo que habían luchado…, que el premio de la pelea era pasar a cocción para servir de menú….

Y después, tras separarlos, viene la prueba final: ponerlos con agua al sol, todos juntos, en cazuela y ellos, pobres caracoles, ingenuos, creyendo escapar, buscan todos el calor, y suben y suben; su coraza a cuestas, huyendo de la cazuela; parece que lo consiguen pero justo al llegar a lo alto una simple línea blanca, una barrera de sal que parece inofensiva les impide la salida como una trampa mortal. Y caen de nuevo uno y otro; todos dentro, pero con la molla fuera. Y así es como pierden la guerra, apretujados, calientes, buscando todos el sol; en esa jaula de agua les llega el momento cumbre de la rendición total. Se coloca con cuidado la cazuela a fuego lento, esperando que ellos mueran con sus tentáculos fuera. Y entonces viene la cocinera y con su saber hacer, algún tomatito suelto, un poco de hierbabuena, unas cabezas de ajos y un pozo de pimentón consigue el plato final: unas horas de cocción, algún secreto no dicho y tenemos caracoles.

El sabor, inigualable; te los comes despacito, saboreando su olor, mojando pan en el caldo. Algunos se te complican, reteniendo en su caseta la pulpa que llevan dentro. Entonces, con la ayuda de un palillo -mondadientes, supe luego que los señores más cultos solían denominarlo- le vas sacando las mollas que estaban agazapadas en medio del caparazón. Disfrutas cada detalle; al principio lentamente; después, como un huracán, algo te arrastra e incita a perder la voluntad y empalmas uno con otro, caracol tras caracol, empujándote al siguiente, como una droga te atrapa, incapaz de controlarte hasta lograr tu objetivo, que el plato quede vacío.

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