La noche anterior había inaugurado el restaurante. Parte de la gente mejor relacionada de la ciudad había acudido a la cita y la velada había resultado todo un éxito.

Durante la noche, mientras supervisaba la sala arrullado por los sonidos de la conversación calmada, del entrechocar suave de las copas al brindar y de la cubertería sobre los platos con diseño de última moda, dejaba que los olores de la brasa, de la leña escogida con esmero, se introdujesen por sus fosas nasales retrotrayéndole a su niñez, a la cocina en la casa de la abuela.

Aquella fragancia divina a parrilla, a carne y pescado tostado hasta desprender un olor tan característico y ancestral como el que tuvo que desprender el primer trozo de carne que en su día cayera, por casualidad, en unas llamas que en un principio se habrían encendido con cualquier otro propósito, era la representación misma de su sueño hecho realidad.

Todo contrastado con la violenta sucesión de órdenes escupidas casi con rabia, con el incesante goteo de comandas cantadas y con el golpear de la loza al ser despachada con rapidez sobre el mármol de la ventana por la que salía cada plato, listo para ser servido: costillares de cordero, sardinas, kokotsas de merluza fresca y mejillones abiertos en la brasa…

Aquellas sensaciones, sonidos y olores, eran las de un restaurante que funcionaba.

La mayor parte del triunfo sabía que se lo debía a su cocinero. Había tardado mucho en seleccionar al que estimó el más conveniente, pero el esfuerzo había valido la pena aunque, al principio, hubiese tenido sus dudas.

Su abuela le había repetido aquel dicho millones de veces: “cocinero se hace, parrillero se nace.”

Y aquel hombre era un parrillero, estaba seguro, bastaba ver el mimo con el que escogía los productos que sabía que mejor iban a despedir su olor mezclado con el de la leña de la parrilla, igual que Jean Baptiste Grenouille, en la novela de El perfume, sabía distinguir y extraer la esencia de las vírgenes a las que asesinaba en busca del aroma perfecto.

Las dudas venían del hecho de que el tipo tenía problemas con la bebida. Le había advertido sobre ello: nada de beber en el trabajo. Quería conservarlo por mucho tiempo.

Pero, el pobre diablo no había cumplido con su parte. Lo supo cuando, a la mañana que siguió a la noche de la inauguración, le encontró congelado en la cámara frigorífica. La botella de vino en su mano dejaba claro que se había quedado encerrado después de entrar a pegar un trago, seguramente a escondidas, para celebrar a última hora el gran éxito de la noche.

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