Cuando le conocí pensé que olía a hierbabuena. Recordé un té delicioso y aromático. Su sonrisa disparó mi imaginación. Después, su carácter, mi alarma. Un par de citas más, y mostré mi lado más defectuoso para ver como reaccionaba. Ojalá me hubiera equivocado.

Estaba disfrutando de mi soledad cuando unas frases acertadas llamaron mi atención sobre aquel segundo aroma. Era algo intenso, y sin darme cuenta me mostré tan receptiva que se fijó en mí. Ahora pienso que lo asocié al chocolate. Pero el que me gusta de verdad es el que apenas tiene mezclas, oscuro. Y él, resultó tenebroso.

El siguiente me recordaba al caramelo: dulce sin lugar a dudas. Pero había algo en él que me resultaba aburrido, llegué a un punto en el que nada me estimulaba… acabó resultando empalagoso.

¿Otro? Había algo peculiar en este, un toque de amargura como el que aliña algunas bebidas para otorgarles un sabor especial, un toque distinto, interesante. Para tomar de vez en cuando, no todos los días. No a cualquier hora. No.

Hubo muchos aromas, sabores, intensidades, algunos formidables… lo que a veces es espantoso o pavoroso.

Dejé de entusiasmarme. Dejé de prestar atención a los aromas. Dejé de valorar la intensidad, la dulzura, lo formidable más que ninguna otra cosa.

Nada tan estimulante, tan delicioso como la variedad. Las múltiples facetas en distintos momentos, que no importe ni el día ni la hora. Que resulte refrescante y alivie la tensión, que sea intenso y haga sentir lo fundamental, que sea dulce y te envuelva con su calor, que sea amargo para no olvidar la realidad.

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