Llevaba dentro ocho timbales cuyo sonido era el de dieciséis truenos. Trotaba por la empinada cuesta con el resto de niños que desembocaba en la entrada del colegio. La siempre roja nariz de mi abuelo me esperaba a la salida del colegio. Me sentó en el asiento de atrás mientras le contaba que se me había olvidado el almuerzo en casa y que estaba hambrienta. Eran las doce en punto, hora de la comida. Pasamos por el circuito de motos de la ciudad. Miré por las ventanillas del coche y observé como la gente comía esos grasientos y deliciosos perritos calientes. El dependiente los sacaba de la freidora con el aceite chorreando y los ponía rápida y mecánicamente sobre el pan. La gente se lo iba comiendo sobre la marcha, dudo que disfrutaran aquel momento. No era muy amante de la comida rápida, pero en ese momento me entraba cualquier cosa.
En casa el momento de las comidas, a excepción del desayuno era un momento especial, aunque fuera la típica comida de diario. El abuelo ponía la mesa mientras la abuela daba los últimos toques a la comida, yo mientras tanto aprovechaba para picotear de acá para allá. Los tres nos sentábamos a la mesa y nos contábamos cómo nos había ido el día. Para terminar si me había portado bien, el abuelo me cogía y me llevaba a hurtadillas a la despensa donde me daba una onza de chocolate negro. Era nuestro pequeño secreto.
En Leszno eran típicos los vigos de carne que la abuela hacía con tanto mimo y sosiego. Sus colores otoñales y calidos se mezclaban con el rojo pasión de la carne. Se sentaba en la diminuta cocinilla del patio con su caldero humeante asemejándose a una meiga. Removía y movía y el humeante olor ascendía por chimenea hasta expandirse por la calle.
Mis alegres zapatos ocre hicieron su aparición en la casa en dirección a los viejos y oscuros de la abuela. Zapato y zapatilla se miraron y surgió un pequeño pisotón fruto de un abrazo sincero. Me sentaba en su regazo mientras ambas mirábamos el puchero en plena ebullición. Los vapores ascendían, allí todo era amor. No había persona en el mundo tan feliz como yo.
-Hija, tráeme
la sopa, quiero darle sabor.
El abuelo con la pipa, la abuela con el cucharon, en su regazo observaba con minuciosa atención. Intenté poner la mesa, se me cayó el jarrón, el abuelo me dijo:
-Deja, ya lo recojo yo.
Por fin en la mesa, la abuela los platos sirvió:
-Tened cuidado, quema un montón.
Bigos polski, son lo mejor cuando tienes una familia que te mima con pasión. La carne en la boca. Se deshacía su sabor.
-Estos son los mejores ratos que paso con vosotros dos.
A las cuatro de la tarde, mamá llegó:
– Aún no quiero irme, espera por favor.
El abuelo inclinándose una onza me dio.-¡Adiós, abuelos!- casi mis padres son, espero que me cuiden allá arriba con el corazón.
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