Sentada en la silla con los ojos muy abiertos, miro a la bruja. No estoy atada, ni encerrada, pero no puedo pensar en escapar porque ella oye lo que pienso y con un gesto me mantiene quieta. Está detrás de una enorme olla, removiendo el guiso con una cuchara de madera que sujeta con las dos manos. El ruido del suave burbujeo, bluf, bluf, bluf…, y un horrible olor pestilente que me provoca náuseas, llenan toda la estancia.

Esta imagen se repetía cada noche cuando cerraba los ojos y el sueño me vencía. Era tan real, tan auténtica y palpable, como las tostadas con mantequilla del desayuno.

Tenía seis años y no me gustaba el colegio. No tenía amigas, y me daba mucha vergüenza en el patio estar sola. Pero lo peor de todo era la hora de la comida. Entraba en el refectorio levantando la nariz, y si olía a las albóndigas de patata con sobrasada, me empezaba a doler la barriga. Me servían el plato, troceaba las dos bolas y las distribuía por la loza intentando hacerlas desaparecer, pero no lo conseguía. Nos lo retiraban cuando estaba limpio. Las otras niñas seguían después con el segundo y luego el postre, y salían al recreo. La Madre Cabrera entonces se acercaba y me decía con voz severa:

—Alicia ¿Ya estamos otra vez? Coge el plato y sígueme.

Me llevaba al cuarto trastero del refectorio. Era un almacén lleno de sillas y mesas apiladas, sin ventanas y con una bombilla sola colgada del techo, y era también… la guarida de la bruja.

Unas veces, cuando la Madre tenía prisa, me tapaba la nariz con una mano y con el tenedor en la otra decía:

—Venga niña, abre la boca de una vez y terminamos antes.

Yo cerraba los dientes muy fuerte y moviendo los labios contestaba despacito:

—No Madre, no la voy abrir. Puedo respirar. Puedo respirar y no me voy ahogar.

Entonces la Madre Cabrera se ponía muy roja, y con la barbilla temblorosa decía:

—Perdóname Señor, perdóname. Dame paciencia, mucha paciencia.

Y salía dando un portazo.

Y aquí es cuando las cosas se ponían mal de verdad. La tarde era muuuy larga y muuuy aburrida. La boca se me abría de par en par y los párpados comenzaban a cerrarse. En algunos momentos oía la risa de la bruja, entonces me daba pellizcos o me mordía el labio. Después de lo que me parecía muuucho tiempo, volvía la monja acompañada de mis hermanas. La pequeña Patricia me decía con los ojos llenos de lágrimas:

—Alicia, corre, come deprisa, que se van los autobuses. Es de noche y te quedarás solita.

—¿Me lo como yo? —preguntaba Marta.

Y yo, miraba a la monja con la cabeza alta y los ojos entornados, sin decir palabra, porque sabía que había ganado. Minutos después salíamos a toda prisa hacía el garaje. Un día más que me libraba de comer las albóndigas, y de ser el ingrediente principal de la sopa.

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