Sutil. Efímero. Caprichoso, como un niño escondido que se deja ver levemente para confirmar que el juego continúa y vuelve a su guarida sonriendo. El olor era tan leve que me costaba encontrarlo, pero cuando lo conseguí accionó los resortes de mi recuerdo contundente, evocador: confluyeron entonces el olor de las maderas de los suelos viejos, gastados, marcados de trasiego y manchados del resol y de su propia historia, como las arrugas de un viejo. Y el de las barricas francesas que le daban a la sala un aire retro, como un joven con pajarita, mientras guardaban sus íntimos tesoros. Volvieron las paredes gris melancolía, anodinas, salpicadas de grandes lienzos abstractos que no decían nada congruente por mucho que te sumergieras en ellos. Los techos altos rematados de modernas molduras que escondían la iluminación de aquella sala blanca y casi vacía que podría haber sido una moderna clínica de estética, pero que era tu restaurante favorito, y también el nuestro. Y tu manera de elegir el menú, mirando a los ojos al maitre para adivinar si tu elección era correcta. Y tu forma de coger la copa, descuidada, con un dedo meñique caprichoso que se elevaba para recordarte que desde niña quisiste ser una princesa, pero que no tenías el pelo rubio ni los ojos azules. Ni el porte sereno de la realeza, porque tú no parabas nunca de actuar. Te revolvías en tu asiento opinando, saboreando, exclamando, riendo. Así conociste a Juan, en una de nuestras primeras visitas al restaurante:

– Es la primera vez que un cliente me sirve vino. -le dijiste

– No soy un cliente -contestó sonriendo- soy el propietario.

– Pues debería ponerse una camisa negra como llevan todos los camareros de sala.

A partir de ahí fue nuestro restaurante, o al menos eso creía yo. Juan nos invitó a una copa y se sentó con nosotros mientras tú le hablabas de sus exquisitos platos y los dos nos sumergíamos en ellos de nuevo saboreando cada plato con mayor intensidad gracias a tus descripciones.

Cada sábado repetíamos nuestro ritual al santuario, al principio dos y luego tres, y yo no llegué nunca a intuir que el tercero era yo. Hasta el final. Hasta que entré en aquella cocina blanca y aséptica, envasada al vacío, como quedó mi corazón al veros, para descubrir eso que era obvio para todo el mundo.

Y no podía entender qué delicado olor pueden desprender estas malditas cocinas que me han trasladado de repente a vuestro restaurante, hasta que he visto la sangre en el brazo de mi compañero de celda y he vuelto a sonreír al recordaros.

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