«Compadre, no sé qué me estás contando, pero mejor pido otra media».

Así empiezan las conversaciones profundas. Así se despieza el cabrito, y se riega con mucho hinojo su carne. Bueno, tampoco sé del todo cómo se prepara, cómo se cocina. Entre helechos colgantes, botellas de vino excesivamente grandes, fotos de los regentes con figuras medianamente reconocibles de hace varios años ya, de la farándula isleña; entre un gran retrato del abuelo, o bisabuelo, del dueño, libros de recetas antiguos; entre grandes barriles, mesas de madera, y sillas eclécticas, de varias generaciones, y colores; entre todo este memorando de vida, no sé cómo, pero se cuela el humo de las garbanzas. Y a mí me huele como a hogar.

Los guachinches son la exaltación del hogar, puntos de encuentro, enclaves vernáculos; donde se sienta uno a hablar de las cosas del vivir, sin prisa y con calma, degustando el aroma del vino nuevo que recién pisaron en la huertita de atrás. Hogar porque no hay orden, ni coherencia entre sus partes; todo forma parte de un conjunto de piezas independientes: el muro de piedra a media altura, que se lleva al techo con pintura color pastel adornada a brochetazos, cuberterías heterogéneas, servilletas florales; y un centro de mesa que recuerda a algún bodegón de van Gogh, intenso y con vida, pero definitivamente apagado por el humo de la leña que asa unas chuletas que la doña de este gastrobar a la vieja usanza ha tenido a bien preparar.

«El plato especial son las chuletitas, mis hijos», y vuelve a oler a hogar en esas palabras, tan llenas de cariño que adornan la estancia con solemnidad, dejando a los feligreses admirados y con una mueca que respira amor. «Voy sacando unas piñitas con costillas, que Antoñito necesita el fuego»; y con la destreza de una bailarina del ballet de Moscú surca la sala la menuda de esta familia que cede su salón para que los vecinos del pueblo tengan a bien probar su vinito, que le salió bueno al hombre; e interrumpe la conversación de aquellos contertulios que ya ni sabían de qué hablaban. Tampoco importa, ahora el plato inunda la mesa, y la otra media de vino está llegando, «pues le salió bueno esta vez, ¡sí señora!»; y vuelven a retomar el hilo de conversaciones pasadas, algo sobre don Francisco, el cura del pueblo, que ya no puede ni con su alma, pero sigue yendo a la casita de mi tía a rezarle el rosario.

No sólo se bebe y se come en un guachinche, también se vive, se genera cultura y tradición, y entre vinos y garbanzas, y pulpitos y lechones; se cultiva el amor a la tierra y a las gentes, y a la Isla. Y sale uno medio ebrio de olores, y sabores, y licores; y con el alma llena.

A uno se le llena el alma y el cuerpo cuando almuerza, «asocadito» en un guachinche, a la sombra del padre Teide.

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