Mi abuela Dolores era muy guapa. Era ella quien siempre recogía la sangre caliente de la garganta desgarrada. El animal daba gruñidos desesperados, ensordecedores e increíbles para venir de una laringe abierta. Ella tenía que remover la sangre constantemente, para que no se cuajara, haciendo así aún más intenso su hedor a óxido y pánico. Los espasmos salpicaban su delantal, sus brazos y su cara. Mi abuela era muy guapa, incluso manchada de sangre de cerdo.

Así empezaba la elaboración de un manjar de femenina artesanía y asignación de tareas por edad y rango. Las nietas mayores llorábamos picando sacos enormes de cebollas y temiendo alcanzar edad para el lavado de tripas. Nada protege las pupilas olfativas del ataque brutal de esa labor. Nada, salvo la costumbre y sumisa asunción del deber y sacrificio inevitables. Luego se llegaba a los fogones.

En el reino de mi abuela la cocina de la finca era el palacio donde intrigas y secretos culinarios mezclaban sabores, aromas, edades, rumores y risas dentro del rígido orden jerárquico que edad y parentesco imponían. Su atmósfera de vapores espesos y hogueras humeantes olía fuertemente a pueblo. Nosotras también, mientras en el caldero hervía una gran masa de tocinos, magros y cebollas soltando vapores pegajosos que sudábamos por los poros de nuestra piel. A la vista era repugnante. Al olfato hediondo y penetrante. Aquel mejunje no hacía presagiar nada bueno.

Pero en un rincón de la cocina se fraguaba el hechizo que trocaría el caldero maloliente en antiguo manjar invernal. Sólo la abuela Dolores conocía la fórmula precisa de orégano, ajos, pimentón agridulce, cominos, anises, alcaraveas y otros secretos aromáticos. Con las especias, reaparecía la sangre para cerrar el ciclo, mezclarlo todo y convertir el caldero en promesa de algo colorista y aromático. Ya se podía probar y ya se intuía que la metamorfosis sería exitosa.

Embutir cuidadosamente en tripas traslúcidas y limpísimas. Atar con cordeles, delicadamente porque eran frágiles. Si las prisas las rompían, se derramaban despacio, quejosamente. Vuelta al caldero a hervir. Su caldo contenía todos los sabores de la esencia diluidos. Olía y sabía deliciosamente. Era el «calducho», la mejor de las sopas posibles. Después quedaban colgadas en la cocina hasta que tiempo y humo maduraran nuestro trabajo.

Y llegaba el día. La abuela Dolores decretaba: ya están las morcillas. Yo comía la primera con emoción y en bocadillo. La aplastaba para que empapara el pan, lo inundara de sabor, lo tiñera de color y esponjara mi boca antes del primer bocado. Compartía su sabor con quien había recogido sangre, picado carnes, tocinos y cebollas, limpiado tripas, seleccionado especias y mezclado todo tal y como la abuela de mi abuela había aprendido de su madre. Y todas olíamos a pueblo, como sabían aquellas morcillas. La belleza manchada de mi abuela envejeció invierno a invierno al olor del calducho, el sabor de sus morcillas y el calor entrañable y ancestral de su cocina.

Pilar López Alonso

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