La Roma de Toscano

La Roma de Toscano

Antonio Pereira se sentó a la mesa. Apenas probó bocado. Lo habían traído semanas atrás. No conversaba, ni leía el diario, ni miraba por la ventana. Cuentan que desde que enviudó se le apagaron los ojos. Sus pasos eran lentos, casi arrastrados. Se esfumaron del rostro la risa y el enfado. Hablaba casi nada. Prefería señalar, asentir o negar con la cabeza. Intentaron dialogar con él, claudicaron siempre. Un día quisieron llevarlo a vivir con la hija mayor, obstinado se aferró al marco de la puerta. No dijo más. Dio media vuelta, tomó su lugar en la mesa. Esperaba que el tiempo –su tiempo– muriera. Antonio Pereira es mayor desde hace años, pero apenas envejeció. Suicidio de closet, dijo el terapeuta.

Ha regresado Natalia Toscano. La familia y los problemas llaman. Debió dejar su naciente carrera operística. Extraña la Reale Accademia Filarmonica di Bologna. La vida real habita de este lado del mar. Qué poco cambió Coatepec. Sabor a bosque, olor a café. Antes de buscar trabajo la contrataron los Pereira. Alimentar al viejo Antonio y mantener el orden, sólo eso. La paga no era mala. No malgastaría su renombre cantando en cualquier lugar.

Al atardecer del cuarto día, poco antes de servir la comida, Antonio Pereira se sentó a la mesa. Se había afeitado. Impecable vestía un saco. Cató un crianza reserva especial. Brindó con el aire. Le asaltó la memoria en un suspiro. Viajó por la nostalgia entre aromas de albahaca y romero, ajo guisado en olivo, carne que se cuece al vino. La tarde olía tal como aquélla cincuenta años atrás, cuando conoció a Raquel, su único gran amor, en una fonda de Roma.

  • “ella era el todo que apareció de la nada, brillante, infinita, despeinada. Desde entonces el universo fue más que planetas, átomos y estrellas; fue árboles que cantan en coro, perros que ladran, promesas de buenas noches y cuentos que espantan monstruos…”

No dijo más. Desde que su mujer partió venía lamentando cada cosa que olvidó decirle, le asaltaban las dudas. Quiso preguntarle si la muerte duele, si hay un túnel de luz al final. Deseaba contarle todo lo que vio, decirle que al atardecer de su partida el cielo se llenó de golondrinas que durante tres meses le siguieron a donde fue. Sólo entonces lloró: profundo, elocuente, conciliado. Las historias hermosas terminan así.

Antonio Pereira dejó la mesa. A la mañana siguiente no estaba. Hallaron una carta con la orden de que esa casa –su casa– se convirtiera en un santuario de la comida italiana, si es que la señorita Toscano aceptaba. Caso contrario debería ser demolida. Nunca lo encontraron. Meses después la familia supo que viajó a Roma. Fueron tras él. Ni una sola pista.

Pasaron dos años. Antonio Pereira regresó incógnito. Se sentó a la mesa. Cató un crianza reserva especial. Brindó con el aire. Comió. Sonriente elogió al chef. Se despidió olvidando el bastón. Esa tarde y noventa más el cielo de Coatepec se llenó de golondrinas.

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