Aún no he dado el primer bocado y ya quiero repetir. Despacito, con cuidado, para no perderme ni uno solo de tus sabores, de tus matices, de tus rincones… Para que si – oh pobre de mí – es mi primera y última cata, el regusto dulce del placer por el placer me recuerde que comí y me sacié de ti.

Con cuidado abro la caja que te contiene. Huele fresco, se intuye natural. Miro el producto y se antoja apetecible incluso crudo. No puedo evitar el impulso… mi dedo hambriento se hunde en tu piel y retorna embadurnado a mi boca. Mis labios feroces aprisionan mi falange tratando de intuir el gusto completo. Mi cerebro – enajenado por la gula – intenta sin acierto componer el todo a partir de la muestra furtiva. No lo consigue; quiere más, quiero más; necesita más, necesito más.

Extiendo tu cuerpo a lo largo sobre la mesa de trabajo. Amaso tus extremidades para relajar la carne y que el paladar reciba tu aterciopelada textura. Contengo las ganas y continúo la labor hiñendo tus hombros, tu espalda y tu bajo lomo. Sumerjo mis manos en vino tinto y masajeo tu carne con insistencia. Acompaño con pequeños golpes hermanados de canela y enebro para exacerbar el anhelo que impera.

Preparo una guarnición eficaz que acompañe, pero que no opaque el olor de tu química y el tacto de tu física. Corto con cuidado la verdura. Me maravillo ante la variedad de tonalidades de color y estructuras. Mi boca se diluye en agua al imaginar la mezcla de la sensación del vegetal y tu composición; el punto exacto donde convergen la tierra y la carne.

Cocino a fuego lento para serenar las altas temperaturas que ya impregnan la cocina. Rehogo la estampa con otra copa de vino que adormezca mis sentidos y se apiade de la urgencia que recorre mi espina dorsal. Vuelta y vuelta para dorar tu envés. Los vapores de la cocción invaden la estancia. La bruma liviana que desprende tu esencia me pierde en el deleite del que espera lo prohibido. Las burbujas de la ebullición me despiertan del ensueño. Ya estás listo.

No uso cubiertos; comeré con las manos. Emplato y olvido que no eres infinito; comienzo el festín. Me agacho y con delicadeza beso tus labios carnosos. Saboreo la delicia del roce de tus adentros. Me embriago con la sapiencia de que el deseo por probarte no hace justicia a la satisfacción de hacerlo. Cierro los ojos tratando de afianzar el gozo de mis papilas gustativas. Te imagino como última cena y me convenzo de que mereces la pena.

Sin esperarlo, me devuelves el beso y aprisionas con tu lengua mi intención. Tomas la iniciativa y ahora eres tú, el que me devora con ansia y sin razón. Me dejo hacer. A tu merced – mecido por la necesidad de contenerte – me rindo al placer de ser uno contigo.

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